Henry Miller "Una pesadilla con aire acondicionado"

«Esta frenética actividad que nos tiene a todos agarrados, ricos y pobres, débiles y poderosos, ¿a dónde nos está llevando? Hay dos cosas en la vida que yo creo que todos los hombres ansían y muy pocos consiguen (pues ambas pertenecen al ámbito de lo espiritual) y son la salud y la libertad. El farmacéutico, el médico, el cirujano son incapaces de proporcionar salud; el dinero, el poder, la seguridad, la autoridad, no dan libertad. La educación nunca proporcionará sabiduría, ni las iglesias religión, ni la seguridad paz»

Henry Miller «Una pesadilla con aire acondicionado»

Henry Miller "Una pesadilla con aire acondicionado"

«Esta frenética actividad que nos tiene a todos agarrados, ricos y pobres, débiles y poderosos, ¿a dónde nos está llevando? Hay dos cosas en la vida que yo creo que todos los hombres ansían y muy pocos consiguen (pues ambas pertenecen al ámbito de lo espiritual) y son la salud y la libertad. El farmacéutico, el médico, el cirujano son incapaces de proporcionar salud; el dinero, el poder, la seguridad, la autoridad, no dan libertad. La educación nunca proporcionará sabiduría, ni las iglesias religión, ni la seguridad paz»

Henry Miller «Una pesadilla con aire acondicionado»

Un vagabundo toca con sordina – Knut Hansum

Se pasea uno este otoño por los libros de Hamsun como por una tierra conocida y querida. La tierra de Miller, de Gorki. El paisaje de los vagabundos. Un vagabundo toca con sordina cuando llega al medio siglo, dice Hamsun y me pregunto si fue esa debilidad o cierto ego reprimido durante años lo que llevó al escritor noruego a enviarle a Goebbels su medalla del Premio Nobel, a buscar a Hitler y entrevistarse con él, a aclamar en los periódicos a quien, para él, era un liberador y un gran soldado. Y lo hizo él, el vagabundo, el hombre que al final de un libro maravilloso escribió los párrafos que copio abajo, más maravillosos aún, sabios a su pesar.
Un escritor vivo y vivificante, artista por lo que de única tenía su visión del mundo, libre, aunque conservador, es verdad, en muchas de sus actitudes sociales (ciertas palabras sobre los negros en su primer libro ya anunciaban lo que se confirmó medio siglo después). ¿Qué viste en el nazismo, Hamsun?, me pregunto. ¿Por qué te borraste así de la Historia de la Literatura, donde te habías ganado un puesto más que merecido?
No querías ser sabio, querías vivir, experimentar y no llegar a saber nada. Tal vez te pudo la fanfarria de la guerra, la última gran experiencia, la única que te quedaba después de haber viajado a américa, de haber vivido en la alta sociedad, de haberte retirado al campo. Tal vez… qué coño, no lo sé, no sé qué pudo ocurrirte, qué pudiste pensar. Nos quedan tus libros. Olvidaremos tu vida o lo intentaremos. Te seguiremos queriendo como a un viejo loquito…

Aunque no estabas loco, tú mismo quisiste dejarlo claro con tu último libro, aquel «Por senderos que la maleza oculta». Hiciste lo que hiciste con conciencia y cordura, en uso, como siempre, de tu poderosa libertad. Hiciste lo que hiciste y lo que hiciste fue defender, con tu magnífica palabra, las atrocidades del régimen Nazi. Y me repugna y me digo que ojalá te hubieras quedado en tu cabaña del campo, vagabundeando, sin asomarte ni a la ciudad ni a la política.

Y te odio por demostrarme, una vez más, que no hay héroes ni líderes, que estamos solos. Y que somos, todos, malvados y mezquinos.

Mi inocencia se resquebraja un poco más.

