El precio de la vida

Es curioso ver cómo partidos de supuesto talante cristiano desprecian la vida, apretados por la actual ideología mercantil que sólo da valor a aquello que es útil, estándar, productivo. Así, el muy cristiano Partido Popular de Galicia le dijo a Patricio Losada, un ciudadano de esa región, que la Sanidad Gallega no pensaba hacerse cargo del coste de sus medicinas (300.000 euros al año) y que con lo que iba tomando, le valía. Aunque, en realidad, lo que iba tomando no le valía porque podía morir en cualquier momento.
La lección es clara: si cuestas más de lo que produces (y Patricio, camionero, no iba a pagar 300.000 euros en impuestos ni en toda su vida), que te jodan. Eres un desecho, alguien prescindible. Un fracasado por haber tenido la mala suerte de nacer con una enfermedad tan rara. Aquí sólo queremos a tipos sanos y productivos. 
Si no vales para trabajar, muérete. Si no podemos sacarte jugo, si ponerte en marcha vale más que lo que vas a ganar jamás en tu puta vida, muérete. La vida tiene un precio y tú no puedes pagarlo. Ése es el mensaje. El desprecio por la humanidad, por cualquier forma de existencia que no suponga un rédito inmediato. 
Todo ha sido mercantilizado y el caso de Patricio es sólo un síntoma, el último por el momento, pero ni mucho menos el primero. Sobran pensionistas, enfermos, parados. Sobran manifestantes. Lo que el mercado quiere es ganado, unidades productivas y, si se puede, consumidoras. Nada más. El valor de una vida, si no produce, es de cero euros. Así de claro. Así de triste. 

El precio de la vida

Es curioso ver cómo partidos de supuesto talante cristiano desprecian la vida, apretados por la actual ideología mercantil que sólo da valor a aquello que es útil, estándar, productivo. Así, el muy cristiano Partido Popular de Galicia le dijo a Patricio Losada, un ciudadano de esa región, que la Sanidad Gallega no pensaba hacerse cargo del coste de sus medicinas (300.000 euros al año) y que con lo que iba tomando, le valía. Aunque, en realidad, lo que iba tomando no le valía porque podía morir en cualquier momento.
La lección es clara: si cuestas más de lo que produces (y Patricio, camionero, no iba a pagar 300.000 euros en impuestos ni en toda su vida), que te jodan. Eres un deshecho, alguien prescindible. Un fracasado por haber tenido la mala suerte de nacer con una enfermedad tan rara. Aquí sólo queremos a tipos sanos y productivos. 
Si no vales para trabajar, muérete. Si no podemos sacarte jugo, si ponerte en marcha vale más que lo que vas a ganar jamás en tu puta vida, muérete. La vida tiene un precio y tú no puedes pagarlo. Ése es el mensaje. El desprecio por la humanidad, por cualquier forma de existencia que no suponga un rédito inmediato. 
Todo ha sido mercantilizado y el caso de Patricio es sólo un síntoma, el último por el momento, pero ni mucho menos el primero. Sobran pensionistas, enfermos, parados. Sobran manifestantes. Lo que el mercado quiere es ganado, unidades productivas y, si se puede, consumidoras. Nada más. El valor de una vida, si no produce, es de cero euros. Así de claro. Así de triste. 

En el fondo…

…hace mucho que no se inventa nada. Todo este supuestamente nuevo escribir fragmentario o sobre escritores que escriben y lo que escriben (mezclando, a veces torpemente, supuesta realidad y supuesta ficción) ya estaba en el Sabato de «Abbadon», en el Durrell del «Quinteto» y hasta, de algún modo, en Henry Miller, ese padre todopoderoso de esta otra moda que ahora tenemos que sufrir: la de la ficcionalización de la propia vida, la de la biografía hecha material literario. Que lean «Sexus», «Nexus», «Plexus» y después, si consiguen cerrar la boca —y todavía creen que su vida de medio pelo es lo suficientemente interesante— que se narren a sí mismos. En el fondo, es narcisismo exasperante. Como el querer aparecer en la portada de las revistas. Como el perseguir las entrevistas o el buscarse polémicas para que hablen de uno. Todo ego-basura, todo vanitas vanitatis. Nada de misterio o de oscuridad en torno a los motivos que los llevan a ponerse delante del ordenador a juntar letras. Se creen geniales y anhelan el aplauso que como tal les corresponde. Pero luego, un aplauso es poco (y hoy nada dura mucho) y la mayoría termina haciéndose tertuliano político para aparecer en la televisión a diario. Y, por supuesto, después nos cuentan sus andanzas de plató —tontas, vacuas— en una nueva novela.

