Delincuentes a la calle

Tiene huevos que sea el gobierno más patriotero en décadas el que haya humillado a todo el país al ceder al chantaje de China y tirar por la borda, y por vía urgente, los principios de justicia universal sobre los que se asentaba, hasta ahora, buena parte de nuestra legislación.
Tiene huevos que haya sido el gobierno qué más dice defender la seguridad, el que haya dejado en la calle (¡ay si lo hubiera hecho Zapatero!) a violadores y terroristas primero y a narcotraficantes ahora.
Supongo que la Policía Nacional y la Guardia Civil estarán muy contentos de ver cómo su trabajo de años termina en la puesta en libertad de gente claramente culpable sólo porque éste gobierno ha decidido bajarse los pantalones ante la todopoderosa china, aunque, por supuesto, las ostias en el culo no la recibirán ellos, sino nosotros.
Porque, ¿de verdad que se puede dejar en la calle a quince o veinte grandes narcotraficantes y no pasa nada? ¿De verdad que se puede negar la justicia a víctimas de genocidios en todo el mundo y no pasa nada? ¿De verdad que a esto, por más tópico que ya sea la frase, se le puede seguir llamando Justicia?
Esto, lo que es, es un casa de putas.  

Mi García Márquez

Que García Márquez era un gran escritor no lo discute, supongo, ya nadie. Y si alguien osaba hacerlo hasta hace dos días, ahora, con toda la avalancha mediática, seguro que se lo piensa dos veces antes de poner un pero a epítetos como «genio», «inugualable», «enorme», con los que los obituarios se van llenando hasta ser todos casi iguales y practicamente el mismo.
En mi caso, siempre he ido un poco a la contra con García Márquez. El libro de él que más me gusta es el que más despreciado suele ser por la crítica (acaso, por ser el primero): «la hojarasca». Guardo el recuerdo de las cuatro o cinco horas que tardé en leerlo, del tirón, como uno de los momentos más felices de mi vida lectora. Ese primer Macondo polvoriento, duro, lleno de murmullos, odios, ruinas y de la hojarasca dejada por las empresas bananeras en su huida tenía lo que, para mí, no tuvieron después los relatos de García Márquez: eso que Sabato llamó «abismo». Pulsión metafísica si prefieren. Existencialismo.
Obviamente, «Cien años de soledad» fue como un puñetazo en la mesa que no es que la hiciera temblar, es que la partió en dos. Sobre todo, en España. En Latinoamérica muchos trabajaban, desde hacía tiempo, con esa calidad eufónica y esa precisión lingüística que es, para mí, el gran logro de la novela de García Márquez y de toda su prosa. Ya estaban Borges, Onetti y Rojas Herazo; y comenzaban Rulfo, Carpentier, Vargas Llosa y Cortázar, entre otros. En España, sin embargo, la novela malvivía entre intentos vanguarditas de poco calado popular y una novela río, de contenido social, que olía a polilla. En esa situación, como digo, «Cien años de soledad» mandó a la cuneta a todos quienes creían que escribir era lo mismo que juntar letras y les puso delante la maravilla del ritmo, de la eufonía, del colorismo y, sobre todo, de la imaginación. «Cien años de soledad» vertió el Caribe en medio del páramo de Castilla y ya nada volvió a ser igual. Y esa deuda la tendremos siempre con García Márquez.
Esa y la de haber sido un magnífico escritor. Quizás, por popularidad y potencia, el mayor renovador de la prosa en castellano del siglo XX, con una novelística que, al no prescindir de lo popular (es más: al estar sustentada en lo popular), consiguió lo que para otros fue imposible: aunar calidad literaria y lectores. Y ojo: esto lejos de ser una renuncia fue el gran mérito del escritor colombiano, que consiguió escribir del pueblo y para el pueblo. 
Otra cosa distinta es que yo haya dicho (y mantenga) que, como lector, obras como «relato de un náufrago», «crónica de una muerte anunciada», «el amor en los tiempos del cólera» o «del amor y otros demonios», por citar algunos ejemplos conocidos, no me parezcan de tanta calidad como, por poner otros ejemplos: «el Alpeh», de Borges, «Rayuela», de Cortázar, «Juntacadáveres» de Onetti, «Pedro Páramo», de Rulfo o, por poner otro ejemplo colombiano, «En noviembre llega el arzobispo», de Héctor Rojas Herazo. O que entre un escritor claramente peor en el plano estético como es Sabato y García Márquez, gran sacerdote de la prosa, yo elija, pese a todo, a Sabato: tal vez por cercanía temática; tal vez porque la luminosidad de García Márquez acaba pareciéndome demasiado superficial. Tal vez porque no soy tan gran lector. 
En cualquier caso, esto es solo una opinión personal. Y teniendo en cuenta que hablamos de un tipo que, como mínimo, fue uno de los cuatro o cinco escritores más importantes en castellano de los últimos cien años, por calidad y trascendencia, mi opinión sólo puede tener ese valor: el de una opinión. La que se da al socaire de la actualidad. Sin más. 
Por otro lado, si toda la avalancha de elogios hace que se vendan (y, sobre todo, se lean) otros treinta millones de ejemplares de «cien años de soledad», pues bienvenidos sean los elogios. 
  

