Lo que se aprende en 30 años

Lo cierto es que, en cierto modo, sí se aprende algo. Por ejemplo, que es mejor estar de este lado de la batalla (el lado de quienes sufren) que del otro. 
Se aprende que escribiendo, incluso si no se consigue ningún resultado artístico, se consigue al menos no sumar más odio al odio, más crueldad a la crueldad. 
Se aprende que llega un momento en que uno debe separarse de los restos del naufragio para que estos no lo hundan también. Se aprende a reír sin ganas, a tragarte las ganas de matar, a dejar la mente en blanco durante más de un minuto. Se aprende, por supuesto, a decir adiós con cierta dignidad, a revolcarte en el fango a solas, a mantener el rostro de persona seria incluso después de diez o doce copas. 
Se aprende que hay poemas, canciones, libros y personas que poseen el don mágico de la curación: del consuelo. Y que es a eso y a ellos a quienes hay que atarse con doble nudo y argolla de seguridad: para que nunca nos falten.
Se aprende, sobre todo, que amar supone no alejarse o desprenderse del Yo (un ejercicio absurdo de servidumbre) sino en ir más allá del Yo: a ese lugar donde se entiende, usando términos sánscritos, que el âtman es igual que el brahman. Es decir, que en esencia todos somos iguales: igual de animales, igual de miserables, igual de maravillosos, igual de necesitados. 
Lo cierto es que, en cierto modo, sí se aprende algo. Por ejemplo: a callar.  

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