A Félix, en su cumpleaños

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

En los pueblos de Castilla se solía llamar tío a la persona mayor, no necesariamente familia, a quien se acudía en busca de consejo y sabiduría. Por eso, que nos firmaras tus libros como «el tío Félix» me pareció siempre un acierto. Porque si algo buscábamos en ti M. y yo era eso: consejo, sabiduría.

Pero también alegría. La que te sobraba en los últimos tiempos, cuando todavía no sabías que te morías y estabas escribiendo un libro que ahora yo tengo sobre la mesa sin saber muy bien qué hacer con él, por dónde comenzar a trabajar con él ni cuándo. Porque lo que debía de haber sido motivo de alegría para todos, se convirtió hace unos días en la última obra. Y me gustaría que ese libro, casi testamentario, que da fe de muchas de tus últimas obsesiones (¡y de la memoria, siempre la memoria!), se convirtiera en un bonito homenaje.

Hoy habrías cumplido 77 años. Te quedaste a la orilla. Dos días antes de que sonara el teléfono y Paca me contara lo que llevaba días esperando oír, escribí unos folios que ahora no puedo reproducir aquí: así de patéticos eran. Así de tanto anhelábamos que no se confirmara lo que, por fuerza de la naturaleza, había de confirmarse.

No sé. Me va a costar mucho reunir fuerzas y palabras para llegar algún día a expresar todo lo que te debemos, los empujones hacia adelante que nos diste, las manos amigas que nos tendiste, los buenos ratos que hemos pasado en tu casa y en la nuestra y que ahora me parece increíble que no vayan a volver a repetirse. Porque me parece increíble, Félix: saber que algún día llegaré a Alenza, saludaré a Paca con dos besos y al fondo del pasillo forrado de libros, sentado en el sillón, no estarás tú. Saber que ya no habrá más Cortázar, más Onetti, más Hector Rojas, más Abelardo, más Luis Rosales o más Maravall contigo.

Pero vale. No quiero convertir este recuerdo público en un llanto sin sentido. Te has ido. Y lo has hecho en silencio y con dignidad, tal y como querías. A nosotros nos quedan, si todo va bien, muchos años por delante para extrañarte. Lo acepto. No me gusta, pero lo acepto. Nos duele, pero lo aceptamos. Aunque ahora sea especialmente triste no tenerte al lado como ejemplo, bien sabes por qué.

En fin, felicidades, tío Félix. Aquí tienes a dos que no te olvidarán nunca. Volveremos a tus libros, a las fotos, a los recuerdos de las conversaciones porque, como bien nos enseñaste, la memoria y el ejemplo honrado de quienes nos precedieron son el mejor sostén que podemos tener. Y si algo fuiste tú siempre fue eso: un buen ejemplo; de honradez, de alegría y de humanismo; también de solidaridad y valentía.

Felicidades, Félix. Enciende una velita por nosotros, para seguir guiándonos. Y esta vez, perdóname la sintaxis. Con el dolor hay días que uno no puede ni con el boli…

A Félix, en su cumpleaños

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

En los pueblos de Castilla se solía llamar tío a la persona mayor, no necesariamente familia, a quien se acudía en busca de consejo y sabiduría. Por eso, que nos firmaras tus libros como «el tío Félix» me pareció siempre un acierto. Porque si algo buscábamos en ti M. y yo era eso: consejo, sabiduría.

Pero también alegría. La que te sobraba en los últimos tiempos, cuando todavía no sabías que te morías y estabas escribiendo un libro que ahora yo tengo sobre la mesa sin saber muy bien qué hacer con él, por dónde comenzar a trabajar con él ni cuándo. Porque lo que debía de haber sido motivo de alegría para todos, se convirtió hace unos días en la última obra. Y me gustaría que ese libro, casi testamentario, que da fe de muchas de tus últimas obsesiones (¡y de la memoria, siempre la memoria!), se convirtiera en un bonito homenaje.