Mi García Márquez

Que García Márquez era un gran escritor no lo discute, supongo, ya nadie. Y si alguien osaba hacerlo hasta hace dos días, ahora, con toda la avalancha mediática, seguro que se lo piensa dos veces antes de poner un pero a epítetos como «genio», «inugualable», «enorme», con los que los obituarios se van llenando hasta ser todos casi iguales y practicamente el mismo.
En mi caso, siempre he ido un poco a la contra con García Márquez. El libro de él que más me gusta es el que más despreciado suele ser por la crítica (acaso, por ser el primero): «la hojarasca». Guardo el recuerdo de las cuatro o cinco horas que tardé en leerlo, del tirón, como uno de los momentos más felices de mi vida lectora. Ese primer Macondo polvoriento, duro, lleno de murmullos, odios, ruinas y de la hojarasca dejada por las empresas bananeras en su huida tenía lo que, para mí, no tuvieron después los relatos de García Márquez: eso que Sabato llamó «abismo». Pulsión metafísica si prefieren. Existencialismo.
Obviamente, «Cien años de soledad» fue como un puñetazo en la mesa que no es que la hiciera temblar, es que la partió en dos. Sobre todo, en España. En Latinoamérica muchos trabajaban, desde hacía tiempo, con esa calidad eufónica y esa precisión lingüística que es, para mí, el gran logro de la novela de García Márquez y de toda su prosa. Ya estaban Borges, Onetti y Rojas Herazo; y comenzaban Rulfo, Carpentier, Vargas Llosa y Cortázar, entre otros. En España, sin embargo, la novela malvivía entre intentos vanguarditas de poco calado popular y una novela río, de contenido social, que olía a polilla. En esa situación, como digo, «Cien años de soledad» mandó a la cuneta a todos quienes creían que escribir era lo mismo que juntar letras y les puso delante la maravilla del ritmo, de la eufonía, del colorismo y, sobre todo, de la imaginación. «Cien años de soledad» vertió el Caribe en medio del páramo de Castilla y ya nada volvió a ser igual. Y esa deuda la tendremos siempre con García Márquez.
Esa y la de haber sido un magnífico escritor. Quizás, por popularidad y potencia, el mayor renovador de la prosa en castellano del siglo XX, con una novelística que, al no prescindir de lo popular (es más: al estar sustentada en lo popular), consiguió lo que para otros fue imposible: aunar calidad literaria y lectores. Y ojo: esto lejos de ser una renuncia fue el gran mérito del escritor colombiano, que consiguió escribir del pueblo y para el pueblo. 
Otra cosa distinta es que yo haya dicho (y mantenga) que, como lector, obras como «relato de un náufrago», «crónica de una muerte anunciada», «el amor en los tiempos del cólera» o «del amor y otros demonios», por citar algunos ejemplos conocidos, no me parezcan de tanta calidad como, por poner otros ejemplos: «el Alpeh», de Borges, «Rayuela», de Cortázar, «Juntacadáveres» de Onetti, «Pedro Páramo», de Rulfo o, por poner otro ejemplo colombiano, «En noviembre llega el arzobispo», de Héctor Rojas Herazo. O que entre un escritor claramente peor en el plano estético como es Sabato y García Márquez, gran sacerdote de la prosa, yo elija, pese a todo, a Sabato: tal vez por cercanía temática; tal vez porque la luminosidad de García Márquez acaba pareciéndome demasiado superficial. Tal vez porque no soy tan gran lector. 
En cualquier caso, esto es solo una opinión personal. Y teniendo en cuenta que hablamos de un tipo que, como mínimo, fue uno de los cuatro o cinco escritores más importantes en castellano de los últimos cien años, por calidad y trascendencia, mi opinión sólo puede tener ese valor: el de una opinión. La que se da al socaire de la actualidad. Sin más. 
Por otro lado, si toda la avalancha de elogios hace que se vendan (y, sobre todo, se lean) otros treinta millones de ejemplares de «cien años de soledad», pues bienvenidos sean los elogios. 
  

