Elegir

Parafraseando el inicio de Trainspotting puedes elegir un empleo, una carrera, una familia o una tele grande que te cagas. Puedes elegir Pepsi o Coca-Cola, Microsoft o Apple, un Ferrari o un Porsche en lugar de un coche Citroën más baratito. Puedes elegir un polo de Nike en vez de uno comprado en el Alcampo, una crema antiarrugas de L´oreal o una del Mercadona, unas zapatillas Adidas en vez de una de la marca «nisu». Puedes elegir cuánto te gastas en un apartamento, en tus vacaciones, en un perro o en irte de putas. Puedes elegir si ir o no a los toros o si eres del atlético, del barça o del real madrid. Eso era, nos dijeron, el liberalismo: la libertad individual. La sacrosanta libertad individual.
Ahora bien, no se te ocurra pedir elegir entre República y Monarquía, no se te ocurra exigir poder elegir en qué modelo de Estado quieres vivir, porque entonces te convertirás automáticamente en un demente, en un rojo peligroso, en un tipo que no recuerda que, según los libros de Historia de la ESO, la República sólo trajo caos, hambre e iglesias quemadas, mientras que la Democracia llegó a España gracias al Rey. No a las manifestaciones en la calle, a la lucha de los exiliados, al FRAP o a cuantos, de una manera u otra, socavaron el régimen. No a las presiones internacionales o a la fuerza inconsciente de libertad que late en cada individuo. Fue el Rey, todopoderoso, quien decidió, clementemente, que nos devolvía lo que, por otra parte, sólo podía ser nuestro: la libertad.
Libertad para elegir Iberdrola o Unión Fenosa, Telefónica o Amena, El País o El Mundo, el PP o el PSOE, pero no para elegir en qué quieres gastarte la pasta de tus impuestos, si en mantener a un Rey al que nadie ha elegido o a un jefe del Estado salido de las urnas. La República es más cara. La República es más mala. La República no traería trabajo sino divisiones y horror. Dios nos libre de la República: usted no puede elegir.
Y es que así es el liberalismo, así es la Democracia capitalista. Y éstas son sus barreras: elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos unos trajes en una amplia gama de putos tejidos. Elige el bricolaje, y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá y ver teleconcursos que embotan la mente y explotan el espíritu, mientras llenas tu boca de puta comida basura.

Pero no pretendas elegir quién te gobierna.

Elegir

Parafraseando el inicio de Trainspotting puedes elegir un empleo, una carrera, una familia o una tele grande que te cagas. Puedes elegir Pepsi o Coca-Cola, Microsoft o Apple, un Ferrari o un Porsche en lugar de un coche Citroën más baratito. Puedes elegir un polo de Nike en vez de uno comprado en el Alcampo, una crema antiarrugas de L´oreal o una del Mercadona, unas zapatillas Adidas en vez de una de la marca «nisu». Puedes elegir cuánto te gastas en un apartamento, en tus vacaciones, en un perro o en irte de putas. Puedes elegir si ir o no a los toros o si eres del atlético, del barça o del real madrid. Eso era, nos dijeron, el liberalismo: la libertad individual. La sacrosanta libertad individual.
Ahora bien, no se te ocurra pedir elegir entre República y Monarquía, no se te ocurra exigir poder elegir en qué modelo de Estado quieres vivir, porque entonces te convertirás automáticamente en un demente, en un rojo peligroso, en un tipo que no recuerda que, según los libros de Historia de la ESO, la República sólo trajo caos, hambre e iglesias quemadas, mientras que la Democracia llegó a España gracias al Rey. No a las manifestaciones en la calle, a la lucha de los exiliados, al FRAP o a cuantos, de una manera u otra, socavaron el régimen. No a las presiones internacionales o a la fuerza inconsciente de libertad que late en cada individuo. Fue el Rey, todopoderoso, quien decidió, clementemente, que nos devolvía lo que, por otra parte, sólo podía ser nuestro: la libertad.
Libertad para elegir Iberdrola o Unión Fenosa, Telefónica o Amena, El País o El Mundo, el PP o el PSOE, pero no para elegir en qué quieres gastarte la pasta de tus impuestos, si en mantener a un Rey al que nadie ha elegido o a un jefe del Estado salido de las urnas. La República es más cara. La República es más mala. La República no traería trabajo sino divisiones y horror. Dios nos libre de la República: usted no puede elegir.
Y es que así es el liberalismo, así es la Democracia capitalista. Y éstas son sus barreras: elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos unos trajes en una amplia gama de putos tejidos. Elige el bricolaje, y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá y ver teleconcursos que embotan la mente y explotan el espíritu, mientras llenas tu boca de puta comida basura.

