Por cosas como ésta hay que leer a Henry Miller…

Te arrojan al mundo como una momia pequeña y sucia; los caminos están resbaladizos de sangre y nadie sabe por qué ha de ser así. Cada cual sigue su propio camino y, aunque la tierra se pudra con cosas buenas, no hay tiempo para arrancar los frutos; la procesión se abalanza hacia el letrero de la salida, y hay tal pánico, tal ansia por salir, que los débiles y los indefensos quedan pisoteados en el fango y no se escuchan sus gritos

H.Miller «Trópico de Cáncer»

Por cosas como ésta hay que leer a Henry Miller…

Te arrojan al mundo como una momia pequeña y sucia; los caminos están resbaladizos de sangre y nadie sabe por qué ha de ser así. Cada cual sigue su propio camino y, aunque la tierra se pudra con cosas buenas, no hay tiempo para arrancar los frutos; la procesión se abalanza hacia el letrero de la salida, y hay tal pánico, tal ansia por salir, que los débiles y los indefensos quedan pisoteados en el fango y no se escuchan sus gritos

H.Miller «Trópico de Cáncer»

Vineland – Thomas Pynchon

Hay en Vineland un gusto claro por las situaciones absurdas y divertidas. Hay una crítica feroz, y no sólo a través de ese absurdo, hacia eso que llamamos contemporaneidad y que no es otra cosa que la sociedad despojada de toda inocencia, el campo de batalla ampliado, la pasta por la pasta. Hay, también, una apuesta narrativa arriesgada: un ir y venir del tiempo, un saltar de un personaje a otro, un narrador omnisciente que, sin embargo, de algún modo forma parte de la trama. Hay, en fin, una epopeya con sus horas de glorias, sus batallas perdidas, sus héroes y sus traidores. Y al final, ya lo hemos dicho, la inocencia perdida para siempre y, aun así, la necesidad de seguir viviendo o de aprender a vivir de nuevo. De construir. 
Vineland es, y esto es obvio, la cruz de una moneda cuya cara sería el tan publicitado sueño americano. La tierra de las libertades es aquí la tierra de la represión, Watchmen, 1984, el fanatismo republicano por la seguridad, lo peor de Nixon y lo peor de Reagan, la imposibilidad de fumarse un canutillo sin que alguien te espose y te meta treinta años en la cárcel. O, en el caso de Frenesí, de grabar la realidad sin que alguien intente utilizar tus vídeos y tu influencia como un arma.

Vineland – Thomas Pynchon

Hay en Vineland un gusto claro por las situaciones absurdas y divertidas. Hay una crítica feroz, y no sólo a través de ese absurdo, hacia eso que llamamos contemporaneidad y que no es otra cosa que la sociedad despojada de toda inocencia, el campo de batalla ampliado, la pasta por la pasta. Hay, también, una apuesta narrativa arriesgada: un ir y venir del tiempo, un saltar de un personaje a otro, un narrador omnisciente que, sin embargo, de algún modo forma parte de la trama. Hay, en fin, una epopeya con sus horas de glorias, sus batallas perdidas, sus héroes y sus traidores. Y al final, ya lo hemos dicho, la inocencia perdida para siempre y, aun así, la necesidad de seguir viviendo o de aprender a vivir de nuevo. De construir. 
Vineland es, y esto es obvio, la cruz de una moneda cuya cara sería el tan publicitado sueño americano. La tierra de las libertades es aquí la tierra de la represión, Watchmen, 1984, el fanatismo republicano por la seguridad, lo peor de Nixon y lo peor de Reagan, la imposibilidad de fumarse un canutillo sin que alguien te espose y te meta treinta años en la cárcel. O, en el caso de Frenesí, de grabar la realidad sin que alguien intente utilizar tus vídeos y tu influencia como un arma.