Sin Compasión

En una entrevista que recuperaba ayer El Mundo, Manuel Valls, nuevo primer ministro de Francia, decía que frente a la inmigración la izquierda ha de perder los complejos y la compasión. Valls es la respuesta de Hollande y de la izquierda francesa al crecimiento de conservadores y ultraderecha en las últimas municipales. De Valls sabemos, ante todo, que es de origen catalán, cosa que al parecer debería alegrarnos a los hispanos como si por estos lares salieran mejor políticos que al otro lado de los pirineos o como si el triunfo (?) de un particular lo fuera de toda la raza.
En realidad, el triunfo de Valls es el triunfo del populismo. Es la cesión de la izquierda a los bajos instintos (territoriales, xenófobos, elitistas) de los votantes franceses. En España, me temo, ocurriría u ocurrirá algo parecido. Sería mucho más útil, sin duda, que la izquierda, en lugar de poner al frente a un mini-sarkozy y acercarse a los racistas se dedicara, en los barrios marginales, a ofrecer asistencia sanitaria y jurídica, a crear asociaciones de apoyo mutuo, a revitalizar sindicatos y corporaciones vecinales. Pero claro, eso es menos glamuroso que salir en el telediario y supone, además, tratar con la plebe (puag). 
No nos engañemos: hace mucho que el problema de la izquierda en Europa no es de discurso ni de teoría, sino de coherencia. No se puede vivir continuamente poniendo una vela a Dios y otra al Diablo. Porque llega el día en que la compasión la pierden los de abajo y entonces es cuando ocurre aquello que nadie quiere que ocurra: la sangre por las calles. ¿Se acuerda, señor Valls?

Sin Compasión

En una entrevista que recuperaba ayer El Mundo, Manuel Valls, nuevo primer ministro de Francia, decía que frente a la inmigración la izquierda ha de perder los complejos y la compasión. Valls es la respuesta de Hollande y de la izquierda francesa al crecimiento de conservadores y ultraderecha en las últimas municipales. De Valls sabemos, ante todo, que es de origen catalán, cosa que al parecer debería alegrarnos a los hispanos como si por estos lares salieran mejor políticos que al otro lado de los pirineos o como si el triunfo (?) de un particular lo fuera de toda la raza.
En realidad, el triunfo de Valls es el triunfo del populismo. Es la cesión de la izquierda a los bajos instintos (territoriales, xenófobos, elitistas) de los votantes franceses. En España, me temo, ocurriría u ocurrirá algo parecido. Sería mucho más útil, sin duda, que la izquierda, en lugar de poner al frente a un mini-sarkozy y acercarse a los racistas se dedicara, en los barrios marginales, a ofrecer asistencia sanitaria y jurídica, a crear asociaciones de apoyo mutuo, a revitalizar sindicatos y corporaciones vecinales. Pero claro, eso es menos glamuroso que salir en el telediario y supone, además, tratar con la plebe (puag). 
No nos engañemos: hace mucho que el problema de la izquierda en Europa no es de discurso ni de teoría, sino de coherencia. No se puede vivir continuamente poniendo una vela a Dios y otra al Diablo. Porque llega el día en que la compasión la pierden los de abajo y entonces es cuando ocurre aquello que nadie quiere que ocurra: la sangre por las calles. ¿Se acuerda, señor Valls?