En el fondo…

…hace mucho que no se inventa nada. Todo este supuestamente nuevo escribir fragmentario o sobre escritores que escriben y lo que escriben (mezclando, a veces torpemente, supuesta realidad y supuesta ficción) ya estaba en el Sabato de «Abbadon», en el Durrell del «Quinteto» y hasta, de algún modo, en Henry Miller, ese padre todopoderoso de esta otra moda que ahora tenemos que sufrir: la de la ficcionalización de la propia vida, la de la biografía hecha material literario. Que lean «Sexus», «Nexus», «Plexus» y después, si consiguen cerrar la boca —y todavía creen que su vida de medio pelo es lo suficientemente interesante— que se narren a sí mismos. En el fondo, es narcisismo exasperante. Como el querer aparecer en la portada de las revistas. Como el perseguir las entrevistas o el buscarse polémicas para que hablen de uno. Todo ego-basura, todo vanitas vanitatis. Nada de misterio o de oscuridad en torno a los motivos que los llevan a ponerse delante del ordenador a juntar letras. Se creen geniales y anhelan el aplauso que como tal les corresponde. Pero luego, un aplauso es poco (y hoy nada dura mucho) y la mayoría termina haciéndose tertuliano político para aparecer en la televisión a diario. Y, por supuesto, después nos cuentan sus andanzas de plató —tontas, vacuas— en una nueva novela.

Ernesto Sabato y la metafísica (una aproximación)

La existencia es trágica por su radical dualidad, por pertenecer a la vez al reino de la naturaleza y al reino del espíritu: en tanto que cuerpo somos naturaleza y, en consecuencia, perecederos y relativos; en tanto que espíritu participamos de lo absoluto y la eternidad. El alma tironeada hacia arriba por nuestra ansia de eternidad y condenada a la muerte por su encarnación, parece ser la verdadera representante de la condición humana y la auténtica sede de nuestra infelicidad. Podríamos ser felices como animal o como espíritu puro, pero no como seres humanos.

La anterior cita pertenece a Ernesto Sábato y está extraída de uno de los artículos que componen «El escritor y sus fantasmas», aunque lo mismo podría haber formado parte de «Abbadón, el exterminador», su tercera y última novela, donde fábula, biografía, Historia y ensayo se unen en un todo que busca indagar no sólo el límite de la novela, sino sobre todo, y de ahí la cita, del alma humana.
De hecho, la cita resume muy bien las tres tentativas novelísticas de Sabato: «El túnel», «Sobre héroes y tumbas» y «Abbadón». Todas ellas son una investigación, cada vez más consciente, sobre lo que el autor argentino llamó «El hombre en crisis»: el hombre despertado del sueño del racionalismo por la segunda Guerra Mundial. Una crisis que, en lo espiritual, llega hasta hoy y a la que todavía no hemos encontrado salida.
La obra de Sabato es, entonces, metafísica. Rozando a veces lo esotérico, es decir, las regiones en las que el alma, un poco más liberada de su carnalidad, se topa con fenómenos inexplicables racionalmente. Fenómenos que, añadiría Sabato, no tienen por qué ser explicables ya que las leyes que rigen para la matería no tienen por qué regir para el espíritu.
El hombre de Sabato es un hombre que no sólo se pregunta por qué o para qué existe, sino que lamenta, a veces, su existencia (aunque, por otro lado, ame la vida, esta vida), pues se halla tironeado por un lado por su cuerpo, hacia la materia y por otro, hacia su espíritu. Y por eso, a veces, como el propio Sabato busca el mundo de la luz y de la ciencia, pero en otras ocasiones, como Fernando Vidal Olmos o Alejandra, su hija, necesita meterse hasta las orejas en la oscuridad, en lo demoniaco, en lo inexplicable e irracional (o arracional).
Todas sus obras son un avance, a ciegas, por ese espacio del alma, por esa búsqueda de sentido del hombre dividido, partido en dos por las necesidades y los gozos de la materia y los goces y debilidades del espíritu. Y también por su sociedad, por su historia, por eso que se llaman Circunstancias y que aparecen siempre en las obras de Sabato, y él así lo explica, como algo inevitable pues el hombre, ningún hombre, se desarrolla en el vacío: y por ello toda novela, incluso las que lo ocultan (y precisamente por ello) son políticas.
Este otro párrafo de «Abbadón» describiría muy bien su pensamiento y puede ser otro perfecto resumen de lo que se puede encontrar en la obra de un Sabato últimamente olvidado cuando no menospreciado, pese a haber adelantado caminos y formas que aún hoy siguen resultando inquietantes, rompedores y maravillosos.