Releo «Un vagabundo toca con sordina», he leído ya «Bajo las estrellas de otoño», camino, sin prisa, hacia «la última alegría». Leo esas traducciones viejas y malas que, dicen los expertos, nunca hay que leer. Y a lo mejor tienen razón, pero últimamente yo también soy un poco vagabundo, también leo sentado en una roca, bajo el frío del otoño y me digo que, tal vez, no te hubiera importado. No tengo mucho dinero y pienso en ti con ternura, Knut, sólo un segundo antes de cerrar el libro y maldecirte.

Por haberme dejado huérfano de nuevo, como cada vez que te leo y me encandilas, para recordarme de inmediato (no tú, ¡yo!) que fuiste un palmero de Hitler, un admirador y un vasallo del mayor criminal de la historia.

Me quedo con tus libros, aunque sean mal traducidos. Te sigo odiando un poco… 

Un vagabundo toca con sordina cuando llega al medio siglo

Entonces toca con sordina. Podría expresar este pensamiento de la manera siguiente: «Cuando se llega demasiado tarde en otoño al bosque en que crecen los frutos… ¡bueno!, se ha llegado demasiado tarde. Y si un día uno se halla en disposición de mostrarse satisfecho y de reventar de alegría ante la vida, no se lo censuréis. Por otra parte, está fuera de duda que se necesita cierto grado de inanidad cerebral para vivir en una satisfacción permanente de sí mismo y de todo. Pero todo el mundo ha tenido buenos momentos. El condenado a quien, sentado en la carreta que le lleva al patíbulo, molesta un clavo en el asiento, cambia de sitio y se encuentra mejor. Es absurdo que un capitán ruegue a Dios que le perdone… como él ha perdonado a Dios. Es pura majaradería. Un vagabundo no encuentra todos los días alimento y bebida, trajes, zapatos, techo y lumbre preparados para sus necesidades, y si le falta esa esplendidez, experimenta un sufrimiento exactamente igual a la privación. Si una cosa no marcha, otra se arregla. Pero si la otra tampoco se arregla, no se trata de perdonar a Dios, sino de aceptar la responsabilidad. Hay que arrimar el hombro al golpe de la desgracia; mejor dicho, el hombro ha de inclinarse a este golpe. Produce algún dolor en la carne y en la sangre, y encanece el cabello; pero un vagabundo no deja de dar las gracias a Dios por una vida que, después de todo, fue muy alegre».

He aquí como quisiera expresar este pensamiento. En realidad, ¿para qué tantas exigencias? ¿Qué se gana con ello? ¿Todas las cajas de bombones que un glotón puede desear? ¡Bueno! Pero ¿no habéis visto el mundo cada día y oído el murmullo del bosque? Daba su aroma el jazmín con un bosquecillo de lilas, y alguien que yo conozco se estremecía de placer, no sólo por el aroma del jazmín, sino por cualquier cosa; una ventana iluminada, un recuerdo, un pormenor de la vida. Pero cuando le apartaron del bosquecillo de lilas, ya se había cobrado por anticipado el precio de aquel disgusto.

Y así es: sólo el favor de recibir la vida paga por adelantado todas las miserias de la vida, todas y cada una. No hay razón para creer que uno tiene derecho a recibir más bombones que aquellos que recibe. Un vagabundo se aleja de toda superstición. ¿Qué es lo que pertenece a la vida? Todo. Pero ¿qué es realmente tuyo? ¿La celebridad es tuya? Dinos por qué. No debe uno aferrarse a lo suyo: es demasiado cómico, y un vagabundo se ríe de aquello que es demasiado cómico. Recuerdo a cierto individuo que no podía renunciar a lo suyo: puso leña en la chimenea a mediodía y no consiguió hacerla arder hasta la noche. Y no pudo decidirse a alejarse del calor para ir a acostarse, sino que continuó allí, empeñado en sacarle utilidad, hasta la hora en que los demás empezaron a levantarse. Era un autor noruego, un autor de obras teatrales.