Hoy habrías cumplido 77 años. Te quedaste a la orilla. Dos días antes de que sonara el teléfono y Paca me contara lo que llevaba días esperando oír, escribí unos folios que ahora no puedo reproducir aquí: así de patéticos eran. Así de tanto anhelábamos que no se confirmara lo que, por fuerza de la naturaleza, había de confirmarse.

No sé. Me va a costar mucho reunir fuerzas y palabras para llegar algún día a expresar todo lo que te debemos, los empujones hacia adelante que nos diste, las manos amigas que nos tendiste, los buenos ratos que hemos pasado en tu casa y en la nuestra y que ahora me parece increíble que no vayan a volver a repetirse. Porque me parece increíble, Félix: saber que algún día llegaré a Alenza, saludaré a Paca con dos besos y al fondo del pasillo forrado de libros, sentado en el sillón, no estarás tú. Saber que ya no habrá más Cortázar, más Onetti, más Hector Rojas, más Abelardo, más Luis Rosales o más Maravall contigo.

Pero vale. No quiero convertir este recuerdo público en un llanto sin sentido. Te has ido. Y lo has hecho en silencio y con dignidad, tal y como querías. A nosotros nos quedan, si todo va bien, muchos años por delante para extrañarte. Lo acepto. No me gusta, pero lo acepto. Nos duele, pero lo aceptamos. Aunque ahora sea especialmente triste no tenerte al lado como ejemplo, bien sabes por qué.

En fin, felicidades, tío Félix. Aquí tienes a dos que no te olvidarán nunca. Volveremos a tus libros, a las fotos, a los recuerdos de las conversaciones porque, como bien nos enseñaste, la memoria y el ejemplo honrado de quienes nos precedieron son el mejor sostén que podemos tener. Y si algo fuiste tú siempre fue eso: un buen ejemplo; de honradez, de alegría y de humanismo; también de solidaridad y valentía.

Felicidades, Félix. Enciende una velita por nosotros, para seguir guiándonos. Y esta vez, perdóname la sintaxis. Con el dolor hay días que uno no puede ni con el boli…

A Félix, en su cumpleaños

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

En los pueblos de Castilla se solía llamar tío a la persona mayor, no necesariamente familia, a quien se acudía en busca de consejo y sabiduría. Por eso, que nos firmaras tus libros como «el tío Félix» me pareció siempre un acierto. Porque si algo buscábamos en ti M. y yo era eso: consejo, sabiduría.

Pero también alegría. La que te sobraba en los últimos tiempos, cuando todavía no sabías que te morías y estabas escribiendo un libro que ahora yo tengo sobre la mesa sin saber muy bien qué hacer con él, por dónde comenzar a trabajar con él ni cuándo. Porque lo que debía de haber sido motivo de alegría para todos, se convirtió hace unos días en la última obra. Y me gustaría que ese libro, casi testamentario, que da fe de muchas de tus últimas obsesiones (¡y de la memoria, siempre la memoria!), se convirtiera en un bonito homenaje.

Hoy habrías cumplido 77 años. Te quedaste a la orilla. Dos días antes de que sonara el teléfono y Paca me contara lo que llevaba días esperando oír, escribí unos folios que ahora no puedo reproducir aquí: así de patéticos eran. Así de tanto anhelábamos que no se confirmara lo que, por fuerza de la naturaleza, había de confirmarse.

No sé. Me va a costar mucho reunir fuerzas y palabras para llegar algún día a expresar todo lo que te debemos, los empujones hacia adelante que nos diste, las manos amigas que nos tendiste, los buenos ratos que hemos pasado en tu casa y en la nuestra y que ahora me parece increíble que no vayan a volver a repetirse. Porque me parece increíble, Félix: saber que algún día llegaré a Alenza, saludaré a Paca con dos besos y al fondo del pasillo forrado de libros, sentado en el sillón, no estarás tú. Saber que ya no habrá más Cortázar, más Onetti, más Hector Rojas, más Abelardo, más Luis Rosales o más Maravall contigo.