Y tarde o temprano aquel universo incorruptible concluía pareciéndole un triste simulacro, porque el mundo que para nosotros cuenta es éste de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego,este amor, esta espera de la muerte; el único que nos ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de la mano que amamos, una mirada destinada a la podredumbre pero nuestra: caliente y cercana, carnal.Sí, tal vez existiera ese universo invulnerable a los destructivos poderes del tiempo; pero era un helado museo de formas petrificadas, aunque fuesen perfectas, formas regidas y quizá concebidas por el espíritu puro. Pero los seres humanos son ajenos al espíritu puro, porque lo propio de esta desventurada raza es el alma, esa región desgarrada entre la carne corruptible y el espíritu puro, esa región intermedia en que sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción, la esperanza y el sueño. Ambigua y angustiada, el alma sufre (cómo podría no sufrir!), dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del espíritu, vacilando perpetuamente entre la podredumbre y la inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino. Angustia y ambigüedad de la que en momentos de horror y de éxtasis crea su poesía, quesurge de ese confuso territorio y como consecuencia de esa misma confusión:un Dios no escribe novelas.

Ernesto Sabato y la metafísica (una aproximación)

La existencia es trágica por su radical dualidad, por pertenecer a la vez al reino de la naturaleza y al reino del espíritu: en tanto que cuerpo somos naturaleza y, en consecuencia, perecederos y relativos; en tanto que espíritu participamos de lo absoluto y la eternidad. El alma tironeada hacia arriba por nuestra ansia de eternidad y condenada a la muerte por su encarnación, parece ser la verdadera representante de la condición humana y la auténtica sede de nuestra infelicidad. Podríamos ser felices como animal o como espíritu puro, pero no como seres humanos.

La anterior cita pertenece a Ernesto Sábato y está extraída de uno de los artículos que componen «El escritor y sus fantasmas», aunque lo mismo podría haber formado parte de «Abbadón, el exterminador», su tercera y última novela, donde fábula, biografía, Historia y ensayo se unen en un todo que busca indagar no sólo el límite de la novela, sino sobre todo, y de ahí la cita, del alma humana.
De hecho, la cita resume muy bien las tres tentativas novelísticas de Sabato: «El túnel», «Sobre héroes y tumbas» y «Abbadón». Todas ellas son una investigación, cada vez más consciente, sobre lo que el autor argentino llamó «El hombre en crisis»: el hombre despertado del sueño del racionalismo por la segunda Guerra Mundial. Una crisis que, en lo espiritual, llega hasta hoy y a la que todavía no hemos encontrado salida.
La obra de Sabato es, entonces, metafísica. Rozando a veces lo esotérico, es decir, las regiones en las que el alma, un poco más liberada de su carnalidad, se topa con fenómenos inexplicables racionalmente. Fenómenos que, añadiría Sabato, no tienen por qué ser explicables ya que las leyes que rigen para la matería no tienen por qué regir para el espíritu.
El hombre de Sabato es un hombre que no sólo se pregunta por qué o para qué existe, sino que lamenta, a veces, su existencia (aunque, por otro lado, ame la vida, esta vida), pues se halla tironeado por un lado por su cuerpo, hacia la materia y por otro, hacia su espíritu. Y por eso, a veces, como el propio Sabato busca el mundo de la luz y de la ciencia, pero en otras ocasiones, como Fernando Vidal Olmos o Alejandra, su hija, necesita meterse hasta las orejas en la oscuridad, en lo demoniaco, en lo inexplicable e irracional (o arracional).
Todas sus obras son un avance, a ciegas, por ese espacio del alma, por esa búsqueda de sentido del hombre dividido, partido en dos por las necesidades y los gozos de la materia y los goces y debilidades del espíritu. Y también por su sociedad, por su historia, por eso que se llaman Circunstancias y que aparecen siempre en las obras de Sabato, y él así lo explica, como algo inevitable pues el hombre, ningún hombre, se desarrolla en el vacío: y por ello toda novela, incluso las que lo ocultan (y precisamente por ello) son políticas.
Este otro párrafo de «Abbadón» describiría muy bien su pensamiento y puede ser otro perfecto resumen de lo que se puede encontrar en la obra de un Sabato últimamente olvidado cuando no menospreciado, pese a haber adelantado caminos y formas que aún hoy siguen resultando inquietantes, rompedores y maravillosos.