Ferias y libros

Me aburren las ferias de libros tanto como las bodas. Me aburren tanto el negocio en torno al arte como los actos institucionales y sociales en torno a la felicidad y el amor. Hay cosas que no deberían exponerse, hay cosas con las que no se debería negociar jamás. 
Las ferias no son para los escritores, ni tampoco para los lectores. Son para las editoriales y los libreros. No está mal. Hay editores honrados (creo) y muchos libreros luchadores, pero lo importante no está en el día que se compra y se vende, si no en el día que un libro se lee. El día del libro debería ser los 365 del año. Deberíamos aprender a untarnos un poco la cara y todo el cuerpo de palabras cada día, como quién se ducha o desayuna café con cereales. Y ahora más que nunca, porque nos quieren acuchillar con la espada de la ignorancia, con el arma de destrucción masiva de la competición y el consumo. Porque hemos dejado de ser unidades consumidoras para ser, ya simplemente, unidades productivas que ni piensan, ni sienten, ni padecen. 
Hay que leer para que no se nos olvide que tenemos un espíritu, un alma, aunque el alma no exista y sea un invento de los órficos y otros gurús del Mediterráneo hace más de 2.000 años. Hay que leer para que la crisis no nos arrebate la inteligencia, el sentimiento de la vida sencilla e hidalga, incluso aquello que don Ramón del Valle-Inclán, con sorna, llamaba «la voluptuosidad del ayuno». Para que no nos convenzan de que no mandamos ni en nuestro hambre, ni en nuestro dolor, ni en nuestra escasa, cada vez más pequeña, libertad. 
Hay que leer para ir cavando agujeros, trincheras de pensamiento y de palabras, para estar del lado de allá y no del de ellos, de los que matan, roban y desprecian a cuantos son más débiles, más pobres o, simplemente, distintos. Hay que leer para recuperar y devolver su valía a palabras como piedad, compasión, serenidad o consuelo. 
Hay que leer para poder seguir vivos.

P.S: En una entrevista, un autor contemporáneo, hasta ayer moderno, asegura que ha escrito su nueva novela de modo más tradicional para tener más lectores. No porque necesitase escribirla así. No porque tal forma fuera la mejor para la historia que quería contar. No porque la forma le brotase en ese estado del hambre de expresar, de contar. No. Lo hizo para tener más lectores. En ese nivel nos movemos.
Frente a ello, un texto de Machado sobre Valle-Inclán y la «voluptuosidad del ayuno» que mencionaba arriba. No se trata, claro del hambre, sino de la categoría moral que representa ese hambre. El texto, como digo, es de don Antonio Machado:

“…El capitán fracasado, no por su culpa, que llevaba consigo proyectó acaso sobre toda su vida una cierta luz de heroísmo y abnegación militar, contribuyó en mucho a aquel sentido de consagración a su arte como tarea ardua y espinosa que le distinguirá siempre de sus coetáneos, por su capacidad de renunciación ante todas las comodidades del oficio y por su inflexible lealtad a sus deberes de escritor. Como alguien nos refiriese el caso de un poeta que, abandonando las faenas de su vocación, ponía su pluma al servicio de intereses bastardos, y se tratase de hallarle disculpa en la necesidad apremiante de ganarse el pan, don Ramón exclamó: “Es un pobre diablo que no conoce la voluptuosidad del ayuno.” 
¡La voluptuosidad del ayuno! Reparad en esta magnífica frase de don Ramón y decidme qué otra ironía hubiera proferido el capitán a quien se intima la rendición por hambre de la fortaleza que, en trance desesperado, defiende. 
 «¡La voluptuosidad del ayuno” Nuestro gran don Ramón la conoció muchas veces, aunque nunca se jactó de ello. Porque Valle-Inclán, consagrado en los comienzos de su carrera literaria a una labor de formación y aprendizaje constante y profunda, a la creación de una nueva forma de expresión, a la total ruptura con el lugar común, a lo que él llamaba la unión de “las palabras por primera vez”, tuvo que renunciar para ello a todas las ventajas materiales que se ofrecían entonces a las plumas mercenarias, a las plumas que se alquilan hechas para el servicio de causas tanto más lucrativas cuanto menos recomendables.”