Pero no pretendas elegir quién te gobierna.

Podemos

Podemos. 
Podemos a quienes creyendo ser siempre mayoría, no se atreven nunca a contar votos y personas. Podemos a quienes diciendo ser socialistas y republicanos se enrocan siempre que pueden con el poder económico y la nobleza de sangre. Podemos a quienes llamándose periodistas se encumbran realizando hagiografías del Rey de copas y de Felipe VI «el preparao». Podemos a quienes con la excusa de la macroeconomía precarizan el trabajo y con él el día a día de millones de españoles. Podemos a quienes se envuelven en banderas cada vez más grandes para tapar sus vergüenzas. Podemos a quienes llenan la frontera de cuchillas y las calles de policías que parecen Robocop. Podemos a quienes están empeñados en sustituir toda costumbre por moda y toda cultura por entretenimiento. Podemos a los vendedores de culebrones y partidos de fútbol para adormecernos. Podemos a quienes, mercadeando con alguno de los nombres de Dios, ponen bombas en los cimientos de la libertad y los derechos fundamentales. Podemos a quienes consideran imposible limitar la libertad de comercio mientras echan de sus países a gitanos, negros, musulmanes o asiáticos. Podemos a quienes en nombre del dinero dejan que miles de personas mueran cada día de enfermedades cuya cura es de sobra conocida. Podemos a quienes por ambición de poder, de sexo o de lo que sea humillan, golpean y asesinan, a distancia o en persona, a los más débiles y desprotegidos. Podemos a quienes, frustrados, maltratan a los animales. Podemos, desde luego, a quienes, por clara conciencia de su inferioridad, pegan a sus mujeres. 
Podemos, pero no de poder. Sino de podar. 

Podemos

Podemos. 
Podemos a quienes creyendo ser siempre mayoría, no se atreven nunca a contar votos y personas. Podemos a quienes diciendo ser socialistas y republicanos se enrocan siempre que pueden con el poder económico y la nobleza de sangre. Podemos a quienes llamándose periodistas se encumbran realizando hagiografías del Rey de copas y de Felipe VI «el preparao». Podemos a quienes con la excusa de la macroeconomía precarizan el trabajo y con él el día a día de millones de españoles. Podemos a quienes se envuelven en banderas cada vez más grandes para tapar sus vergüenzas. Podemos a quienes llenan la frontera de cuchillas y las calles de policías que parecen Robocop. Podemos a quienes están empeñados en sustituir toda costumbre por moda y toda cultura por entretenimiento. Podemos a los vendedores de culebrones y partidos de fútbol para adormecernos. Podemos a quienes, mercadeando con alguno de los nombres de Dios, ponen bombas en los cimientos de la libertad y los derechos fundamentales. Podemos a quienes consideran imposible limitar la libertad de comercio mientras echan de sus países a gitanos, negros, musulmanes o asiáticos. Podemos a quienes en nombre del dinero dejan que miles de personas mueran cada día de enfermedades cuya cura es de sobra conocida. Podemos a quienes por ambición de poder, de sexo o de lo que sea humillan, golpean y asesinan, a distancia o en persona, a los más débiles y desprotegidos. Podemos a quienes, frustrados, maltratan a los animales. Podemos, desde luego, a quienes, por clara conciencia de su inferioridad, pegan a sus mujeres. 
Podemos, pero no de poder. Sino de podar. 

