Escribir o error

Puede que sí, que a uno le frustre, de vez en cuando, esa pelea para nada, ese dar forma a una historia para que al final lo lean sólo cuatro y todos parientes. Lo admito, hay ocasiones en que uno se pregunta por qué y para qué y de nada le sirve la respuesta romántica del «placer de escribir para sí mismo». Hay días en que uno desea ser escritor como desea que la vida tenga un sentido o que le toque la lotería: simplemente, porque todo sería más fácil.
Pero hay, como dice el bueno de Cohen, un rayo de luz en cada palabra y eso es, casi siempre, un consuelo. Y me das lástima si nunca lo has sentido, si te has preocupado tanto de si Babelia, de si Mondadori, de si las traducciones, que has olvidado que lo importante de la vida, por encima incluso de la escritura, es la propia vida. Que esto no va, o no debería ir, de prestigio, fama o número de ejemplares vendidos. Que eso es meterse en una rueda en la que muchos giran, pero pocos entienden. Que esto va, o debería ir, de qué hacemos con nuestras horas, de hasta qué punto nos sometemos a esa esclavitud a la que llaman trabajo, seriedad, responsabilidad, ciudadanía. Esto va, definitivamente, de hasta qué profundidad caemos en la trampa.
Y luego escribimos, claro. Por la misma razón por la que corremos hacia unas mujeres y no hacia otras, por la misma causa por la que leemos, follamos o vamos al baño cada mañana. Porque esa necesidad forma parte de nuestro ADN, de nuestra naturaleza, y aunque quisiéramos no sabríamos hacer otra cosa mejor.
Leo a Henry Miller, en «la crucifixión rosa» (Sexus, Plexus, Nexus). Lo veo vivir, saltar de acá para allá, regentar tabernas ilegales, dar sablazos, vagabundear, dormir en la cárcel, follar como un loco, caminar al Sur sin un puto centavo….el bueno y viejo Miller. Él sabía bien de qué iba este negocio al que llamamos vida.
Luego le entró la prisa por escribir, por cobrar este o aquel adelanto, por ser leído. ¡Por supuesto que le entró! Sólo hay que leer su correspondencia con Durrell para darse cuenta de hasta qué punto aquel hombre lúcido y ácrata necesitaba, también, de la aprobación de los otros, de los hipotéticos lectores.
Pero antes había estado la vida. Y después continuó la vida (en, por ejemplo, «La pesadilla del aire acondicionado»). Escribir era un impulso natural en él como lo era la sexualidad sin culpa o cierta alegría desesperada. 
Y en cambio, aquí estamos nosotros, desvergonzados escritores del siglo XXI, soñando ya con la estatua que nos pondrán un día, incapaces de vivir, soñando sólo con un prestigio que nunca llegará porque, no nos engañemos, el mundo ya no guarda prestigio para los juntaletras. Se lo han quedado todo los actores y los cantantes, los futbolistas y las presentadoras de informativos polioperadas. Lo que se espera de nosotros es que no demos mucha guerra, que no señalemos muy iracundamente, que hagamos el amor con las palabras sin gritos ni extravagancias. Lo que se espera de nosotros, ya lo digo, es un poco de entretenimiento entre el partido de fútbol y la serie de televisión. 
¡Y qué libertad da eso!

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