Ferias y libros

Me aburren las ferias de libros tanto como las bodas. Me aburren tanto el negocio en torno al arte como los actos institucionales y sociales en torno a la felicidad y el amor. Hay cosas que no deberían exponerse, hay cosas con las que no se debería negociar jamás. 
Las ferias no son para los escritores, ni tampoco para los lectores. Son para las editoriales y los libreros. No está mal. Hay editores honrados (creo) y muchos libreros luchadores, pero lo importante no está en el día que se compra y se vende, si no en el día que un libro se lee. El día del libro debería ser los 365 del año. Deberíamos aprender a untarnos un poco la cara y todo el cuerpo de palabras cada día, como quién se ducha o desayuna café con cereales. Y ahora más que nunca, porque nos quieren acuchillar con la espada de la ignorancia, con el arma de destrucción masiva de la competición y el consumo. Porque hemos dejado de ser unidades consumidoras para ser, ya simplemente, unidades productivas que ni piensan, ni sienten, ni padecen. 
Hay que leer para que no se nos olvide que tenemos un espíritu, un alma, aunque el alma no exista y sea un invento de los órficos y otros gurús del Mediterráneo hace más de 2.000 años. Hay que leer para que la crisis no nos arrebate la inteligencia, el sentimiento de la vida sencilla e hidalga, incluso aquello que don Ramón del Valle-Inclán, con sorna, llamaba «la voluptuosidad del ayuno». Para que no nos convenzan de que no mandamos ni en nuestro hambre, ni en nuestro dolor, ni en nuestra escasa, cada vez más pequeña, libertad. 
Hay que leer para ir cavando agujeros, trincheras de pensamiento y de palabras, para estar del lado de allá y no del de ellos, de los que matan, roban y desprecian a cuantos son más débiles, más pobres o, simplemente, distintos. Hay que leer para recuperar y devolver su valía a palabras como piedad, compasión, serenidad o consuelo. 
Hay que leer para poder seguir vivos.

P.S: En una entrevista, un autor contemporáneo, hasta ayer moderno, asegura que ha escrito su nueva novela de modo más tradicional para tener más lectores. No porque necesitase escribirla así. No porque tal forma fuera la mejor para la historia que quería contar. No porque la forma le brotase en ese estado del hambre de expresar, de contar. No. Lo hizo para tener más lectores. En ese nivel nos movemos.
Frente a ello, un texto de Machado sobre Valle-Inclán y la «voluptuosidad del ayuno» que mencionaba arriba. No se trata, claro del hambre, sino de la categoría moral que representa ese hambre. El texto, como digo, es de don Antonio Machado:

“…El capitán fracasado, no por su culpa, que llevaba consigo proyectó acaso sobre toda su vida una cierta luz de heroísmo y abnegación militar, contribuyó en mucho a aquel sentido de consagración a su arte como tarea ardua y espinosa que le distinguirá siempre de sus coetáneos, por su capacidad de renunciación ante todas las comodidades del oficio y por su inflexible lealtad a sus deberes de escritor. Como alguien nos refiriese el caso de un poeta que, abandonando las faenas de su vocación, ponía su pluma al servicio de intereses bastardos, y se tratase de hallarle disculpa en la necesidad apremiante de ganarse el pan, don Ramón exclamó: “Es un pobre diablo que no conoce la voluptuosidad del ayuno.” 
¡La voluptuosidad del ayuno! Reparad en esta magnífica frase de don Ramón y decidme qué otra ironía hubiera proferido el capitán a quien se intima la rendición por hambre de la fortaleza que, en trance desesperado, defiende. 
 «¡La voluptuosidad del ayuno” Nuestro gran don Ramón la conoció muchas veces, aunque nunca se jactó de ello. Porque Valle-Inclán, consagrado en los comienzos de su carrera literaria a una labor de formación y aprendizaje constante y profunda, a la creación de una nueva forma de expresión, a la total ruptura con el lugar común, a lo que él llamaba la unión de “las palabras por primera vez”, tuvo que renunciar para ello a todas las ventajas materiales que se ofrecían entonces a las plumas mercenarias, a las plumas que se alquilan hechas para el servicio de causas tanto más lucrativas cuanto menos recomendables.”