Pero vale. No quiero convertir este recuerdo público en un llanto sin sentido. Te has ido. Y lo has hecho en silencio y con dignidad, tal y como querías. A nosotros nos quedan, si todo va bien, muchos años por delante para extrañarte. Lo acepto. No me gusta, pero lo acepto. Nos duele, pero lo aceptamos. Aunque ahora sea especialmente triste no tenerte al lado como ejemplo, bien sabes por qué.

En fin, felicidades, tío Félix. Aquí tienes a dos que no te olvidarán nunca. Volveremos a tus libros, a las fotos, a los recuerdos de las conversaciones porque, como bien nos enseñaste, la memoria y el ejemplo honrado de quienes nos precedieron son el mejor sostén que podemos tener. Y si algo fuiste tú siempre fue eso: un buen ejemplo; de honradez, de alegría y de humanismo; también de solidaridad y valentía.

Felicidades, Félix. Enciende una velita por nosotros, para seguir guiándonos. Y esta vez, perdóname la sintaxis. Con el dolor hay días que uno no puede ni con el boli…

Lo de Blesa y el Fiscal y otros cuentos navideños

Va atravesando uno como puede las empalagosas fiestas navideñas, tratando de no morir de cólico o alguna otra enfermedad propia de tan entrañables y anacrónicas fiestas, cuando se le ocurre abrir un periódico y leer que según el Fiscal Superior de Madrid Manuel Moix los correos del exbanquero Blesa, aquellos que escribió no desde su cuenta de Gmail sino desde la terminada en cajamadrid.es, son nulos, no valen para nada, es como si no existieran, oiga.
Y uno se pregunta si esos correos que demuestran que Caja Madrid era el cortijo del PP no demostrarána también (y a posteriori) que la Justicia, y en concreto la Fiscalía, es otro cortijo del PP, quizás más grande y, seguramente, más horrendo. Pues ocurre, de un tiempo a esta parte, que la Fiscalía parece empeñada en hacer las veces de abogado defensor, sobre todo, cuando el acusado se llama Cristina de Borbón, pero también cuando porta apellidos más plebeyos como González y Blesa. Que con fiscales así, no sólo dan ganas de delinquir, sino hasta de ahorrarse el abogado después.
Son, claro, las mismas añagazas de unos años atrás con la doctrina Naseiro o la doctrina Botín (curiosamente, todas las sentencias pro reo llevan apellido de magnate mangante) que sirvieron para librar de la cárcel y el escarnio público a Zaplana y al todopoderoso banquero. El primero, dicho sea de paso, no sólo se libró, sino que acabó dirigiendo un Ministerio. Que para eso, como Blesa, era amigo de Aznar, el incorruptible, el mismo que, además de nombrar Ministro al señor de «yo estoy en política para forrarme» también nombró a Jaume Matas, entre otros.
Y luego sube la luz y uno escucha que dos Expresidentes están en los consejos de empresas energética y eléctricas y que también lo está Solbes y lo estuvo De Guindos y que Montor (el del dedo acusador) se ganaba la vida aconsejando cómo ahorrar impuestos a esas mismas empresas y, claro, dan ganas de coger una escopeta y liarse a tiros o, más pacíficamente, apagar la luz, encender una vela y comenzar a leer o a rezar.
Feliz Navidad. 

