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Otoño de Ángel Jesús Martín González Cuatro Estaciones, Versos para Ella
OTOÑO
Amanecer en otoño desde mi refugio en la montaña.
Llegan las primeras brumas del día,
pintando los madroños de grana y oro.
Equinoccio de otoño, ya brotan los primeros retoños.
Dalias, jacintos y crisantemos te esperan
en la amarilla pradera de oro y de azul cielo.
Observo caer hojas de álamos y abedules al atardecer,
haciéndome morir y a la vez renacer.
Tristes notas que emanan de mi viejo piano
me hacen despertar, invitándome a tocar.
Dejo llevar mis manos por mi ansioso piano,
que no quiere detenerse de tocar.
Lágrimas caen en mi interior,
sin entender bien el motivo.
Podría ser simplemente el triste olvido.
Sigo tocando. Ahora mi mente viaja sola
por bosques de hayas y arces rojos.
Bellos petirrojos cantando me acompañan
en esta extraña pero bonita melodía.
Sigo acariciando mi piano,
viendo caer desde mi ventana
hojas ocres de abedules,
que en el cielo se balancean.
El arroyo cercano se las lleva muertas,
cual procesión, con el viento del norte
en su frío viaje a ninguna parte.
Es hora de salir al jardín
para quitar las hojas de mi solitario banco de piedra,
que empieza a tener algo de verdín.
Los chasquidos de la leña me llaman al interior.
Empieza a hacer frío y hay que seguir tocando.
Jilgueros y ruiseñores esperan con honores
la cálida melodía.
Notas tranquilas y suaves me reconfortan
al recordar a la mujer querida y nunca conseguida.
Escribí un día, en una de las hojas
que bajaban por el arroyuelo,
palabras de amor para ella,
por si el destino acierta en su largo camino.
Bonito soñar, bonito vivir,
y aun así, sin amor, ser feliz.
Ya llegará el duro invierno
y para entonces tendré preparada buena leña.
Ojalá me acompañes eternamente
junto a este viejo piano.
Mientras, seguiré tocando
por si acaso escuchas de lejos tu canción preferida.
Los petirrojos te siguen esperando.
Ángel Jesús Martín González
Cuatro Estaciones, Versos para Ella (Editorial Poesía eres tú, 2025)
LA MÚSICA DEL TIEMPO QUE CAE
Hay poemas que son umbral, puerta entreabierta hacia ese territorio donde la palabra deja de explicar y empieza a resonar, como las teclas de un piano viejo que no necesita partitura porque toca desde la memoria de las manos. “Otoño” es uno de esos poemas que no se leen tanto como se habitan, que invitan a entrar en el refugio de montaña donde todo huele a leña crepitante, a tierra húmeda cubierta de brumas, a hojas muertas que el viento arrastra con delicadeza de cortejo fúnebre. Es un poema que suena antes de decir, que nos llega por el oído interno antes que por el entendimiento, como esas melodías que reconocemos sin saber dónde las aprendimos.
Desde el primer verso, Martín González nos sitúa en un espacio de soledad elegida, no impuesta: un refugio en la montaña que es al mismo tiempo guarida física y santuario emocional. El otoño llega con sus brumas matinales que pintan los madroños de grana y oro, colores que son fuego apagándose, vida que se retira con dignidad cromática. Ese equinoccio de otoño que anuncia retoños nuevos es, paradójicamente, promesa de futuro en medio de la caída: incluso cuando todo muere, algo se prepara para renacer. Esa dialéctica entre muerte y renovación atraviesa todo el poema como un bajo continuo, como esas notas graves del piano que sostienen la melodía aunque nadie las escuche conscientemente.
Y entonces aparece el verso que es eje, bisagra, corazón del poema: “Observo caer hojas de álamos y abedules al atardecer, / haciéndome morir y a la vez renacer”. Aquí no hay metáfora sino identificación ontológica: el yo poético no se parece a las hojas que caen; es las hojas que caen. Morir y renacer no son conceptos ni símbolos, son experiencia simultánea, contradicción que se vive en el cuerpo, en la respiración que se corta al ver la belleza de lo que se va. Ese atardecer es hora de frontera, tiempo suspendido entre el día que fue y la noche que vendrá, y en esa suspensión el poeta descubre que la pérdida no anula la vida sino que la intensifica, como si solo pudiéramos entender el valor de estar vivos cuando contemplamos cómo todo lo demás se muere.
