Decepción

Llega un momento en que la decepción deja de ser cinismo adolescente sin base para convertirse en el fruto inevitable de la lucidez. Si uno echa la vista atrás, si uno estudia la historia y observa con ojos críticos el mundo, es casi inevitablemente convertirse en un pesimista (que como suele decir Manuel Alcántara, sólo es un optimista bien informado). Y cuando uno es un pesimista, un decepcionado, rara vez ve sólo la oportunidad, la brecha por la que se cuela la luz, sino que también ve el desmoronamiento que esa grieta anuncia. 
Pensar que un hombre o una sociedad, puestos ante la disyuntiva del miedo o la libertad, va a elegir siempre la libertad, es creer que Marx lleva siempre razón frente a Frömm. Pensar que un hombre o una sociedad, puestos ante la encrucijada del dolor o la libertad, va a elegir siempre la libertad, es desprestigiar a Freud en beneficio del materialismo histórico. Desgraciadamente, la historia tiene menos ejemplos de pueblos levantados contra sus amos que de pueblos que se dejaron aniquilar sin decir esta boca es mía. 
Digo esto porque no me creo los datos del CIS. Porque no creo que un cuarto de la población adulta de este país vaya a votar a Podemos en las próximas elecciones. Y porque, ya puestos, ni siquiera sé si Podemos es la solución para algo, más allá de que puedan ventilar un poco la habitación y enviar a los tribunales miles y miles de folios comprometedores. Lo que, es verdad, tampoco es moco de pavo según está el patio. 
Digo esto, también, porque creo que el voto oculto del PP es mucho. De modo que queda bonito decirle al tipo del CIS que uno va a votar a Podemos -que es como decir que es más Apple que de Microsoft-, cuando a la hora de la verdad y a solas en la cabina del colegio electoral, el miedo y el masoquismo lo llevarán a votar, de nuevo, a ese ser inerte llamado Rajoy o, como mal menor, a esa incógnita bien plantada llamada Pedro Sánchez. 
Digo esto, en fin, porque me temo que el problema de España, como el del Mundo, es tan sistémico como antropológico, y aunque Podemos pudiera mejorar algo en el primer campo, la historia de la humanidad es cabezona y en seguida volveríamos a lo de siempre: el mangoneo, el poder abusivo, la trampa que sigue a toda ley y la discordia. 
Y eso se llama decepción y pesimismo, sí. Tanta decepción y tanto pesimismo que uno hasta espera no acertar. 

Culpables

El Metro de Valencia se estrella y el único culpable, no sé cuántos años después, sigue siendo el maquinista. Políticos y banqueros se lo llevan crudo y después se van de vacaciones y los únicos condenados como culpables son Baltasar Garzón y Elpidio Silva. Un tren descarrila en Galicia por ausencia de mecanismos de seguridad y el único que va a ser juzgado es el maquinista. El Gobierno decide traer a España a los enfermos de Ébola, tratarlos en un hospital previamente desmantelado, sin hacer seguimiento después a los médicos y la única culpable es la enfermera de turno y el único condenado su perro: sacrificado sin que haya pruebas de que la enfermedad se pueda transmitir de perros a humanos.
Y la sensación que queda, por cruel que suene, es que uno dormiría más tranquilo si quienes estuviesen tras las rejas o, directamente, a dos metros bajo tierra fuerzan ciertos políticos de medio pelo y sus amigos. 
Tal vez así el pobre Excálibur pudiera seguir alegrando la vida de sus dueños. Tal vez así no tendríamos que haber lamentado víctimas humanas en Galicia o Valencia. Tal vez así no tendríamos que aguantar que los únicos jueces que prosperen sean quienes se pliegan, sin condiciones, a las órdenes de los dos grandes partidos.
Tal vez así fuéramos un país ejemplar y no este circo sobrado de payasos. 