He vagabundeado mucho en otro tiempo, y ahora me siento imbécil y desilusionado. Pero no tengo la perversa creencia senil de ser más sabio que antes. Y además, espero que nunca sabré nada. Es un signo de decrepitud. Cuando le doy gracias a Dios por la vida, no se las doy por la mayor madurez que haya alcanzado con la edad, sino porque siempre tuve la alegría de vivir. La edad no da madurez alguna; la edad no trae más que la vejez.

Knut Hamsun «Un vagabundo toca con sordina»

Gorki: existencialista y vagabundo

Leí el mes pasado una decena de cuentos de Gorki. Cuentos sobre vagabundos, sobre obreros pobres y humillados, sobre un mundo donde la esclavitud había terminado ayer, pero los hombres seguían viviendo y siendo tratados como bestias. Cuentos narrados por un tipo que no hablaba de oídas, que era todo experiencia y que, precisamente, da lo mejor de sí mismo cuando encara obras en primera persona: cuando conoce bien lo que cuenta porque lo que está contando son las heridas de sus entrañas.
Así ocurre en cuentos como «Konovalov» y «El primer amor», quizás dos de los mejores relatos del libro. Al primero pertenece esta cita, que pertenece a un rufián inculto, depresivo y borrachín:

-Bueno, y con toda razón -continuó explicando la psicología de los escritores- se les debe distinguir por eso. ¿Verdad que sí? Porque ellos comprenden más que los otros y les señalan a los demás las diferentes anormalidades. Y ahora, vamos conmigo. ¿Qué soy yo, por ejemplo? Un vagabundo descalzo y desnudo, un borrachín, un chiflado. Mi vida no tiene disculpa. ¿Para qué vine yo al mundo, a quién le hago falta mirándolo bien? No tengo hogar, ni mujer, ni hijos y ni siquiera ganas de tenerlos. Vivo, echo de menos… ¿Para qué? No se sabe. Me falta un camino dentro de mí, ¿comprendes? ¿Cómo lo diría yo? No tengo en el alma esa chispilla que da… ¿fuerza quizás? Bueno, me falta una cosa, ¡y eso es todo! ¿Me entiendes? Y vivo  y busco esa cosa y la echo de menos, aunque no sé lo que es…

Ese tono meditativo, profundo, existencial, es una de la señas de identidad de Gorki. La vida ha de tener un sentido, todos lo sienten, pero nadie parece capaz de asirlo. Un cuento paradigmático en ese sentido es «la vieja Izerguil». Las tres partes de la obra presentan tres caminos posibles para cada persona. La primera parte es la leyenda de Larra, el proscrito. Larra es el hombre superior de Nietzsche, de Raskolnikov; es el hombre que se siente y se sabe superior y por eso desprecia al resto y busca la soledad: se apropia de lo que quiere y considera que no hay ley superior a su libertad, a la moral que él decida imponerse. El cuento, sin embargo, moraliza que no hay mayor desgracia para ese tipo de hombres que su propia soledad: y por eso el resto de la comunidad no castiga ni mata a Larra, porque su soledad es la más grande de las condenas. La segunda parte es la historia de la propia Izeguil, narradora de la leyenda de Larra. Izeguil cuenta cómo ha sido su vida, cómo saltó de hombre en hombre, de cama en cama, de aventura en aventura. Izeguil es la personificación del hedonismo, del carpe diem. Izeguil buscó el sentido en el vivir sólo para uno mismo, como Larra, pero sin conciencia de superioridad, simplemente acechando la inmediatez del placer y sin considerar, con mesura, qué males posteriores podrían traerle esos placeres. El resultado es una vejez sin gloria, donde nada se ha conseguido salvo la memoria y el dolor por todo lo perdido: la nostalgia de saber que nunca se volverá a ser joven. El tercer relato es, o parece, la apuesta de Gorki: es el relato del corazón de Danko. Echado de sus tierras, un pueblo entero sigue a Danko bosque a través; no se ve nada y las tinieblas asustan a los hombres y les hace pelear entre ellos: muchos desean volver, otros casi enloquecen. Entonces, Danko se saca el corazón del pecho y con él ilumina la marcha de su pueblo. Cuando consigue llevarlos a tierra segura, muere. La moraleja es clara: no hay mayor gloria que sacrificarse por el bien de la comunidad, del pueblo.
Esa opción de Danko fue la de Gorki. No sabemos si eso lo hizo mejor escritor. En todo caso, desde nuestra óptica (determinada, claro, por una cultura individualista) los mejores relatos parecen aquellos en los que, precisamente, Gorki se muestra más extrañado, más ajeno al mundo que lo rodea. El artista, nos parece, asoma mejor cuando, en lugar de tratar de contener en sí al pueblo, se rebela contra ese pueblo y acecha el mundo con su mirada única, diferente, excepcional. El artista es más claro en la duda y en las preguntas que en las certidumbres: es o parece mejor el Gorki que busca el sentido que el que cree haberlo encontrado ya. También a Konoválov pertenece, por ejemplo, esta cita:

Y sin embargo, en aquellos tiempos (los de la servidumbre) se podía vivir. Libremente. Había dónde ir. Mientras que ahora no hay más que silencio y resignación… si se mira desde fuera, la vida hasta se ha vuelto completamente pacífica. Libritos, ilustración… Pero, de todos modos, el hombre vive sin defensa y nadie se preocupa de él. Le está prohibido pecar, pero no pecar es imposible… Por eso en las calles hay orden, pero las almas están perturbadas. Y nadie puede comprender a nadie. 

También el Gorki psicologista, el Gorki conocedor de los abismos de la conciencia tiene pulso de artista. Cuando olvida lo social y se acerca a lo vital o metafísico, Gorki no tiene nada que envidiar a los mejores maestros. Al contrario, se convierte él mismo en maestro. Un primer ejemplo, esta cita de su relato «veintiséis y una», un relato biográfico sobre su vida de panadero, consistente en vivir todo el día en la tahona, al calor sofocante del horno, rodeado de otros veinticinco hombres y con la visita ocasional de Tania, la Una, la Esperanza que los mantiene vivos:

Hay gente para quien lo más valioso o lo mejor de la vida es una enfermedad de su alma o de su cuerpo. Viven toda su vida por ella y para ella; sufren por ella y de ella se nutren, se quejan de ella a los demás y atraen así la atención a sus semejantes. Por eso la gente les paga tributo de compasión y aparte de ello no tienen nada. Si se les quita esa enfermedad, si se les cura, se sienten infelices, porque se les priva de su único medio de vida y quedan vacíos. A veces, la vida del hombre es tan indigente, que, quiéralo o no, se ve obligado a apreciar su vicio y a vivir de él. Hay que decir que a veces la gente es viciosa por culpa del aburrimiento.

Aunque el cénit de profundización psicológica y especulativa de Gorki lo alcanza cuando se refiere a sí mismo, como en este párrafo de «El primer amor», un relato maravilloso, por más cursi que suene la palabra. Un relato que es un milagro y en el que se adelantan ya algunos caminos que luego serán muy seguidos, entre otros, por autores como Henry Miller, que podía haber firmado, perfectamente, este párrafo:

Yo mismo comprendía que todo lo que decía no era todavía yo, sino algo en lo que erraba como un ciego. Debía encontrarme a mí mismo en la abigarrada mezcolanza de impresiones y aventuras vividas por mí, pero no sabía hacerlo, temía hacerlo. ¿Quién era yo? ¿Qué era? Este interrogante me inquietaba. Estaba encolerizado con la vida, que me había empujado ya a cometer la ultrajante estupidez de intentar suicidarme. No comprendía a la gente, su existencia se me antojaba injustificada, necia y sucia. Fermentaba en mí la sutil curiosidad del hombre que necesita escudriñar todos los rincones oscuros de la vida, las honduras de todos sus secretos, y, a veces, me sentía capaz de cometer un crimen por curiosidad: estaba dispuesto a matar para saber qué sería luego de mí.