El piano entra entonces en escena, y el poema cambia de registro. Ya no estamos en el paisaje exterior sino en el paisaje sonoro del alma. Ese viejo piano que emana tristes notas es más que instrumento: es interlocutor, compañero de duelo, testigo silencioso que reclama ser tocado como si la música fuera la única forma de exorcizar el dolor o de darle forma habitable. Las manos del poeta se dejan llevar por el piano ansioso “que no quiere detenerse de tocar”, y en esa inversión sintáctica —no es el poeta quien toca sino el piano quien exige ser tocado— se revela una verdad profunda: a veces no elegimos expresar el dolor, es el dolor quien nos elige para expresarse.
Entonces vienen las lágrimas que caen “en mi interior”, lágrimas no derramadas sino contenidas, lloradas hacia adentro donde nadie las ve pero duelen más. Y el poeta confiesa que no entiende bien el motivo: “Podría ser simplemente el triste olvido”. Esa incertidumbre es honesta, humana. No todo dolor tiene causa clara; a veces lloramos porque algo se olvidó, porque alguien ya no está en la memoria con la nitidez que tuvo, y esa pérdida de la pérdida —olvidar que hemos olvidado— duele con dolor sin nombre.
Pero el poema no se queda en el lamento. La música sigue sonando y la mente viaja sola por bosques de hayas y arces rojos, acompañada por petirrojos que cantan “en esta extraña pero bonita melodía”. Esos petirrojos son presencias aladas que traen consuelo, voces de la naturaleza que armonizan con las notas del piano creando una sinfonía involuntaria donde el arte humano y el canto natural se funden. La melancolía aquí no es oscura sino luminosa, atravesada por rayos de belleza que hacen soportable el dolor.
Mientras el piano suena, las hojas siguen cayendo desde la ventana —esa ventana recurrente que es ojo del alma— y el poeta las ve balancearse en el cielo antes de que el arroyo cercano se las lleve “muertas, / cual procesión, con el viento del norte / en su frío viaje a ninguna parte”. Esa procesión de hojas muertas es liturgia natural, ceremonia fúnebre sin sacerdotes donde el agua oficia de última morada y el viento del norte —frío, implacable— empuja hacia un destino que es ningún destino. La muerte aquí no tiene sentido trascendente; las hojas van “a ninguna parte”, y en esa aceptación de la finitud sin consuelo metafísico hay una serenidad estoica, una madurez que no necesita inventar cielos para poder seguir viviendo.
El poeta sale entonces al jardín a limpiar las hojas del banco de piedra que empieza a tener “algo de verdín”. Ese gesto cotidiano —quitar hojas muertas de un banco— es acto de resistencia suave contra el avance del olvido, contra la naturaleza que todo lo cubre, todo lo borra. El banco con verdín es rastro del tiempo que pasa sin que nadie se siente, soledad que se hace visible en el musgo. Y los chasquidos de la leña que arden en la chimenea llaman al interior: “Empieza a hacer frío y hay que seguir tocando”. Esa obligación —hay que seguir tocando— no es imposición externa sino mandato interior, necesidad vital de seguir haciendo música aunque nadie escuche, aunque la mujer querida nunca venga.
Porque entonces aparece ella, la ausente que es centro de todo: “la mujer querida y nunca conseguida”. Nueve palabras que contienen una biografía emocional completa. Querida pero nunca conseguida: amor que existió en el deseo pero no en la consumación, mujer que fue real pero inalcanzable, fantasma de carne que habita la memoria como habitan los muertos nuestros sueños. Y el poeta confiesa que escribió “un día, en una de las hojas / que bajaban por el arroyuelo, / palabras de amor para ella, / por si el destino acierta en su largo camino”. Ese gesto es de una ternura desgarradora: escribir palabras de amor en una hoja que el agua se llevará, confiar en que el azar —o el destino— haga llegar el mensaje a quien nunca lo recibirá. Es acto de fe poética, de esperanza sin esperanza, de amor que sabe que es imposible pero se dice igual porque el amor verdadero no calcula probabilidades.
Y entonces viene la aceptación final, el verso que es clave de bóveda de todo el poema: “Bonito soñar, bonito vivir, / y aun así, sin amor, ser feliz”. Aquí reside la sabiduría conquistada tras haber atravesado todas las estaciones del dolor. Es posible —dice el poeta— soñar con belleza, vivir con plenitud, y aun así, sin amor, ser feliz. No es resignación derrotada sino aceptación luminosa: la felicidad no depende de que el amor sea correspondido, de que la mujer querida venga finalmente, de que el otoño deje de ser otoño. La felicidad es decisión, capacidad de encontrar belleza en las hojas que caen, en los petirrojos que cantan, en las notas del piano que suenan aunque nadie las escuche salvo el propio poeta y los pájaros.
