CONCIERTO PARA VIOLÍN Y CUERPO ROTO,
de Ana Isabel Conejo.
Ediciones Hiperión, Colección Poesía, nº 735.
72 páginas.
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Concierto para violín y cuerpo roto no es tanto una reflexión lírica sobre la enfermedad como un lamento, que vira paulatinamente hacia la senda del canto imbuido de esperanza, en torno al drástico fin de una ilusoria conciencia de invulnerabilidad, y todo ello a través de la experiencia de un cáncer de mama vivido en primera persona. El libro supone el regreso a la poesía de Ana Isabel Conejo (Tarrasa, Barcelona, 1970), tras la publicación de obras como Vidrios, vasos, luz, tardes (2004), Grises (2004), Atlas (2005), Rostros (2007) o Zapatos de cristal (2008), y la obtención de destacados galardones como el Premio “Ojo Crítico”, el Premio “Hiperión” o un accésit del Premio Adonáis. Conejo –traductora también- ha venido desarrollando, paralelamente, y bajo el nombre de Ana Alonso, una amplia faceta de narradora para público juvenil, en colaboración con Javier Pelegrín en numerosas ocasiones; labor que igualmente se ha visto reconocida gracias a premios como el “Barco de Vapor”, el “Anaya” o una distinción “White Raven”.
A la manera de la forma musical del concierto, el nuevo poemario de la autora se halla dividido en tres tramos –de hecho, los tres respectivamente se denominan “Primer movimiento”, “Segundo movimiento” y “Tercer movimiento”, sin ambages ni circunloquios-; secciones a las que se añade un epílogo denominado “Coda”, para proseguir el juego –restringido, en cualquier caso- con la terminología musical. Incluso dicha “Coda” toma la forma de canto, si bien más breve que los movimientos anteriores, de una considerable longitud y de un notable acierto a la hora de ver sostenida la doble tensión entrelazada de lirismo y discurso –las secciones segunda y tercera destacan por su lograda estructuración, frente a la más torrencial primera-. La espeluznante valentía de tantos y tantos pasajes de Concierto para violín y cuerpo roto justifican la apelación directa de su impactante inicio (“Eh, tú, no apartes la mirada. / Tengo la noche pintada en el reverso de mi cuerpo”) y conducen, en primera instancia, a la asunción de “un presente de miedo y de sabiduría” donde el cuerpo “ya siempre será grito”. Pero esa sabiduría va decantando en el sujeto poético una nueva identidad, como persona y como mujer, en la que llegan a latir ecos de la obra de Miguel Hernández: “Porque se puede ser de otra manera, / ser carne rota, / sellar lo abierto que supura / savia o sangre, / y continuar creciendo como el árbol / cuando le quitan sus mejores ramas, / con más fuerza, / paciente, / hundiendo más profundas las raíces”. Vida pese al dolor, presente depurado de miedo, amor que reinventa idiomas y territorios, y una esperanza cifrada en el poder del canto se alían en el devenir de una fecunda catarsis; también en sus momentos de alta pausa (“Me quedo quieta a veces, / escucho muy atenta / el murmullo del agua. / Sé adónde va. / Sé adónde voy. / Pero no todavía.”).
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