Hay que leer a Gorki. Y aprender. 

Vida sin centro

Pero mi vida carece de centro, y flota, temblorosa, entre muchas hileras de polos y polos opuestos. Nostalgia del hogar de aquí, nostalgia de peregrinar allí. ¡Urgencia de soledad y vida monacal aquí!, ¡Ansia de amor y solidaridad allí! He cultivado la voluptuosidad y el vicio, y los he abandonado para practicar el ascetismo y la mortificación. He respetado la vida como sustancia, y he llegado a no poder reconocerla y amarla más que como función.
Pero no es asunto mío hacerme diferente de lo que soy. Quien busca el milagro, quien quiere atraerlo y ayudarlo, solo consigue alejarse de él. Mi misión es flotar entre muchas alternativas tensas y estar dispuesto cuando el milagro corre hacia mí. Mi misión es estar insatisfecho y sufrir desasosiego.

H. Hesse «el caminante»

Ernesto Sabato y la metafísica (una aproximación)

La existencia es trágica por su radical dualidad, por pertenecer a la vez al reino de la naturaleza y al reino del espíritu: en tanto que cuerpo somos naturaleza y, en consecuencia, perecederos y relativos; en tanto que espíritu participamos de lo absoluto y la eternidad. El alma tironeada hacia arriba por nuestra ansia de eternidad y condenada a la muerte por su encarnación, parece ser la verdadera representante de la condición humana y la auténtica sede de nuestra infelicidad. Podríamos ser felices como animal o como espíritu puro, pero no como seres humanos.

La anterior cita pertenece a Ernesto Sábato y está extraída de uno de los artículos que componen «El escritor y sus fantasmas», aunque lo mismo podría haber formado parte de «Abbadón, el exterminador», su tercera y última novela, donde fábula, biografía, Historia y ensayo se unen en un todo que busca indagar no sólo el límite de la novela, sino sobre todo, y de ahí la cita, del alma humana.
De hecho, la cita resume muy bien las tres tentativas novelísticas de Sabato: «El túnel», «Sobre héroes y tumbas» y «Abbadón». Todas ellas son una investigación, cada vez más consciente, sobre lo que el autor argentino llamó «El hombre en crisis»: el hombre despertado del sueño del racionalismo por la segunda Guerra Mundial. Una crisis que, en lo espiritual, llega hasta hoy y a la que todavía no hemos encontrado salida.
La obra de Sabato es, entonces, metafísica. Rozando a veces lo esotérico, es decir, las regiones en las que el alma, un poco más liberada de su carnalidad, se topa con fenómenos inexplicables racionalmente. Fenómenos que, añadiría Sabato, no tienen por qué ser explicables ya que las leyes que rigen para la matería no tienen por qué regir para el espíritu.
El hombre de Sabato es un hombre que no sólo se pregunta por qué o para qué existe, sino que lamenta, a veces, su existencia (aunque, por otro lado, ame la vida, esta vida), pues se halla tironeado por un lado por su cuerpo, hacia la materia y por otro, hacia su espíritu. Y por eso, a veces, como el propio Sabato busca el mundo de la luz y de la ciencia, pero en otras ocasiones, como Fernando Vidal Olmos o Alejandra, su hija, necesita meterse hasta las orejas en la oscuridad, en lo demoniaco, en lo inexplicable e irracional (o arracional).
Todas sus obras son un avance, a ciegas, por ese espacio del alma, por esa búsqueda de sentido del hombre dividido, partido en dos por las necesidades y los gozos de la materia y los goces y debilidades del espíritu. Y también por su sociedad, por su historia, por eso que se llaman Circunstancias y que aparecen siempre en las obras de Sabato, y él así lo explica, como algo inevitable pues el hombre, ningún hombre, se desarrolla en el vacío: y por ello toda novela, incluso las que lo ocultan (y precisamente por ello) son políticas.
Este otro párrafo de «Abbadón» describiría muy bien su pensamiento y puede ser otro perfecto resumen de lo que se puede encontrar en la obra de un Sabato últimamente olvidado cuando no menospreciado, pese a haber adelantado caminos y formas que aún hoy siguen resultando inquietantes, rompedores y maravillosos.

