En el fondo…

…hace mucho que no se inventa nada. Todo este supuestamente nuevo escribir fragmentario o sobre escritores que escriben y lo que escriben (mezclando, a veces torpemente, supuesta realidad y supuesta ficción) ya estaba en el Sabato de «Abbadon», en el Durrell del «Quinteto» y hasta, de algún modo, en Henry Miller, ese padre todopoderoso de esta otra moda que ahora tenemos que sufrir: la de la ficcionalización de la propia vida, la de la biografía hecha material literario. Que lean «Sexus», «Nexus», «Plexus» y después, si consiguen cerrar la boca —y todavía creen que su vida de medio pelo es lo suficientemente interesante— que se narren a sí mismos. En el fondo, es narcisismo exasperante. Como el querer aparecer en la portada de las revistas. Como el perseguir las entrevistas o el buscarse polémicas para que hablen de uno. Todo ego-basura, todo vanitas vanitatis. Nada de misterio o de oscuridad en torno a los motivos que los llevan a ponerse delante del ordenador a juntar letras. Se creen geniales y anhelan el aplauso que como tal les corresponde. Pero luego, un aplauso es poco (y hoy nada dura mucho) y la mayoría termina haciéndose tertuliano político para aparecer en la televisión a diario. Y, por supuesto, después nos cuentan sus andanzas de plató —tontas, vacuas— en una nueva novela.

En el fondo…

…hace mucho que no se inventa nada. Todo este supuestamente nuevo escribir fragmentario o sobre escritores que escriben y lo que escriben (mezclando, a veces torpemente, supuesta realidad y supuesta ficción) ya estaba en el Sabato de «Abbadon», en el Durrell del «Quinteto» y hasta, de algún modo, en Henry Miller, ese padre todopoderoso de esta otra moda que ahora tenemos que sufrir: la de la ficcionalización de la propia vida, la de la biografía hecha material literario. Que lean «Sexus», «Nexus», «Plexus» y después, si consiguen cerrar la boca —y todavía creen que su vida de medio pelo es lo suficientemente interesante— que se narren a sí mismos. En el fondo, es narcisismo exasperante. Como el querer aparecer en la portada de las revistas. Como el perseguir las entrevistas o el buscarse polémicas para que hablen de uno. Todo ego-basura, todo vanitas vanitatis. Nada de misterio o de oscuridad en torno a los motivos que los llevan a ponerse delante del ordenador a juntar letras. Se creen geniales y anhelan el aplauso que como tal les corresponde. Pero luego, un aplauso es poco (y hoy nada dura mucho) y la mayoría termina haciéndose tertuliano político para aparecer en la televisión a diario. Y, por supuesto, después nos cuentan sus andanzas de plató —tontas, vacuas— en una nueva novela.

Filípica

Me aburre vuestro exhibicionismo. Me aburre esa necesidad que tenéis, chavales, de presumir de lo que probáis o no probáis para sobrellevar la vida. Me aburre que esa vida os aburra y no se os ocurra nada. Si alguna vez la estética de la posmodernidad tuvo sentido hoy, en plena crisis, vuestro spleen, vuestro hedonismo de suplemento dominical, vuestro combinado de marxismo con Steve Jobs, apesta, repugna, produce ganas de vomitar.
Lo que necesitamos no son novelas sobre los efectos del trankimazín, relatos acerca de los perdidos que estáis porque no hay futuro, nuevas revelaciones sobre el cómo o el por qué de una noche de sexo. Lo que necesitamos es vida, preguntas, caminos que penetren en la niebla y permitan a sus viajeros regresar con algo, sea un sonrisa o un gesto marcado por el horror. Lo que necesitamos es literatura.
Escribir como si Breston Ellis, Foster Wallace o Pynchon hubieran inventado el oficio e ignorar (¡deliberadamente!) a Borges, Sábato, Onetti, Vallejo, Benet o Machado (por citar sólo unos pocos de los que de verdad han cambiado la literatura en castellano) supone destrozar la vida no vuestra, sino de vuestros lectores, de los que acuden a vosotros muertos de sed (porque sois los suyos, los jóvenes) y sólo encuentran polvo, ruinas, poses para salir bien en la portada de El País Semanal. 
Y me da rabia tener que decir esto, porque no me gusta opinar sobre qué hacen o no hacen otros en este mundillo donde antes o después te acaban dando por amortizado y arrojando a la cuneta. Porque jamás quise (y sigo sin querer) participar en el intercambio de debates, palmaditas en la espalda, citas y favores. Porque me interesa la literatura, pero no sus páramos de egos, royalties y luchas fratricidas. Pero es que roza el absurdo que estemos dándoles siempre vuelta a los mismos nombres, a  los mismos tópicos, a las mismas ideas. Sin aportar nada salvo ese barniz de modernidad cada vez más fino y menos lustroso. Cuando lo que deberíamos aprender de Ellis, Wallace, Pynchon, como de otros grandes escritores es, precisamente, que, como dijo Ortega, «en el arte toda repetición es nula». Y que hay que esforzarse en abrir nuevos caminos o callar. 
No lo digo como escritor (para dar lecciones estoy yo), sino como lector insatisfecho, como joven sin referentes entre los de su generación, como persona dispuesta a dejarse unos cuantos euros en libros, pero que no encuentra nada que comprar entre lo que le ofrece la mesa de novedades.
El libro no está muerto. La literatura no está muerta. No lo estuvo ni cuando quedó reducida a un oscuro oficio de amanuenses. Pero ambos están agonizantes. Está en nuestras manos que no se produzca el colapso.