Culpables

El Metro de Valencia se estrella y el único culpable, no sé cuántos años después, sigue siendo el maquinista. Políticos y banqueros se lo llevan crudo y después se van de vacaciones y los únicos condenados como culpables son Baltasar Garzón y Elpidio Silva. Un tren descarrila en Galicia por ausencia de mecanismos de seguridad y el único que va a ser juzgado es el maquinista. El Gobierno decide traer a España a los enfermos de Ébola, tratarlos en un hospital previamente desmantelado, sin hacer seguimiento después a los médicos y la única culpable es la enfermera de turno y el único condenado su perro: sacrificado sin que haya pruebas de que la enfermedad se pueda transmitir de perros a humanos.
Y la sensación que queda, por cruel que suene, es que uno dormiría más tranquilo si quienes estuviesen tras las rejas o, directamente, a dos metros bajo tierra fuerzan ciertos políticos de medio pelo y sus amigos. 
Tal vez así el pobre Excálibur pudiera seguir alegrando la vida de sus dueños. Tal vez así no tendríamos que haber lamentado víctimas humanas en Galicia o Valencia. Tal vez así no tendríamos que aguantar que los únicos jueces que prosperen sean quienes se pliegan, sin condiciones, a las órdenes de los dos grandes partidos.
Tal vez así fuéramos un país ejemplar y no este circo sobrado de payasos. 

Lo que se aprende en 30 años

Lo cierto es que, en cierto modo, sí se aprende algo. Por ejemplo, que es mejor estar de este lado de la batalla (el lado de quienes sufren) que del otro. 
Se aprende que escribiendo, incluso si no se consigue ningún resultado artístico, se consigue al menos no sumar más odio al odio, más crueldad a la crueldad. 
Se aprende que llega un momento en que uno debe separarse de los restos del naufragio para que estos no lo hundan también. Se aprende a reír sin ganas, a tragarte las ganas de matar, a dejar la mente en blanco durante más de un minuto. Se aprende, por supuesto, a decir adiós con cierta dignidad, a revolcarte en el fango a solas, a mantener el rostro de persona seria incluso después de diez o doce copas. 
Se aprende que hay poemas, canciones, libros y personas que poseen el don mágico de la curación: del consuelo. Y que es a eso y a ellos a quienes hay que atarse con doble nudo y argolla de seguridad: para que nunca nos falten.
Se aprende, sobre todo, que amar supone no alejarse o desprenderse del Yo (un ejercicio absurdo de servidumbre) sino en ir más allá del Yo: a ese lugar donde se entiende, usando términos sánscritos, que el âtman es igual que el brahman. Es decir, que en esencia todos somos iguales: igual de animales, igual de miserables, igual de maravillosos, igual de necesitados. 
Lo cierto es que, en cierto modo, sí se aprende algo. Por ejemplo: a callar.  

Lo que se aprende en 30 años

Lo cierto es que, en cierto modo, sí se aprende algo. Por ejemplo, que es mejor estar de este lado de la batalla (el lado de quienes sufren) que del otro. 
Se aprende que escribiendo, incluso si no se consigue ningún resultado artístico, se consigue al menos no sumar más odio al odio, más crueldad a la crueldad. 
Se aprende que llega un momento en que uno debe separarse de los restos del naufragio para que estos no lo hundan también. Se aprende a reír sin ganas, a tragarte las ganas de matar, a dejar la mente en blanco durante más de un minuto. Se aprende, por supuesto, a decir adiós con cierta dignidad, a revolcarte en el fango a solas, a mantener el rostro de persona seria incluso después de diez o doce copas. 
Se aprende que hay poemas, canciones, libros y personas que poseen el don mágico de la curación: del consuelo. Y que es a eso y a ellos a quienes hay que atarse con doble nudo y argolla de seguridad: para que nunca nos falten.
Se aprende, sobre todo, que amar supone no alejarse o desprenderse del Yo (un ejercicio absurdo de servidumbre) sino en ir más allá del Yo: a ese lugar donde se entiende, usando términos sánscritos, que el âtman es igual que el brahman. Es decir, que en esencia todos somos iguales: igual de animales, igual de miserables, igual de maravillosos, igual de necesitados. 
Lo cierto es que, en cierto modo, sí se aprende algo. Por ejemplo: a callar.  