Y tarde o temprano aquel universo incorruptible concluía pareciéndole un triste simulacro, porque el mundo que para nosotros cuenta es éste de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego,este amor, esta espera de la muerte; el único que nos ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de la mano que amamos, una mirada destinada a la podredumbre pero nuestra: caliente y cercana, carnal.Sí, tal vez existiera ese universo invulnerable a los destructivos poderes del tiempo; pero era un helado museo de formas petrificadas, aunque fuesen perfectas, formas regidas y quizá concebidas por el espíritu puro. Pero los seres humanos son ajenos al espíritu puro, porque lo propio de esta desventurada raza es el alma, esa región desgarrada entre la carne corruptible y el espíritu puro, esa región intermedia en que sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción, la esperanza y el sueño. Ambigua y angustiada, el alma sufre (cómo podría no sufrir!), dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del espíritu, vacilando perpetuamente entre la podredumbre y la inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino. Angustia y ambigüedad de la que en momentos de horror y de éxtasis crea su poesía, quesurge de ese confuso territorio y como consecuencia de esa misma confusión:un Dios no escribe novelas.

Ernesto Sabato y la metafísica (una aproximación)

La existencia es trágica por su radical dualidad, por pertenecer a la vez al reino de la naturaleza y al reino del espíritu: en tanto que cuerpo somos naturaleza y, en consecuencia, perecederos y relativos; en tanto que espíritu participamos de lo absoluto y la eternidad. El alma tironeada hacia arriba por nuestra ansia de eternidad y condenada a la muerte por su encarnación, parece ser la verdadera representante de la condición humana y la auténtica sede de nuestra infelicidad. Podríamos ser felices como animal o como espíritu puro, pero no como seres humanos.

La anterior cita pertenece a Ernesto Sábato y está extraída de uno de los artículos que componen «El escritor y sus fantasmas», aunque lo mismo podría haber formado parte de «Abbadón, el exterminador», su tercera y última novela, donde fábula, biografía, Historia y ensayo se unen en un todo que busca indagar no sólo el límite de la novela, sino sobre todo, y de ahí la cita, del alma humana.
De hecho, la cita resume muy bien las tres tentativas novelísticas de Sabato: «El túnel», «Sobre héroes y tumbas» y «Abbadón». Todas ellas son una investigación, cada vez más consciente, sobre lo que el autor argentino llamó «El hombre en crisis»: el hombre despertado del sueño del racionalismo por la segunda Guerra Mundial. Una crisis que, en lo espiritual, llega hasta hoy y a la que todavía no hemos encontrado salida.
La obra de Sabato es, entonces, metafísica. Rozando a veces lo esotérico, es decir, las regiones en las que el alma, un poco más liberada de su carnalidad, se topa con fenómenos inexplicables racionalmente. Fenómenos que, añadiría Sabato, no tienen por qué ser explicables ya que las leyes que rigen para la matería no tienen por qué regir para el espíritu.
El hombre de Sabato es un hombre que no sólo se pregunta por qué o para qué existe, sino que lamenta, a veces, su existencia (aunque, por otro lado, ame la vida, esta vida), pues se halla tironeado por un lado por su cuerpo, hacia la materia y por otro, hacia su espíritu. Y por eso, a veces, como el propio Sabato busca el mundo de la luz y de la ciencia, pero en otras ocasiones, como Fernando Vidal Olmos o Alejandra, su hija, necesita meterse hasta las orejas en la oscuridad, en lo demoniaco, en lo inexplicable e irracional (o arracional).
Todas sus obras son un avance, a ciegas, por ese espacio del alma, por esa búsqueda de sentido del hombre dividido, partido en dos por las necesidades y los gozos de la materia y los goces y debilidades del espíritu. Y también por su sociedad, por su historia, por eso que se llaman Circunstancias y que aparecen siempre en las obras de Sabato, y él así lo explica, como algo inevitable pues el hombre, ningún hombre, se desarrolla en el vacío: y por ello toda novela, incluso las que lo ocultan (y precisamente por ello) son políticas.
Este otro párrafo de «Abbadón» describiría muy bien su pensamiento y puede ser otro perfecto resumen de lo que se puede encontrar en la obra de un Sabato últimamente olvidado cuando no menospreciado, pese a haber adelantado caminos y formas que aún hoy siguen resultando inquietantes, rompedores y maravillosos.