Lo de Blesa y el Fiscal y otros cuentos navideños

Va atravesando uno como puede las empalagosas fiestas navideñas, tratando de no morir de cólico o alguna otra enfermedad propia de tan entrañables y anacrónicas fiestas, cuando se le ocurre abrir un periódico y leer que según el Fiscal Superior de Madrid Manuel Moix los correos del exbanquero Blesa, aquellos que escribió no desde su cuenta de Gmail sino desde la terminada en cajamadrid.es, son nulos, no valen para nada, es como si no existieran, oiga.
Y uno se pregunta si esos correos que demuestran que Caja Madrid era el cortijo del PP no demostrarána también (y a posteriori) que la Justicia, y en concreto la Fiscalía, es otro cortijo del PP, quizás más grande y, seguramente, más horrendo. Pues ocurre, de un tiempo a esta parte, que la Fiscalía parece empeñada en hacer las veces de abogado defensor, sobre todo, cuando el acusado se llama Cristina de Borbón, pero también cuando porta apellidos más plebeyos como González y Blesa. Que con fiscales así, no sólo dan ganas de delinquir, sino hasta de ahorrarse el abogado después.
Son, claro, las mismas añagazas de unos años atrás con la doctrina Naseiro o la doctrina Botín (curiosamente, todas las sentencias pro reo llevan apellido de magnate mangante) que sirvieron para librar de la cárcel y el escarnio público a Zaplana y al todopoderoso banquero. El primero, dicho sea de paso, no sólo se libró, sino que acabó dirigiendo un Ministerio. Que para eso, como Blesa, era amigo de Aznar, el incorruptible, el mismo que, además de nombrar Ministro al señor de «yo estoy en política para forrarme» también nombró a Jaume Matas, entre otros.
Y luego sube la luz y uno escucha que dos Expresidentes están en los consejos de empresas energética y eléctricas y que también lo está Solbes y lo estuvo De Guindos y que Montor (el del dedo acusador) se ganaba la vida aconsejando cómo ahorrar impuestos a esas mismas empresas y, claro, dan ganas de coger una escopeta y liarse a tiros o, más pacíficamente, apagar la luz, encender una vela y comenzar a leer o a rezar.
Feliz Navidad. 

Pero…

«Yo apoyo la huelga de basuras», dicen, «pero…» y pongan ustedes lo que quieran en los puntos suspensivos, porque lo que sigue al «pero», más que una matización es una negación en toda regla de la primera parte de la frase. 
Y lo mismo ocurre cuando hay huelga en el metro (que todos la apoyan, pero…), o en Sanidad o en cualquier otra cosa. Somos progresistas, claro, cómo no, pero queremos que se respeten también nuestros derechos. Sobre todo, nuestros derechos como consumidores, que esos los tenemos muy bien aprendido. 
Y como hasta los autoproclamados progresistas piensan así, el gobierno ha tomado nota y está dando ya los primeros pasos para regular (es decir, controlar) el derecho a huelga. Y la progresía aplaudirá, claro, porque todos apoyamos las huelgas, pero…
Esperemos, ahora en serio, que alguien quede con el juicio sano en el Tribunal Constitucional y les recuerde a los señores legisladores que en los derechos hay una jerarquía y que mientras el de huelga es fundamental, el derecho a ir a trabajar en Metro o a ver las calles limpias ni siquiera existe, a no ser como contrato usuario/empresa. En todo caso, un régimen muy inferior.
Aunque esperar algo de juicio según anda el país, quizás sea mucho esperar.

Pero…

«Yo apoyo la huelga de basuras», dicen, «pero…» y pongan ustedes lo que quieran en los puntos suspensivos, porque lo que sigue al «pero», más que una matización es una negación en toda regla de la primera parte de la frase. 
Y lo mismo ocurre cuando hay huelga en el metro (que todos la apoyan, pero…), o en Sanidad o en cualquier otra cosa. Somos progresistas, claro, cómo no, pero queremos que se respeten también nuestros derechos. Sobre todo, nuestros derechos como consumidores, que esos los tenemos muy bien aprendido. 
Y como hasta los autoproclamados progresistas piensan así, el gobierno ha tomado nota y está dando ya los primeros pasos para regular (es decir, controlar) el derecho a huelga. Y la progresía aplaudirá, claro, porque todos apoyamos las huelgas, pero…
Esperemos, ahora en serio, que alguien quede con el juicio sano en el Tribunal Constitucional y les recuerde a los señores legisladores que en los derechos hay una jerarquía y que mientras el de huelga es fundamental, el derecho a ir a trabajar en Metro o a ver las calles limpias ni siquiera existe, a no ser como contrato usuario/empresa. En todo caso, un régimen muy inferior.
Aunque esperar algo de juicio según anda el país, quizás sea mucho esperar.