Los vagabundos ya no hacen novelas

Los vagabundos ya no hacen novelas. Lo pienso tras leer «El caminante» de Hesse (el libro más consolador que he leído en años) y «Un vagabundo toca con sordina», de ese magnífico literato y perfecto hijo de puta que fue Hamsun. Son libros donde el paisaje duro de los países centroeuropeos y nórdicos toma especial importancia porque los autores, narradores en primera persona, vagabundean por ellos con libertad y lucidez. 
En España apenas tenemos novelas vagabundas. Desde la picaresca hasta hoy, el género es un erial. Y eso que las circunstancias climatológicas favorecen más el vagabundeo literario, el andar de acá para allá. A lo mejor es que, por decirlo con términos de Hesse, somos agricultores, no cazadores-recolectores y necesitamos tener un hogar, un punto fijo. Ese gregarismo explicaría también otras cosas, como nuestra perdida capacidad de crítica individual.
Qué se yo. Esto son sólo ideas al vuelo. Lo importante, lo fascinante, son esos dos libros: «El caminante» y «Un vagabundo toca con sordina», dos obras que se leen en un tarde cada una (y no una tarde larga), pero que dejan un poso largo, fecundo, de meses y, seguramente, de años. 
«El caminante» son relatos muy cortos, acompañados de poemas y acuarelas. Son pensamientos que nacen del Hesse andarín, pero que tienen que ver con el Hesse metafísico, el que compondrá, poco después de esas letras, «Sidharta». Bien visto «El caminante» es un blog de entonces, donde, en primeras tomas y notas rápidas, el autor alemán reúne prosa, poesía e imagen. Todo ello influenciado por su particular cosmovisión, pero en esta ocasión con un tono más oscuro, pues se recogen también las percepciones de los días malos, esos en los que la fe se ha perdido y todo es gris. «Días de tormenta» y el relato sobre los árboles (no recuerdo el título exacto; era algo así como «lo que he aprendido de los árboles») son parábolas cargadas no de verdad o no sólo de verdad, sino sobre todo de esperanza y de consuelo, que es mucho más importante. 
«Un vagabundo toca con sordina» es una narración estilísticamente liviana, muy verbal incluso hoy cuando la geografía y el tiempo han puesto una gran distancia entre nosotros y la Noruega de Hamsun. El vagabundo llega a una granja en la que ha trabajado seis años atrás y donde tuvo un affaire (nunca claramente detallado) con la dueña. Ésta anda cada vez más perdida, como el dueño de la granja, un capitán del ejército al que le ha dado por beber y festejar la vida a diario. El machismo de la época no impide que, acaso por casualidad, el personaje de la mujer del capitán sea el más interesante de la obra: la mujer abandonada que necesita salir del aburrimiento, de la prisión de oro que le han preparado su marido y el mundo. Y lo hace, como Karenina, como tantas otras, a través del sexo, del amor extramarital que (es otro tópico) termina, igualmente, aburriéndola. Porque el mundo es de los hombres y, vaya donde vaya, ella no puede ser más que un objeto, como mucho, un sujeto pasivo. Puede recibir, pero nunca dar o actuar. Hacerlo es indecoroso, indigno de una dama. 
Esa pasión de fondo unida al ir y venir del narrador de la ciudad al campo y a los ajetreos y preocupaciones de sus camaradas obreros (más hacendosos que sus amos, demostrando una alienación y una falsa conciencia en las que, sin duda, Hamsun no creía) conforman esta obra de unas doscientas páginas que, pese a la tragedia que narra (y a la pésima traducción), es amable y tierna. Tanto que uno se pregunta como su autor, Hamsun, pudo hacer después lo que hizo. Pero «aguas profundas son los designios del corazón humano», dice la Biblia y tal vez eso lo resuma todo. 