Y tarde o temprano aquel universo incorruptible concluía pareciéndole un triste simulacro, porque el mundo que para nosotros cuenta es éste de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego,este amor, esta espera de la muerte; el único que nos ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de la mano que amamos, una mirada destinada a la podredumbre pero nuestra: caliente y cercana, carnal.Sí, tal vez existiera ese universo invulnerable a los destructivos poderes del tiempo; pero era un helado museo de formas petrificadas, aunque fuesen perfectas, formas regidas y quizá concebidas por el espíritu puro. Pero los seres humanos son ajenos al espíritu puro, porque lo propio de esta desventurada raza es el alma, esa región desgarrada entre la carne corruptible y el espíritu puro, esa región intermedia en que sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción, la esperanza y el sueño. Ambigua y angustiada, el alma sufre (cómo podría no sufrir!), dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del espíritu, vacilando perpetuamente entre la podredumbre y la inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino. Angustia y ambigüedad de la que en momentos de horror y de éxtasis crea su poesía, quesurge de ese confuso territorio y como consecuencia de esa misma confusión:un Dios no escribe novelas.

Cuando ella era buena – Philip Roth

Después de años comprando y almacenando, por recomendación, libros de Philip Roth por fin he leído un libro del autor estadounidense: «Cuando ella era buena». Al parecer, su segunda novela. Al parecer, escrita con treinta y cuatro años. Al parecer, si no me equivoco, una jodida maravilla.
Uno sabía, y eso era lo que más me repelía, que las obras de Roth vienen marcadas por el costumbrismo, aunque sea un costumbrismo ácido, crítico o tan real que es peor que una crítica. La idea no era nueva ni en los sesenta, cuando fue escrita esta novela. «Dublineses», de Joyce, cabalga por los mismos prados, aunque con una diferencia: donde Joyce es pura objetividad, retrato fiel (tan fiel que asusta), Roth añade psicología, subjetividad, paseos de la mano de los protagonistas y de sus más superficiales (no es que baje hasta el fondo del pozo. Tampoco hace falta) miserias y deseos. 
Por resumir: Lucy Nelson es una joven con un padre alcohólico. Lucy Nelson sueña con reformar a su padre y, de paso, a todo el género humano. Lucy Nelson no conforma con aceptar que las personas son como son, sino que tiene fe en la voluntad y considera que aquel que no cambia es porque no quiere. Además, también tiene bastante fe en su visión del bien y del mal y no se explica cómo lo demás no lo ven tan claro y, sobre todo, por qué eligen lo que parece malo conociendo lo que es bueno. Es decir, Lucy estaría del lado de Sócrates y su conocer el bien es lo mismo que practicarlo, mientras que el resto de la humanidad, realistas ellos, estarían con Horacio y su conozco el bien y lo apruebo, pero hago el mal. O algo así. Porque en realidad, el exceso de piedad y buenismo de Lucy acaba siendo tan macabro y teniendo peores resultados que las mínimas maldades del resto, que tampoco son tantas ni tan atroces como Lucy cree.
Por otro lado, Lucy cree que como mujer tiene los mismos derechos que los hombres, pero acaba exigiendo a estos que se comporten como se espera de ellos en un mundo patriarcal. Igualmente, su marido Roy se cree muy hombre, pero no es más que un niño llorón. Julian y Papá Will, por su parte, se creen pilares de la comunidad, pero uno es un putero y el otro un pusilánime. Todos, en suma, creen tener la verdad, pero están tan perdidos como los que asumen no tener ni puñetera idea de nada. La comunidad parece respetable y segura, pero como todas, esconde infidelidades, malos tratos, engaños y traumas infantiles.
Lo mejor es que Roth no presenta todo esto así, bajo una óptica explicativa ni con fines pedagógicos (que podría haber estado tentado), sino como unos hechos que ocurren, que se cuentan, que están ahí y que no pueden ser de otra forma. Y saque usted las conclusiones, parece decir, y a mí no me pregunte nada que yo no soy quién para juzgar. Es por esto que uno, sin guía, tiene que fiarse de sus propios instintos y conocimientos para saber (y al final no saber) si es más digna de simpatía la pobre Lucy, su vago padre, el bueno de Papá Will o todos y ninguno a la vez.
En fin: una buena novela. Una gran novela. Y sí, habrá que leer más de Philip Roth. 