Otoño

De repente, el cielo cambia un poco. Y también la tierra. Lo que antes era brillante, se vuelve mate. La órbita del sol comienza a ser más baja. Un aire suave, del Norte, mece la copa de los árboles. Y hay escarcha sobre el coche y algún charco en los caminos. 
Es una escena que se repite. Tiene el aroma de los libros de texto nuevos. El sonido de los chavales esperando al autobús del colegio. Es una escena que se repite… como esta melancolía suave de septiembre, del pesar por lo que acaba y la ilusión por lo que comienza. 
Pero, ¿cuántos niños podrán este año comer tres veces al día? ¿Cuántos padres podrán pagarles los libros de texto y una mochila nueva? ¿Cuántos se sentirán humillados, atrapados y derrotados por el hambre y la pobreza?
Santificamos a banqueros y empresarios muertos en acto de codicia. Pero nada decimos (nada dicen nuestros telediarios) del ejército de pobres que crece cada día, del rencor que se va acumulando en las casas, en los barrios, en los pueblos y ciudades. 
Hay una mujer en la calle, pidiendo. Dice que es madre de dos niños, que ha sido desahuciada, que no encuentra trabajo. Cuando pasa a su lado alguna persona de esas que parecen no tener reparos en pagar cinco euros por una caña doble, ella extiende la mano con más insistencia, la agita, los insulta si no la responden. Una señora que pasa a mi lado susurra: «que mal encarada».
No es que nos dé igual que haya pobres. Es que, además, les queremos humillados y en silencio. A un lado, sin molestar. Y dando las gracias si la providencia, en forma de culpa o de orgullo, les lanza una moneda.
Es una escena que se repite: el cielo que cambia, el sol que pierde fuerza, el olor a los libros de texto… Otro otoño.  

Otoño

De repente, el cielo cambia un poco. Y también la tierra. Lo que antes era brillante, se vuelve mate. La órbita del sol comienza a ser más baja. Un aire suave, del Norte, mece la copa de los árboles. Y hay escarcha sobre el coche y algún charco en los caminos. 
Es una escena que se repite. Tiene el aroma de los libros de texto nuevos. El sonido de los chavales esperando al autobús del colegio. Es una escena que se repite… como esta melancolía suave de septiembre, del pesar por lo que acaba y la ilusión por lo que comienza. 
Pero, ¿cuántos niños podrán este año comer tres veces al día? ¿Cuántos padres podrán pagarles los libros de texto y una mochila nueva? ¿Cuántos se sentirán humillados, atrapados y derrotados por el hambre y la pobreza?
Santificamos a banqueros y empresarios muertos en acto de codicia. Pero nada decimos (nada dicen nuestros telediarios) del ejército de pobres que crece cada día, del rencor que se va acumulando en las casas, en los barrios, en los pueblos y ciudades. 
Hay una mujer en la calle, pidiendo. Dice que es madre de dos niños, que ha sido desahuciada, que no encuentra trabajo. Cuando pasa a su lado alguna persona de esas que parecen no tener reparos en pagar cinco euros por una caña doble, ella extiende la mano con más insistencia, la agita, los insulta si no la responden. Una señora que pasa a mi lado susurra: «que mal encarada».
No es que nos dé igual que haya pobres. Es que, además, les queremos humillados y en silencio. A un lado, sin molestar. Y dando las gracias si la providencia, en forma de culpa o de orgullo, les lanza una moneda.
Es una escena que se repite: el cielo que cambia, el sol que pierde fuerza, el olor a los libros de texto… Otro otoño.  