Don’t follow leaders

«Don’t follow leaders» cantaba Bob Dylan en Subterranean Homesick blues. No sigas líderes. Y sin embargo ahí está Pablo Iglesias, demostrando que en tiempos de dudas y perturbaciones el animal gregario que aún somos necesita más un mesías que un programa, un caudillo popular que un puñado de buenas ideas.
Y ojo, no digo que Podemos no tenga programa o ideas, lo que digo es que ha llegado a donde ha llegado porque tiene un cabeza de lista popular. Y eso también lo saben ellos, que a mitad de la campaña dejaron de usar su logo (poco conocido) para utilizar un retrato de Pablo Iglesias como identificación.
Tenía un profesor de Opinión Pública que decía que los debates electorales entre muchos candidatos jamás tendrían el éxito de los cara a cara del bipartidismo porque la gente no quería contrastar ideas, sino una pelea de boxeo. Por esa misma razón, decía, la tendencia de las democracias mediáticas es a reducir la pluralidad y el debate ideológico a una confrontación central entre dos partidos (aquí PP y PSOE), quedando el resto de partidos como opciones marginales: algo así como los equipos pequeños de la liga frente al Madrid o al Barça. Se puede ser del Getafe, pero además hay que ser de un equipo de los importantes. Todo ello, en nombre del espectáculo que es a lo que ha quedado reducida la democracia.
Esta teoría, que había venido funcionando relativamente bien hasta hace poco, ha quedado ahora, sin embargo, impugnada en España por la creciente fragmentación del voto y por la incorporación al debate de medios de comunicación alternativos donde el debate ya no se reduce a un intercambio de eslóganes/golpes, como en un combate, sino que es una verdadera confrontación de argumentos racionales. Lo que hay que ver es si esa tendencia se mantiene a lo largo del tiempo o sólo estamos a mitad de camino de una nueva polarización en torno a dos o tres nuevos partidos. Igualmente, hay que ver si el peso de esos otros canales de comunicación se acaba convirtiendo, de verdad, en influencia social. 
De momento, pese a todo lo predicado por los gurús de las redes sociales, los pequeños medios, etc., lo cierto es que el nuevo «hombre» de la izquierda ha cosechado su éxito a partir de sus participaciones en programas de televisión donde el debate da para el eslogan facilón y poco más (aunque precisamente Pablo Iglesias sea quien, en muchas ocasiones, ha intentado dar a esos debates una mayor carga argumental). Pablo Iglesias se ha hecho popular por ser el rostro y la palabra opuesta a los portavoces del gobierno en los platós, léase Paco Marhuenda. 
Don´t follow leaders, gritaba Dylan. Pero a lo mejor no estamos preparados, de momento, para otra cosa que para buscar refugio, en medio de la tormenta, en los personajes carismáticos. A lo mejor seguimos prefiriendo al líder carismático al programa. 

