Ferias y libros

Me aburren las ferias de libros tanto como las bodas. Me aburren tanto el negocio en torno al arte como los actos institucionales y sociales en torno a la felicidad y el amor. Hay cosas que no deberían exponerse, hay cosas con las que no se debería negociar jamás. 
Las ferias no son para los escritores, ni tampoco para los lectores. Son para las editoriales y los libreros. No está mal. Hay editores honrados (creo) y muchos libreros luchadores, pero lo importante no está en el día que se compra y se vende, si no en el día que un libro se lee. El día del libro debería ser los 365 del año. Deberíamos aprender a untarnos un poco la cara y todo el cuerpo de palabras cada día, como quién se ducha o desayuna café con cereales. Y ahora más que nunca, porque nos quieren acuchillar con la espada de la ignorancia, con el arma de destrucción masiva de la competición y el consumo. Porque hemos dejado de ser unidades consumidoras para ser, ya simplemente, unidades productivas que ni piensan, ni sienten, ni padecen. 
Hay que leer para que no se nos olvide que tenemos un espíritu, un alma, aunque el alma no exista y sea un invento de los órficos y otros gurús del Mediterráneo hace más de 2.000 años. Hay que leer para que la crisis no nos arrebate la inteligencia, el sentimiento de la vida sencilla e hidalga, incluso aquello que don Ramón del Valle-Inclán, con sorna, llamaba «la voluptuosidad del ayuno». Para que no nos convenzan de que no mandamos ni en nuestro hambre, ni en nuestro dolor, ni en nuestra escasa, cada vez más pequeña, libertad. 
Hay que leer para ir cavando agujeros, trincheras de pensamiento y de palabras, para estar del lado de allá y no del de ellos, de los que matan, roban y desprecian a cuantos son más débiles, más pobres o, simplemente, distintos. Hay que leer para recuperar y devolver su valía a palabras como piedad, compasión, serenidad o consuelo. 
Hay que leer para poder seguir vivos.

P.S: En una entrevista, un autor contemporáneo, hasta ayer moderno, asegura que ha escrito su nueva novela de modo más tradicional para tener más lectores. No porque necesitase escribirla así. No porque tal forma fuera la mejor para la historia que quería contar. No porque la forma le brotase en ese estado del hambre de expresar, de contar. No. Lo hizo para tener más lectores. En ese nivel nos movemos.
Frente a ello, un texto de Machado sobre Valle-Inclán y la «voluptuosidad del ayuno» que mencionaba arriba. No se trata, claro del hambre, sino de la categoría moral que representa ese hambre. El texto, como digo, es de don Antonio Machado:

“…El capitán fracasado, no por su culpa, que llevaba consigo proyectó acaso sobre toda su vida una cierta luz de heroísmo y abnegación militar, contribuyó en mucho a aquel sentido de consagración a su arte como tarea ardua y espinosa que le distinguirá siempre de sus coetáneos, por su capacidad de renunciación ante todas las comodidades del oficio y por su inflexible lealtad a sus deberes de escritor. Como alguien nos refiriese el caso de un poeta que, abandonando las faenas de su vocación, ponía su pluma al servicio de intereses bastardos, y se tratase de hallarle disculpa en la necesidad apremiante de ganarse el pan, don Ramón exclamó: “Es un pobre diablo que no conoce la voluptuosidad del ayuno.” 
¡La voluptuosidad del ayuno! Reparad en esta magnífica frase de don Ramón y decidme qué otra ironía hubiera proferido el capitán a quien se intima la rendición por hambre de la fortaleza que, en trance desesperado, defiende. 
 «¡La voluptuosidad del ayuno” Nuestro gran don Ramón la conoció muchas veces, aunque nunca se jactó de ello. Porque Valle-Inclán, consagrado en los comienzos de su carrera literaria a una labor de formación y aprendizaje constante y profunda, a la creación de una nueva forma de expresión, a la total ruptura con el lugar común, a lo que él llamaba la unión de “las palabras por primera vez”, tuvo que renunciar para ello a todas las ventajas materiales que se ofrecían entonces a las plumas mercenarias, a las plumas que se alquilan hechas para el servicio de causas tanto más lucrativas cuanto menos recomendables.”