Los vagabundos ya no hacen novelas

Los vagabundos ya no hacen novelas. Lo pienso tras leer «El caminante» de Hesse (el libro más consolador que he leído en años) y «Un vagabundo toca con sordina», de ese magnífico literato y perfecto hijo de puta que fue Hamsun. Son libros donde el paisaje duro de los países centroeuropeos y nórdicos toma especial importancia porque los autores, narradores en primera persona, vagabundean por ellos con libertad y lucidez. 
En España apenas tenemos novelas vagabundas. Desde la picaresca hasta hoy, el género es un erial. Y eso que las circunstancias climatológicas favorecen más el vagabundeo literario, el andar de acá para allá. A lo mejor es que, por decirlo con términos de Hesse, somos agricultores, no cazadores-recolectores y necesitamos tener un hogar, un punto fijo. Ese gregarismo explicaría también otras cosas, como nuestra perdida capacidad de crítica individual.
Qué se yo. Esto son sólo ideas al vuelo. Lo importante, lo fascinante, son esos dos libros: «El caminante» y «Un vagabundo toca con sordina», dos obras que se leen en un tarde cada una (y no una tarde larga), pero que dejan un poso largo, fecundo, de meses y, seguramente, de años. 
«El caminante» son relatos muy cortos, acompañados de poemas y acuarelas. Son pensamientos que nacen del Hesse andarín, pero que tienen que ver con el Hesse metafísico, el que compondrá, poco después de esas letras, «Sidharta». Bien visto «El caminante» es un blog de entonces, donde, en primeras tomas y notas rápidas, el autor alemán reúne prosa, poesía e imagen. Todo ello influenciado por su particular cosmovisión, pero en esta ocasión con un tono más oscuro, pues se recogen también las percepciones de los días malos, esos en los que la fe se ha perdido y todo es gris. «Días de tormenta» y el relato sobre los árboles (no recuerdo el título exacto; era algo así como «lo que he aprendido de los árboles») son parábolas cargadas no de verdad o no sólo de verdad, sino sobre todo de esperanza y de consuelo, que es mucho más importante. 
«Un vagabundo toca con sordina» es una narración estilísticamente liviana, muy verbal incluso hoy cuando la geografía y el tiempo han puesto una gran distancia entre nosotros y la Noruega de Hamsun. El vagabundo llega a una granja en la que ha trabajado seis años atrás y donde tuvo un affaire (nunca claramente detallado) con la dueña. Ésta anda cada vez más perdida, como el dueño de la granja, un capitán del ejército al que le ha dado por beber y festejar la vida a diario. El machismo de la época no impide que, acaso por casualidad, el personaje de la mujer del capitán sea el más interesante de la obra: la mujer abandonada que necesita salir del aburrimiento, de la prisión de oro que le han preparado su marido y el mundo. Y lo hace, como Karenina, como tantas otras, a través del sexo, del amor extramarital que (es otro tópico) termina, igualmente, aburriéndola. Porque el mundo es de los hombres y, vaya donde vaya, ella no puede ser más que un objeto, como mucho, un sujeto pasivo. Puede recibir, pero nunca dar o actuar. Hacerlo es indecoroso, indigno de una dama. 
Esa pasión de fondo unida al ir y venir del narrador de la ciudad al campo y a los ajetreos y preocupaciones de sus camaradas obreros (más hacendosos que sus amos, demostrando una alienación y una falsa conciencia en las que, sin duda, Hamsun no creía) conforman esta obra de unas doscientas páginas que, pese a la tragedia que narra (y a la pésima traducción), es amable y tierna. Tanto que uno se pregunta como su autor, Hamsun, pudo hacer después lo que hizo. Pero «aguas profundas son los designios del corazón humano», dice la Biblia y tal vez eso lo resuma todo.