Y tarde o temprano aquel universo incorruptible concluía pareciéndole un triste simulacro, porque el mundo que para nosotros cuenta es éste de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego,este amor, esta espera de la muerte; el único que nos ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de la mano que amamos, una mirada destinada a la podredumbre pero nuestra: caliente y cercana, carnal.Sí, tal vez existiera ese universo invulnerable a los destructivos poderes del tiempo; pero era un helado museo de formas petrificadas, aunque fuesen perfectas, formas regidas y quizá concebidas por el espíritu puro. Pero los seres humanos son ajenos al espíritu puro, porque lo propio de esta desventurada raza es el alma, esa región desgarrada entre la carne corruptible y el espíritu puro, esa región intermedia en que sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción, la esperanza y el sueño. Ambigua y angustiada, el alma sufre (cómo podría no sufrir!), dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del espíritu, vacilando perpetuamente entre la podredumbre y la inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino. Angustia y ambigüedad de la que en momentos de horror y de éxtasis crea su poesía, quesurge de ese confuso territorio y como consecuencia de esa misma confusión:un Dios no escribe novelas.

Dios no escribe novelas

Sí, tal vez existiera ese universo invulnerable a los destructivos poderes del tiempo; pero era un helado museo de formas petrificadas, aunque fuesen perfectas, formas regidas y quizá concebidas por el espíritu puro. Pero los seres humanos son ajenos al espíritu puro, porque lo propio de esta desventurada raza es el alma, esa región desgarrada entre la carne corruptible y el espíritu puro, esa región intermedia en que sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción, la esperanza y el sueño. Ambigua y angustiada, el alma sufre (¡cómo no podría no sufrir!), dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del espíritu, vacilando perpetuamente entre la podredumbre y la inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino. Angustia y ambigüedad de la que en momentos de horror y éxtasis crea su poesía, que surge de ese confuso territorio y como consecuencia de esa misma confusión: un Dios no escribe novelas

E.Sabato «Abbadon, el exterminador»

Dios no escribe novelas

Sí, tal vez existiera ese universo invulnerable a los destructivos poderes del tiempo; pero era un helado museo de formas petrificadas, aunque fuesen perfectas, formas regidas y quizá concebidas por el espíritu puro. Pero los seres humanos son ajenos al espíritu puro, porque lo propio de esta desventurada raza es el alma, esa región desgarrada entre la carne corruptible y el espíritu puro, esa región intermedia en que sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción, la esperanza y el sueño. Ambigua y angustiada, el alma sufre (¡cómo no podría no sufrir!), dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del espíritu, vacilando perpetuamente entre la podredumbre y la inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino. Angustia y ambigüedad de la que en momentos de horror y éxtasis crea su poesía, que surge de ese confuso territorio y como consecuencia de esa misma confusión: un Dios no escribe novelas

E.Sabato «Abbadon, el exterminador»