Sin Compasión

En una entrevista que recuperaba ayer El Mundo, Manuel Valls, nuevo primer ministro de Francia, decía que frente a la inmigración la izquierda ha de perder los complejos y la compasión. Valls es la respuesta de Hollande y de la izquierda francesa al crecimiento de conservadores y ultraderecha en las últimas municipales. De Valls sabemos, ante todo, que es de origen catalán, cosa que al parecer debería alegrarnos a los hispanos como si por estos lares salieran mejor políticos que al otro lado de los pirineos o como si el triunfo (?) de un particular lo fuera de toda la raza.
En realidad, el triunfo de Valls es el triunfo del populismo. Es la cesión de la izquierda a los bajos instintos (territoriales, xenófobos, elitistas) de los votantes franceses. En España, me temo, ocurriría u ocurrirá algo parecido. Sería mucho más útil, sin duda, que la izquierda, en lugar de poner al frente a un mini-sarkozy y acercarse a los racistas se dedicara, en los barrios marginales, a ofrecer asistencia sanitaria y jurídica, a crear asociaciones de apoyo mutuo, a revitalizar sindicatos y corporaciones vecinales. Pero claro, eso es menos glamuroso que salir en el telediario y supone, además, tratar con la plebe (puag). 
No nos engañemos: hace mucho que el problema de la izquierda en Europa no es de discurso ni de teoría, sino de coherencia. No se puede vivir continuamente poniendo una vela a Dios y otra al Diablo. Porque llega el día en que la compasión la pierden los de abajo y entonces es cuando ocurre aquello que nadie quiere que ocurra: la sangre por las calles. ¿Se acuerda, señor Valls?

Farsantes

Los luchadores por la libertad de Ucrania o Venezuela se transmutan en terroristas o antisistemas en cuanto actúan en Euskadi o en Valladolid. Los periódicos supuestamente progresistas (dizque, «El País») chorrean de placer porque el paro ha bajado en dos mil personas, mientras ellos precarizan más a su plantilla. Suponemos, por aquí, que cuando todos nos hayamos convertidos en esclavos la cifra del paro será igual a cero y don Mariano Rajoy Brey podrá decirnos, con su habitual soberbia, que él y sólo él nos ha sacado de la crisis. 
Y luego el farsante, el engañabobos y el malvado tergiversador sin escrúpulos es Jordi Évole. Ya. 

Farsantes

Los luchadores por la libertad de Ucrania o Venezuela se transmutan en terroristas o antisistemas en cuanto actúan en Euskadi o en Valladolid. Los periódicos supuestamente progresistas (dizque, «El País») chorrean de placer porque el paro ha bajado en dos mil personas, mientras ellos precarizan más a su plantilla. Suponemos, por aquí, que cuando todos nos hayamos convertidos en esclavos la cifra del paro será igual a cero y don Mariano Rajoy Brey podrá decirnos, con su habitual soberbia, que él y sólo él nos ha sacado de la crisis. 
Y luego el farsante, el engañabobos y el malvado tergiversador sin escrúpulos es Jordi Évole. Ya. 

Henry Miller "Una pesadilla con aire acondicionado"

«Esta frenética actividad que nos tiene a todos agarrados, ricos y pobres, débiles y poderosos, ¿a dónde nos está llevando? Hay dos cosas en la vida que yo creo que todos los hombres ansían y muy pocos consiguen (pues ambas pertenecen al ámbito de lo espiritual) y son la salud y la libertad. El farmacéutico, el médico, el cirujano son incapaces de proporcionar salud; el dinero, el poder, la seguridad, la autoridad, no dan libertad. La educación nunca proporcionará sabiduría, ni las iglesias religión, ni la seguridad paz»

Henry Miller «Una pesadilla con aire acondicionado»

Henry Miller "Una pesadilla con aire acondicionado"

«Esta frenética actividad que nos tiene a todos agarrados, ricos y pobres, débiles y poderosos, ¿a dónde nos está llevando? Hay dos cosas en la vida que yo creo que todos los hombres ansían y muy pocos consiguen (pues ambas pertenecen al ámbito de lo espiritual) y son la salud y la libertad. El farmacéutico, el médico, el cirujano son incapaces de proporcionar salud; el dinero, el poder, la seguridad, la autoridad, no dan libertad. La educación nunca proporcionará sabiduría, ni las iglesias religión, ni la seguridad paz»

Henry Miller «Una pesadilla con aire acondicionado»