Vineland – Thomas Pynchon

Hay en Vineland un gusto claro por las situaciones absurdas y divertidas. Hay una crítica feroz, y no sólo a través de ese absurdo, hacia eso que llamamos contemporaneidad y que no es otra cosa que la sociedad despojada de toda inocencia, el campo de batalla ampliado, la pasta por la pasta. Hay, también, una apuesta narrativa arriesgada: un ir y venir del tiempo, un saltar de un personaje a otro, un narrador omnisciente que, sin embargo, de algún modo forma parte de la trama. Hay, en fin, una epopeya con sus horas de glorias, sus batallas perdidas, sus héroes y sus traidores. Y al final, ya lo hemos dicho, la inocencia perdida para siempre y, aun así, la necesidad de seguir viviendo o de aprender a vivir de nuevo. De construir. 
Vineland es, y esto es obvio, la cruz de una moneda cuya cara sería el tan publicitado sueño americano. La tierra de las libertades es aquí la tierra de la represión, Watchmen, 1984, el fanatismo republicano por la seguridad, lo peor de Nixon y lo peor de Reagan, la imposibilidad de fumarse un canutillo sin que alguien te espose y te meta treinta años en la cárcel. O, en el caso de Frenesí, de grabar la realidad sin que alguien intente utilizar tus vídeos y tu influencia como un arma.

Vineland – Thomas Pynchon

Hay en Vineland un gusto claro por las situaciones absurdas y divertidas. Hay una crítica feroz, y no sólo a través de ese absurdo, hacia eso que llamamos contemporaneidad y que no es otra cosa que la sociedad despojada de toda inocencia, el campo de batalla ampliado, la pasta por la pasta. Hay, también, una apuesta narrativa arriesgada: un ir y venir del tiempo, un saltar de un personaje a otro, un narrador omnisciente que, sin embargo, de algún modo forma parte de la trama. Hay, en fin, una epopeya con sus horas de glorias, sus batallas perdidas, sus héroes y sus traidores. Y al final, ya lo hemos dicho, la inocencia perdida para siempre y, aun así, la necesidad de seguir viviendo o de aprender a vivir de nuevo. De construir. 
Vineland es, y esto es obvio, la cruz de una moneda cuya cara sería el tan publicitado sueño americano. La tierra de las libertades es aquí la tierra de la represión, Watchmen, 1984, el fanatismo republicano por la seguridad, lo peor de Nixon y lo peor de Reagan, la imposibilidad de fumarse un canutillo sin que alguien te espose y te meta treinta años en la cárcel. O, en el caso de Frenesí, de grabar la realidad sin que alguien intente utilizar tus vídeos y tu influencia como un arma.