Ferias y libros

Me aburren las ferias de libros tanto como las bodas. Me aburren tanto el negocio en torno al arte como los actos institucionales y sociales en torno a la felicidad y el amor. Hay cosas que no deberían exponerse, hay cosas con las que no se debería negociar jamás. 
Las ferias no son para los escritores, ni tampoco para los lectores. Son para las editoriales y los libreros. No está mal. Hay editores honrados (creo) y muchos libreros luchadores, pero lo importante no está en el día que se compra y se vende, si no en el día que un libro se lee. El día del libro debería ser los 365 del año. Deberíamos aprender a untarnos un poco la cara y todo el cuerpo de palabras cada día, como quién se ducha o desayuna café con cereales. Y ahora más que nunca, porque nos quieren acuchillar con la espada de la ignorancia, con el arma de destrucción masiva de la competición y el consumo. Porque hemos dejado de ser unidades consumidoras para ser, ya simplemente, unidades productivas que ni piensan, ni sienten, ni padecen. 
Hay que leer para que no se nos olvide que tenemos un espíritu, un alma, aunque el alma no exista y sea un invento de los órficos y otros gurús del Mediterráneo hace más de 2.000 años. Hay que leer para que la crisis no nos arrebate la inteligencia, el sentimiento de la vida sencilla e hidalga, incluso aquello que don Ramón del Valle-Inclán, con sorna, llamaba «la voluptuosidad del ayuno». Para que no nos convenzan de que no mandamos ni en nuestro hambre, ni en nuestro dolor, ni en nuestra escasa, cada vez más pequeña, libertad. 
Hay que leer para ir cavando agujeros, trincheras de pensamiento y de palabras, para estar del lado de allá y no del de ellos, de los que matan, roban y desprecian a cuantos son más débiles, más pobres o, simplemente, distintos. Hay que leer para recuperar y devolver su valía a palabras como piedad, compasión, serenidad o consuelo. 
Hay que leer para poder seguir vivos.

P.S: En una entrevista, un autor contemporáneo, hasta ayer moderno, asegura que ha escrito su nueva novela de modo más tradicional para tener más lectores. No porque necesitase escribirla así. No porque tal forma fuera la mejor para la historia que quería contar. No porque la forma le brotase en ese estado del hambre de expresar, de contar. No. Lo hizo para tener más lectores. En ese nivel nos movemos.
Frente a ello, un texto de Machado sobre Valle-Inclán y la «voluptuosidad del ayuno» que mencionaba arriba. No se trata, claro del hambre, sino de la categoría moral que representa ese hambre. El texto, como digo, es de don Antonio Machado:

“…El capitán fracasado, no por su culpa, que llevaba consigo proyectó acaso sobre toda su vida una cierta luz de heroísmo y abnegación militar, contribuyó en mucho a aquel sentido de consagración a su arte como tarea ardua y espinosa que le distinguirá siempre de sus coetáneos, por su capacidad de renunciación ante todas las comodidades del oficio y por su inflexible lealtad a sus deberes de escritor. Como alguien nos refiriese el caso de un poeta que, abandonando las faenas de su vocación, ponía su pluma al servicio de intereses bastardos, y se tratase de hallarle disculpa en la necesidad apremiante de ganarse el pan, don Ramón exclamó: “Es un pobre diablo que no conoce la voluptuosidad del ayuno.” 
¡La voluptuosidad del ayuno! Reparad en esta magnífica frase de don Ramón y decidme qué otra ironía hubiera proferido el capitán a quien se intima la rendición por hambre de la fortaleza que, en trance desesperado, defiende. 
 «¡La voluptuosidad del ayuno” Nuestro gran don Ramón la conoció muchas veces, aunque nunca se jactó de ello. Porque Valle-Inclán, consagrado en los comienzos de su carrera literaria a una labor de formación y aprendizaje constante y profunda, a la creación de una nueva forma de expresión, a la total ruptura con el lugar común, a lo que él llamaba la unión de “las palabras por primera vez”, tuvo que renunciar para ello a todas las ventajas materiales que se ofrecían entonces a las plumas mercenarias, a las plumas que se alquilan hechas para el servicio de causas tanto más lucrativas cuanto menos recomendables.”