El poema cierra con una esperanza condicional: “Ojalá me acompañes eternamente / junto a este viejo piano”. Ojalá, palabra árabe que invoca a Dios sin nombrarlo, que dice “si Dios quiere” pero en diminutivo, en voz baja, sin exigir. Y mientras esa compañía no llega —o llega y se va, o nunca llega— el poeta “seguirá tocando / por si acaso escuchas de lejos tu canción preferida”. Ese “por si acaso” es devastador de puro humilde: no hay certeza de que ella escuche, no hay siquiera certeza de que esté viva o cerca, pero se toca igual, porque tocar es forma de seguir vivo, de seguir amando, de seguir esperando sin que la esperanza mate.
“Los petirrojos te siguen esperando” es el verso final, y en él se condensa toda la fidelidad natural del amor que no se rinde. Los petirrojos —aves que en la tradición europea simbolizan la esperanza y la renovación— siguen esperando, como sigue esperando el piano, como sigue esperando el otoño, como sigue esperando el poeta. Esa espera no es pasiva sino activa: se espera tocando, se espera observando las hojas caer, se espera escribiendo palabras en hojas que el arroyo se lleva.
“Otoño” es, en síntesis, un poema sobre la belleza del dolor aceptado, sobre cómo la melancolía puede ser luminosa si se la mira con ojos limpios, sin resentimiento. Es poema sobre la soledad elegida como espacio de creación, sobre el arte —el piano, la poesía— como forma de habitar la ausencia sin que la ausencia nos destruya. Es, finalmente, un poema sobre la madurez emocional que consiste en saber que podemos ser felices aunque no tengamos todo lo que deseamos, que la vida sigue siendo hermosa aunque el amor no sea correspondido, que vale la pena seguir tocando el piano aunque nadie venga a escucharnos, porque tocar es ya una forma de amor, y el amor verdadero no necesita respuesta para justificarse. Solo necesita ser, como las hojas que caen necesitan caer, como el otoño necesita venir después del verano, como el piano necesita ser tocado por manos que conocen el dolor y aun así eligen la música.
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CRÍTICA LITERARIA: CUATRO ESTACIONES, VERSOS PARA ELLA
CRÍTICA LITERARIA: CUATRO ESTACIONES, VERSOS PARA ELLA
Ángel Jesús Martín González
Editorial Poesía eres tú, 2025
La intimidad del paisaje como refugio emocional
Ángel Jesús Martín González (Jerez de la Frontera, 1963) es técnico de empresas turísticas y director de hotel con más de treinta años de experiencia profesional. Su trayectoria literaria es reciente pero significativa: tras publicar un libro de cuentos infantiles, presenta ahora su primer poemario, fruto de dos años de escritura sostenida. Estamos, por tanto, ante una voz que llega a la poesía desde la madurez vital, con una perspectiva consolidada sobre el amor, la memoria y la fugacidad del tiempo. Esta condición de poeta que no procede del círculo académico ni de los talleres literarios profesionales marca inevitablemente el tono de Cuatro Estaciones, Versos para Ella: una poesía de la experiencia directa, sin artificios intelectuales, que privilegia la sinceridad emocional sobre la sofisticación formal.
Resumen: Un ciclo amoroso entre el calendario natural y el calendario del corazón
El poemario articula su discurso en torno al ciclo de las cuatro estaciones, empleándolas como estructura simbólica para narrar las distintas fases del amor: el enamoramiento primaveral (“Desde mi helada ventana ansiaba tu llegada”), la plenitud sensorial del verano (“Olor a salitre, romper de olas a tu lado”), la melancolía reflexiva del otoño (“Observo caer hojas de álamos y abedules al atardecer, / haciéndome morir y a la vez renacer”) y la soledad esperanzada del invierno (“Esta próxima primavera volveré a buscarte”). La obra reúne treinta y cinco composiciones que alternan entre poemas extensos dedicados a cada estación y piezas breves sobre temas específicos: el desamor, los espacios andaluces, la memoria infantil, la trascendencia. El yo poético observa la naturaleza desde una ventana recurrente —símbolo de la distancia entre el deseo y su objeto— y construye un universo donde el paisaje exterior funciona como correlato del paisaje interior del sentimiento.