Don’t follow leaders

«Don’t follow leaders» cantaba Bob Dylan en Subterranean Homesick blues. No sigas líderes. Y sin embargo ahí está Pablo Iglesias, demostrando que en tiempos de dudas y perturbaciones el animal gregario que aún somos necesita más un mesías que un programa, un caudillo popular que un puñado de buenas ideas.
Y ojo, no digo que Podemos no tenga programa o ideas, lo que digo es que ha llegado a donde ha llegado porque tiene un cabeza de lista popular. Y eso también lo saben ellos, que a mitad de la campaña dejaron de usar su logo (poco conocido) para utilizar un retrato de Pablo Iglesias como identificación.
Tenía un profesor de Opinión Pública que decía que los debates electorales entre muchos candidatos jamás tendrían el éxito de los cara a cara del bipartidismo porque la gente no quería contrastar ideas, sino una pelea de boxeo. Por esa misma razón, decía, la tendencia de las democracias mediáticas es a reducir la pluralidad y el debate ideológico a una confrontación central entre dos partidos (aquí PP y PSOE), quedando el resto de partidos como opciones marginales: algo así como los equipos pequeños de la liga frente al Madrid o al Barça. Se puede ser del Getafe, pero además hay que ser de un equipo de los importantes. Todo ello, en nombre del espectáculo que es a lo que ha quedado reducida la democracia.
Esta teoría, que había venido funcionando relativamente bien hasta hace poco, ha quedado ahora, sin embargo, impugnada en España por la creciente fragmentación del voto y por la incorporación al debate de medios de comunicación alternativos donde el debate ya no se reduce a un intercambio de eslóganes/golpes, como en un combate, sino que es una verdadera confrontación de argumentos racionales. Lo que hay que ver es si esa tendencia se mantiene a lo largo del tiempo o sólo estamos a mitad de camino de una nueva polarización en torno a dos o tres nuevos partidos. Igualmente, hay que ver si el peso de esos otros canales de comunicación se acaba convirtiendo, de verdad, en influencia social. 
De momento, pese a todo lo predicado por los gurús de las redes sociales, los pequeños medios, etc., lo cierto es que el nuevo «hombre» de la izquierda ha cosechado su éxito a partir de sus participaciones en programas de televisión donde el debate da para el eslogan facilón y poco más (aunque precisamente Pablo Iglesias sea quien, en muchas ocasiones, ha intentado dar a esos debates una mayor carga argumental). Pablo Iglesias se ha hecho popular por ser el rostro y la palabra opuesta a los portavoces del gobierno en los platós, léase Paco Marhuenda. 
Don´t follow leaders, gritaba Dylan. Pero a lo mejor no estamos preparados, de momento, para otra cosa que para buscar refugio, en medio de la tormenta, en los personajes carismáticos. A lo mejor seguimos prefiriendo al líder carismático al programa. 

Don’t follow leaders

«Don’t follow leaders» cantaba Bob Dylan en Subterranean Homesick blues. No sigas líderes. Y sin embargo ahí está Pablo Iglesias, demostrando que en tiempos de dudas y perturbaciones el animal gregario que aún somos necesita más un mesías que un programa, un caudillo popular que un puñado de buenas ideas.
Y ojo, no digo que Podemos no tenga programa o ideas, lo que digo es que ha llegado a donde ha llegado porque tiene un cabeza de lista popular. Y eso también lo saben ellos, que a mitad de la campaña dejaron de usar su logo (poco conocido) para utilizar un retrato de Pablo Iglesias como identificación.
Tenía un profesor de Opinión Pública que decía que los debates electorales entre muchos candidatos jamás tendrían el éxito de los cara a cara del bipartidismo porque la gente no quería contrastar ideas, sino una pelea de boxeo. Por esa misma razón, decía, la tendencia de las democracias mediáticas es a reducir la pluralidad y el debate ideológico a una confrontación central entre dos partidos (aquí PP y PSOE), quedando el resto de partidos como opciones marginales: algo así como los equipos pequeños de la liga frente al Madrid o al Barça. Se puede ser del Getafe, pero además hay que ser de un equipo de los importantes. Todo ello, en nombre del espectáculo que es a lo que ha quedado reducida la democracia.
Esta teoría, que había venido funcionando relativamente bien hasta hace poco, ha quedado ahora, sin embargo, impugnada en España por la creciente fragmentación del voto y por la incorporación al debate de medios de comunicación alternativos donde el debate ya no se reduce a un intercambio de eslóganes/golpes, como en un combate, sino que es una verdadera confrontación de argumentos racionales. Lo que hay que ver es si esa tendencia se mantiene a lo largo del tiempo o sólo estamos a mitad de camino de una nueva polarización en torno a dos o tres nuevos partidos. Igualmente, hay que ver si el peso de esos otros canales de comunicación se acaba convirtiendo, de verdad, en influencia social. 
De momento, pese a todo lo predicado por los gurús de las redes sociales, los pequeños medios, etc., lo cierto es que el nuevo «hombre» de la izquierda ha cosechado su éxito a partir de sus participaciones en programas de televisión donde el debate da para el eslogan facilón y poco más (aunque precisamente Pablo Iglesias sea quien, en muchas ocasiones, ha intentado dar a esos debates una mayor carga argumental). Pablo Iglesias se ha hecho popular por ser el rostro y la palabra opuesta a los portavoces del gobierno en los platós, léase Paco Marhuenda. 
Don´t follow leaders, gritaba Dylan. Pero a lo mejor no estamos preparados, de momento, para otra cosa que para buscar refugio, en medio de la tormenta, en los personajes carismáticos. A lo mejor seguimos prefiriendo al líder carismático al programa. 