Golpe de realidad

Entre las cosas de las que nos está convenciendo el calor es de que la realidad se manifiesta a golpes y por completo, de un modo que excluye los libros, las interpretaciones, las filosofías. Esos son los caminos largos, pero no el de los poetas, los amantes o los borrachos. El sabio, dice el Tao, recorre su senda y disfruta de todo sin poseer nada. 
La Realidad es el cadáver en la plaza vacía de El Cairo, los pescadores pidiendo «Gibraltar español» mientras sus hospitales y escuelas son vendidas a magnates con cuentas millonarias en Suiza. La verdad son las cloacas llenas de reptiles, los sueños fracasados, las erecciones secretas en medio de la noche. La filosofía da vueltas en torno a la verdad, como un perro desquiciado. Tienen un método y tienen fe, pero les falta pureza. Y también comprender que, para vivir, la esperanza es más importante que la Verdad.
Entre las cosas de las que nos está convenciendo el calor se encuentra la seguridad de que nada cambiará hasta que no mueran los viejos dioses y creemos una nueva metafísica, una nueva ley moral que no confunda valor y precio, consumo y felicidad, fragmentación y biografía, disolución y vida.  

Cuando ella era buena – Philip Roth

Después de años comprando y almacenando, por recomendación, libros de Philip Roth por fin he leído un libro del autor estadounidense: «Cuando ella era buena». Al parecer, su segunda novela. Al parecer, escrita con treinta y cuatro años. Al parecer, si no me equivoco, una jodida maravilla.
Uno sabía, y eso era lo que más me repelía, que las obras de Roth vienen marcadas por el costumbrismo, aunque sea un costumbrismo ácido, crítico o tan real que es peor que una crítica. La idea no era nueva ni en los sesenta, cuando fue escrita esta novela. «Dublineses», de Joyce, cabalga por los mismos prados, aunque con una diferencia: donde Joyce es pura objetividad, retrato fiel (tan fiel que asusta), Roth añade psicología, subjetividad, paseos de la mano de los protagonistas y de sus más superficiales (no es que baje hasta el fondo del pozo. Tampoco hace falta) miserias y deseos. 
Por resumir: Lucy Nelson es una joven con un padre alcohólico. Lucy Nelson sueña con reformar a su padre y, de paso, a todo el género humano. Lucy Nelson no conforma con aceptar que las personas son como son, sino que tiene fe en la voluntad y considera que aquel que no cambia es porque no quiere. Además, también tiene bastante fe en su visión del bien y del mal y no se explica cómo lo demás no lo ven tan claro y, sobre todo, por qué eligen lo que parece malo conociendo lo que es bueno. Es decir, Lucy estaría del lado de Sócrates y su conocer el bien es lo mismo que practicarlo, mientras que el resto de la humanidad, realistas ellos, estarían con Horacio y su conozco el bien y lo apruebo, pero hago el mal. O algo así. Porque en realidad, el exceso de piedad y buenismo de Lucy acaba siendo tan macabro y teniendo peores resultados que las mínimas maldades del resto, que tampoco son tantas ni tan atroces como Lucy cree.
Por otro lado, Lucy cree que como mujer tiene los mismos derechos que los hombres, pero acaba exigiendo a estos que se comporten como se espera de ellos en un mundo patriarcal. Igualmente, su marido Roy se cree muy hombre, pero no es más que un niño llorón. Julian y Papá Will, por su parte, se creen pilares de la comunidad, pero uno es un putero y el otro un pusilánime. Todos, en suma, creen tener la verdad, pero están tan perdidos como los que asumen no tener ni puñetera idea de nada. La comunidad parece respetable y segura, pero como todas, esconde infidelidades, malos tratos, engaños y traumas infantiles.
Lo mejor es que Roth no presenta todo esto así, bajo una óptica explicativa ni con fines pedagógicos (que podría haber estado tentado), sino como unos hechos que ocurren, que se cuentan, que están ahí y que no pueden ser de otra forma. Y saque usted las conclusiones, parece decir, y a mí no me pregunte nada que yo no soy quién para juzgar. Es por esto que uno, sin guía, tiene que fiarse de sus propios instintos y conocimientos para saber (y al final no saber) si es más digna de simpatía la pobre Lucy, su vago padre, el bueno de Papá Will o todos y ninguno a la vez.
En fin: una buena novela. Una gran novela. Y sí, habrá que leer más de Philip Roth.