Identidades asesinas

Toda identidad se construye contra alguien. La cristiana contra la musulmana, la israelí contra la palestina, la catalana contra la española.
Esas identidades son, por su propia naturaleza, excluyentes. Los «nuestros» son los que piensan como nosotros, quienes forman parte de nuestra comunidad (y dentro de ésta, los aguerridos, los líderes, nunca los timoratos), los otros, los de fuera, son el enemigo.
Al ser excluyente, toda identidad nacional, política o deportiva, impide al individuo (o intenta impedirle) que se ponga en el lugar del otro. Pues no hay que ver al otro como «sujeto», como «persona», sino como enemigo. 
Si en la comunidad del «nosotros» hay gente que duda, hay que hostigarla, perseguirla, tacharla de blanda o de traidora. Si no odia a quien hay que odiar, si contemporiza o desea razonar; si no desea el enfrentamiento, hay que marginarla. Porque la identidad sólo es fuerte cuando es compacta, cuando ninguno de sus miembros duda. 
Pienso esto cuando veo, en «Al rojo vivo» a quienes no dejan hablar a Albert Rivera (hablar, ojo). Pienso esto cuando recuerdo a quienes, en cataluña, son tachados de españolistas sólo por decir que no desean una ruptura con España a cualquier precio. Pienso esto y lo escribo porque tengo la sensación de que en cuarenta años alguien nos pedirá cuentas y nos preguntará qué hicimos para detener lo que se avecina.
Porque hay que tener cuidado con las identidades fuertes (un apunte: al final, la posmodernidad sólo resquebrajó la identidad de clase; el resto, funcionales al capitalismo, han permanecido). Hay que tener cuidado con quienes desean subirse a un balcón y proclamar, sin más, la República Catalana. Hay que tener cuidado, claro, con quienes desde el otro lado (lo ven, ya estamos con la dicotomía uno/otros) no dudarán en pedir la intervención militar para frenar cualquier movimiento secesionista. También en España habita, obviamente, el «nosotros» y el «ellos». También habría aquí quien no dejaría jamás hablar a un representante de ERC en la puerta del sol.
El problema es que hemos llegado aquí comandados por dos personajes intelectualmente pobres, tristemente mesiánicos. Por un lado, un Rajoy que, convencido de que cualquier debate es inútil, ha evitado éste hasta que ha estado casi sobre la linea del 9 de Noviembre. El segundo un Mas que trazó unilateralmente esa línea y que se ha dejado comer terreno por una ERC cuyo único afán cercano (por encima, incluso, de defender una política de izquierdas) parece ser hacerse con el poder y luego ya veremos. 
El problema, también, es que nadie legisla sobre los sentimientos ni las identidades y el atrincheramiento del Gobierno central, negándose a que no se vote nada, sólo ayuda a que crezca la confusión y las posiciones extremas. ¿Cuántos forman de verdad la inmensa mayoría? ¿Se puede romper un pacto social con una mayoría del 50,1% o sustentarlo con ese mismo porcentaje? ¿Qué futuro, real, le espera a Cataluña fuera de España? ¿Es mejor el régimen corrupto de la transición española que el régimen corrupto del 3% pujolista?
En fin, repetimos argumentos, pero no sirve de nada. Todo apunta a algún tipo de cataclismo que, esperemos, no cueste sangre.
Por mi parte, me es fácil entender que alguien se sienta catalán y no español o que alguien crea que Cataluña es España. Lo que no me es fácil entender es que la defensa de ese pensamiento, de esa identidad que creen amenazada, les lleve a  a negar la identidad del otro; a humillar, perseguir u hostigar; a morir o a matar.