Votar

Hace sol y hay ganas de estar en la calle. Hace sol y después de un invierno largo y deprimente, ¿quién quiere hablar de política? Hemos llegado al punto de saturación: cualquier palabra sobre economía, paro, corrupción, raspa la garganta al salir. Y, sin embargo, cabe preguntarse si acaso no sería ése el plan. Ahogarnos a base de información. Conseguir que la mierda sea tanta que no podamos movernos. 
Hace sol y de lo que menos ganas tiene uno es de atender a consignas, mítines, eslóganes, programas. De ser militante. De tratar de cambiar algo cuando la certeza es la de que estamos en plena espiral conservadora y, a la vez, de derrumbe. Que primero ha de arder todo para luego, tal vez (y sólo tal vez) poder crear algo mejor.
Y sin embargo, está esa otra sensación, ese último gramo de fuerza, ese último rescoldo de esperanza (y de rabia) que grita que tal vez merezca la pena, esta vez sí, votar. Y seguir saliendo a la calle. Y gritar. Y cagarse en los muertos de tanto hijo de puta como ha conseguido colarse, en este país, en un cargo de gobierno o responsabilidad. 
Que tal vez, esta vez sí, podamos conseguir equilibrar el miedo. Y que no esté todo de nuestro lado.

Votar

Hace sol y hay ganas de estar en la calle. Hace sol y después de un invierno largo y deprimente, ¿quién quiere hablar de política? Hemos llegado al punto de saturación: cualquier palabra sobre economía, paro, corrupción, raspa la garganta al salir. Y, sin embargo, cabe preguntarse si acaso no sería ése el plan. Ahogarnos a base de información. Conseguir que la mierda sea tanta que no podamos movernos. 
Hace sol y de lo que menos ganas tiene uno es de atender a consignas, mítines, eslóganes, programas. De ser militante. De tratar de cambiar algo cuando la certeza es la de que estamos en plena espiral conservadora y, a la vez, de derrumbe. Que primero ha de arder todo para luego, tal vez (y sólo tal vez) poder crear algo mejor.
Y sin embargo, está esa otra sensación, ese último gramo de fuerza, ese último rescoldo de esperanza (y de rabia) que grita que tal vez merezca la pena, esta vez sí, votar. Y seguir saliendo a la calle. Y gritar. Y cagarse en los muertos de tanto hijo de puta como ha conseguido colarse, en este país, en un cargo de gobierno o responsabilidad. 
Que tal vez, esta vez sí, podamos conseguir equilibrar el miedo. Y que no esté todo de nuestro lado.

Delincuentes a la calle

Tiene huevos que sea el gobierno más patriotero en décadas el que haya humillado a todo el país al ceder al chantaje de China y tirar por la borda, y por vía urgente, los principios de justicia universal sobre los que se asentaba, hasta ahora, buena parte de nuestra legislación.
Tiene huevos que haya sido el gobierno qué más dice defender la seguridad, el que haya dejado en la calle (¡ay si lo hubiera hecho Zapatero!) a violadores y terroristas primero y a narcotraficantes ahora.
Supongo que la Policía Nacional y la Guardia Civil estarán muy contentos de ver cómo su trabajo de años termina en la puesta en libertad de gente claramente culpable sólo porque éste gobierno ha decidido bajarse los pantalones ante la todopoderosa china, aunque, por supuesto, las ostias en el culo no la recibirán ellos, sino nosotros.
Porque, ¿de verdad que se puede dejar en la calle a quince o veinte grandes narcotraficantes y no pasa nada? ¿De verdad que se puede negar la justicia a víctimas de genocidios en todo el mundo y no pasa nada? ¿De verdad que a esto, por más tópico que ya sea la frase, se le puede seguir llamando Justicia?
Esto, lo que es, es un casa de putas.