Todas las vidas transcurren en mí

En al mente detenida no existe un lugar del que no firme parte y sea: las cumbres, las piedras, la arena. También soy las orillas. Soy todas esas cosas y todas ellas son yo. La observación, lo observado y quien observa. Lo percibido y el percibir. Sentir el olor del mar y ser el propio olor; escuchar el sonido de las hojas y ser el sonido. No hay tiempo detrás o delante en el que no me halle de alguna forma. En cada espacio he podido nacer y morir. Soy un pequeñísimo trozo del universo sin el que no podría existir el Todo. […] No hay distancia entre el yo y lo otro. Todas las vidas transcurren en mí.

El niño que bebió agua de brújula
Julio Alcaraz Mas
Ed. Calambur

Todas las vidas transcurren en mí

En al mente detenida no existe un lugar del que no firme parte y sea: las cumbres, las piedras, la arena. También soy las orillas. Soy todas esas cosas y todas ellas son yo. La observación, lo observado y quien observa. Lo percibido y el percibir. Sentir el olor del mar y ser el propio olor; escuchar el sonido de las hojas y ser el sonido. No hay tiempo detrás o delante en el que no me halle de alguna forma. En cada espacio he podido nacer y morir. Soy un pequeñísimo trozo del universo sin el que no podría existir el Todo. […] No hay distancia entre el yo y lo otro. Todas las vidas transcurren en mí.

El niño que bebió agua de brújula
Julio Alcaraz Mas
Ed. Calambur

Un vagabundo toca con sordina – Knut Hansum

Se pasea uno este otoño por los libros de Hamsun como por una tierra conocida y querida. La tierra de Miller, de Gorki. El paisaje de los vagabundos. Un vagabundo toca con sordina cuando llega al medio siglo, dice Hamsun y me pregunto si fue esa debilidad o cierto ego reprimido durante años lo que llevó al escritor noruego a enviarle a Goebbels su medalla del Premio Nobel, a buscar a Hitler y entrevistarse con él, a aclamar en los periódicos a quien, para él, era un liberador y un gran soldado. Y lo hizo él, el vagabundo, el hombre que al final de un libro maravilloso escribió los párrafos que copio abajo, más maravillosos aún, sabios a su pesar.
Un escritor vivo y vivificante, artista por lo que de única tenía su visión del mundo, libre, aunque conservador, es verdad, en muchas de sus actitudes sociales (ciertas palabras sobre los negros en su primer libro ya anunciaban lo que se confirmó medio siglo después). ¿Qué viste en el nazismo, Hamsun?, me pregunto. ¿Por qué te borraste así de la Historia de la Literatura, donde te habías ganado un puesto más que merecido?
No querías ser sabio, querías vivir, experimentar y no llegar a saber nada. Tal vez te pudo la fanfarria de la guerra, la última gran experiencia, la única que te quedaba después de haber viajado a américa, de haber vivido en la alta sociedad, de haberte retirado al campo. Tal vez… qué coño, no lo sé, no sé qué pudo ocurrirte, qué pudiste pensar. Nos quedan tus libros. Olvidaremos tu vida o lo intentaremos. Te seguiremos queriendo como a un viejo loquito…

Aunque no estabas loco, tú mismo quisiste dejarlo claro con tu último libro, aquel «Por senderos que la maleza oculta». Hiciste lo que hiciste con conciencia y cordura, en uso, como siempre, de tu poderosa libertad. Hiciste lo que hiciste y lo que hiciste fue defender, con tu magnífica palabra, las atrocidades del régimen Nazi. Y me repugna y me digo que ojalá te hubieras quedado en tu cabaña del campo, vagabundeando, sin asomarte ni a la ciudad ni a la política.

Y te odio por demostrarme, una vez más, que no hay héroes ni líderes, que estamos solos. Y que somos, todos, malvados y mezquinos.

Mi inocencia se resquebraja un poco más.

Releo «Un vagabundo toca con sordina», he leído ya «Bajo las estrellas de otoño», camino, sin prisa, hacia «la última alegría». Leo esas traducciones viejas y malas que, dicen los expertos, nunca hay que leer. Y a lo mejor tienen razón, pero últimamente yo también soy un poco vagabundo, también leo sentado en una roca, bajo el frío del otoño y me digo que, tal vez, no te hubiera importado. No tengo mucho dinero y pienso en ti con ternura, Knut, sólo un segundo antes de cerrar el libro y maldecirte.