Identidades asesinas

Toda identidad se construye contra alguien. La cristiana contra la musulmana, la israelí contra la palestina, la catalana contra la española.
Esas identidades son, por su propia naturaleza, excluyentes. Los «nuestros» son los que piensan como nosotros, quienes forman parte de nuestra comunidad (y dentro de ésta, los aguerridos, los líderes, nunca los timoratos), los otros, los de fuera, son el enemigo.
Al ser excluyente, toda identidad nacional, política o deportiva, impide al individuo (o intenta impedirle) que se ponga en el lugar del otro. Pues no hay que ver al otro como «sujeto», como «persona», sino como enemigo. 
Si en la comunidad del «nosotros» hay gente que duda, hay que hostigarla, perseguirla, tacharla de blanda o de traidora. Si no odia a quien hay que odiar, si contemporiza o desea razonar; si no desea el enfrentamiento, hay que marginarla. Porque la identidad sólo es fuerte cuando es compacta, cuando ninguno de sus miembros duda. 
Pienso esto cuando veo, en «Al rojo vivo» a quienes no dejan hablar a Albert Rivera (hablar, ojo). Pienso esto cuando recuerdo a quienes, en cataluña, son tachados de españolistas sólo por decir que no desean una ruptura con España a cualquier precio. Pienso esto y lo escribo porque tengo la sensación de que en cuarenta años alguien nos pedirá cuentas y nos preguntará qué hicimos para detener lo que se avecina.
Porque hay que tener cuidado con las identidades fuertes (un apunte: al final, la posmodernidad sólo resquebrajó la identidad de clase; el resto, funcionales al capitalismo, han permanecido). Hay que tener cuidado con quienes desean subirse a un balcón y proclamar, sin más, la República Catalana. Hay que tener cuidado, claro, con quienes desde el otro lado (lo ven, ya estamos con la dicotomía uno/otros) no dudarán en pedir la intervención militar para frenar cualquier movimiento secesionista. También en España habita, obviamente, el «nosotros» y el «ellos». También habría aquí quien no dejaría jamás hablar a un representante de ERC en la puerta del sol.
El problema es que hemos llegado aquí comandados por dos personajes intelectualmente pobres, tristemente mesiánicos. Por un lado, un Rajoy que, convencido de que cualquier debate es inútil, ha evitado éste hasta que ha estado casi sobre la linea del 9 de Noviembre. El segundo un Mas que trazó unilateralmente esa línea y que se ha dejado comer terreno por una ERC cuyo único afán cercano (por encima, incluso, de defender una política de izquierdas) parece ser hacerse con el poder y luego ya veremos. 
El problema, también, es que nadie legisla sobre los sentimientos ni las identidades y el atrincheramiento del Gobierno central, negándose a que no se vote nada, sólo ayuda a que crezca la confusión y las posiciones extremas. ¿Cuántos forman de verdad la inmensa mayoría? ¿Se puede romper un pacto social con una mayoría del 50,1% o sustentarlo con ese mismo porcentaje? ¿Qué futuro, real, le espera a Cataluña fuera de España? ¿Es mejor el régimen corrupto de la transición española que el régimen corrupto del 3% pujolista?
En fin, repetimos argumentos, pero no sirve de nada. Todo apunta a algún tipo de cataclismo que, esperemos, no cueste sangre.
Por mi parte, me es fácil entender que alguien se sienta catalán y no español o que alguien crea que Cataluña es España. Lo que no me es fácil entender es que la defensa de ese pensamiento, de esa identidad que creen amenazada, les lleve a  a negar la identidad del otro; a humillar, perseguir u hostigar; a morir o a matar.

Elegir

Parafraseando el inicio de Trainspotting puedes elegir un empleo, una carrera, una familia o una tele grande que te cagas. Puedes elegir Pepsi o Coca-Cola, Microsoft o Apple, un Ferrari o un Porsche en lugar de un coche Citroën más baratito. Puedes elegir un polo de Nike en vez de uno comprado en el Alcampo, una crema antiarrugas de L´oreal o una del Mercadona, unas zapatillas Adidas en vez de una de la marca «nisu». Puedes elegir cuánto te gastas en un apartamento, en tus vacaciones, en un perro o en irte de putas. Puedes elegir si ir o no a los toros o si eres del atlético, del barça o del real madrid. Eso era, nos dijeron, el liberalismo: la libertad individual. La sacrosanta libertad individual.
Ahora bien, no se te ocurra pedir elegir entre República y Monarquía, no se te ocurra exigir poder elegir en qué modelo de Estado quieres vivir, porque entonces te convertirás automáticamente en un demente, en un rojo peligroso, en un tipo que no recuerda que, según los libros de Historia de la ESO, la República sólo trajo caos, hambre e iglesias quemadas, mientras que la Democracia llegó a España gracias al Rey. No a las manifestaciones en la calle, a la lucha de los exiliados, al FRAP o a cuantos, de una manera u otra, socavaron el régimen. No a las presiones internacionales o a la fuerza inconsciente de libertad que late en cada individuo. Fue el Rey, todopoderoso, quien decidió, clementemente, que nos devolvía lo que, por otra parte, sólo podía ser nuestro: la libertad.
Libertad para elegir Iberdrola o Unión Fenosa, Telefónica o Amena, El País o El Mundo, el PP o el PSOE, pero no para elegir en qué quieres gastarte la pasta de tus impuestos, si en mantener a un Rey al que nadie ha elegido o a un jefe del Estado salido de las urnas. La República es más cara. La República es más mala. La República no traería trabajo sino divisiones y horror. Dios nos libre de la República: usted no puede elegir.
Y es que así es el liberalismo, así es la Democracia capitalista. Y éstas son sus barreras: elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos unos trajes en una amplia gama de putos tejidos. Elige el bricolaje, y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá y ver teleconcursos que embotan la mente y explotan el espíritu, mientras llenas tu boca de puta comida basura.

Pero no pretendas elegir quién te gobierna.