Por haberme dejado huérfano de nuevo, como cada vez que te leo y me encandilas, para recordarme de inmediato (no tú, ¡yo!) que fuiste un palmero de Hitler, un admirador y un vasallo del mayor criminal de la historia.

Me quedo con tus libros, aunque sean mal traducidos. Te sigo odiando un poco… 

Un vagabundo toca con sordina cuando llega al medio siglo

Entonces toca con sordina. Podría expresar este pensamiento de la manera siguiente: «Cuando se llega demasiado tarde en otoño al bosque en que crecen los frutos… ¡bueno!, se ha llegado demasiado tarde. Y si un día uno se halla en disposición de mostrarse satisfecho y de reventar de alegría ante la vida, no se lo censuréis. Por otra parte, está fuera de duda que se necesita cierto grado de inanidad cerebral para vivir en una satisfacción permanente de sí mismo y de todo. Pero todo el mundo ha tenido buenos momentos. El condenado a quien, sentado en la carreta que le lleva al patíbulo, molesta un clavo en el asiento, cambia de sitio y se encuentra mejor. Es absurdo que un capitán ruegue a Dios que le perdone… como él ha perdonado a Dios. Es pura majaradería. Un vagabundo no encuentra todos los días alimento y bebida, trajes, zapatos, techo y lumbre preparados para sus necesidades, y si le falta esa esplendidez, experimenta un sufrimiento exactamente igual a la privación. Si una cosa no marcha, otra se arregla. Pero si la otra tampoco se arregla, no se trata de perdonar a Dios, sino de aceptar la responsabilidad. Hay que arrimar el hombro al golpe de la desgracia; mejor dicho, el hombro ha de inclinarse a este golpe. Produce algún dolor en la carne y en la sangre, y encanece el cabello; pero un vagabundo no deja de dar las gracias a Dios por una vida que, después de todo, fue muy alegre».

He aquí como quisiera expresar este pensamiento. En realidad, ¿para qué tantas exigencias? ¿Qué se gana con ello? ¿Todas las cajas de bombones que un glotón puede desear? ¡Bueno! Pero ¿no habéis visto el mundo cada día y oído el murmullo del bosque? Daba su aroma el jazmín con un bosquecillo de lilas, y alguien que yo conozco se estremecía de placer, no sólo por el aroma del jazmín, sino por cualquier cosa; una ventana iluminada, un recuerdo, un pormenor de la vida. Pero cuando le apartaron del bosquecillo de lilas, ya se había cobrado por anticipado el precio de aquel disgusto.

Y así es: sólo el favor de recibir la vida paga por adelantado todas las miserias de la vida, todas y cada una. No hay razón para creer que uno tiene derecho a recibir más bombones que aquellos que recibe. Un vagabundo se aleja de toda superstición. ¿Qué es lo que pertenece a la vida? Todo. Pero ¿qué es realmente tuyo? ¿La celebridad es tuya? Dinos por qué. No debe uno aferrarse a lo suyo: es demasiado cómico, y un vagabundo se ríe de aquello que es demasiado cómico. Recuerdo a cierto individuo que no podía renunciar a lo suyo: puso leña en la chimenea a mediodía y no consiguió hacerla arder hasta la noche. Y no pudo decidirse a alejarse del calor para ir a acostarse, sino que continuó allí, empeñado en sacarle utilidad, hasta la hora en que los demás empezaron a levantarse. Era un autor noruego, un autor de obras teatrales.

He vagabundeado mucho en otro tiempo, y ahora me siento imbécil y desilusionado. Pero no tengo la perversa creencia senil de ser más sabio que antes. Y además, espero que nunca sabré nada. Es un signo de decrepitud. Cuando le doy gracias a Dios por la vida, no se las doy por la mayor madurez que haya alcanzado con la edad, sino porque siempre tuve la alegría de vivir. La edad no da madurez alguna; la edad no trae más que la vejez.

Knut Hamsun «Un vagabundo toca con sordina»