Estructura: El tiempo cíclico como consuelo ante la pérdida
La organización del poemario sigue la lógica del año natural, pero no de forma mecánica. Cada estación funciona como núcleo emocional que irradia hacia los poemas circundantes. Primavera establece el tono de la espera ansiosa y el encuentro frustrado; verano lo desarrolla hacia la plenitud de los sentidos y los recuerdos luminosos; otoño introduce la melancolía del artista solitario junto al piano; invierno conduce a la soledad resistente pero nunca desesperada. Esta estructura cíclica genera una expectativa consoladora: el lector anticipa que tras el invierno más crudo volverá la primavera, lo que atenúa la sensación de pérdida definitiva.
La alternancia entre composiciones extensas (los cuatro poemas estacionales) y piezas breves (“Gotas de Rocío”, “Luz de luna”, “Tu sonrisa”) crea un ritmo de respiración natural que evita la monotonía. Los poemas sobre espacios concretos —”Pueblos blancos”, “La Caleta”, “Patio andaluz”— funcionan como anclas geográficas que dotan al libro de identidad territorial: el amor abstracto se concreta en la luz específica de Andalucía, en el olor a azahar de los patios jerezanos, en el salitre de las playas gaditanas. El cierre con “Campesina en campos de lavanda” ofrece una resolución serena: “El final se acerca y yo me doy cuenta. / No existe el lamento, feliz me siento”. Esta aceptación resignada del ciclo vital resignifica todo el recorrido anterior, sugiriendo que el dolor ha conducido a una sabiduría.
Estilo y Lenguaje: Accesibilidad emocional y densidad sensorial
Martín González emplea un verso libre sin sujeción a esquemas métricos clásicos, aunque se detectan cadencias endecasilábicas ocasionales que dotan de ritmo natural a la lectura. No hay rima sistemática, pero abundan las asonancias internas, las aliteraciones y los paralelismos sintácticos que generan musicalidad: “Gotas de rocío que caen sobre mi viejo limonero. / Gotas de rocío que bañan tu cuerpo entero, / y gotas que para mí quiero”. El encabalgamiento es frecuente, creando un flujo continuo de pensamiento que imita el discurrir meditativo de la conciencia.
El lenguaje es accesible pero no simplista. El autor construye imágenes a través de enumeraciones sensoriales abundantes: “Geranios, gitanillas, azahares y hortensias”; “Dalias, jacintos y crisantemos”; “Jilgueros, ruiseñores, petirrojos”. Esta técnica acumulativa, heredera de los catálogos poéticos renacentistas, crea una sensación de profusión natural, de mundo desbordante que abruma al yo lírico. La sinestesia es recurrente: “armónico ruido”, “música de lluvia”, “olores a lavanda, jazmines y canela” mezclados con “luz clara” que atraviesa las hojas. El resultado es una poesía corpórea, anclada en la materialidad sensorial del mundo.
Las técnicas retóricas empleadas pertenecen al repertorio tradicional: personificación (“las piedras lloran”, “el piano llama”), apóstrofe (“No te vayas, Primavera”), anáfora (“Vuelo alto de palomas. / Vuelo alto de mi alma…”), antítesis (“haciéndome morir y a la vez renacer”). No hay experimentación formal ni ruptura con la tradición: el autor se inscribe conscientemente en una poética de la claridad expresiva.
Ambientación: Andalucía como patria emocional
El entorno geográfico es fundamental en este poemario. Andalucía no es decorado sino espacio de identidad, territorio donde el yo poético arraiga su memoria y su deseo. Los pueblos blancos, los patios encalados con pozos y jazmines, La Caleta gaditana, los campos de girasoles y trigo, las playas mediterráneas configuran una geografía emocional reconocible. Esta ambientación influye decisivamente en el tono: la luz andaluza, descrita con abundancia de colores (“rosados, púrpuras y anaranjados en atardecer soñado”), genera una atmósfera de lirismo luminoso incluso en los momentos más melancólicos.
El mar aparece como espacio de libertad y pasión: “Déjate llevar por los sonidos del mar, / la locura de amar”. La montaña invernal, con sus abetos y nieve, representa el refugio interior, la introspección necesaria. Los jardines y patios funcionan como espacios de intimidad protegida, microclimas donde el yo poético puede contemplar en paz el paso del tiempo. Esta ambientación conecta la obra con la tradición andaluza del jardín como paraíso terrenal, presente desde la poesía árabe medieval hasta García Lorca.
Interpretación: El amor como liturgia natural
Más allá del argumento superficial —un hombre que recuerda un amor perdido mientras observa las estaciones— el poemario propone una visión del amor como participación en el ciclo cósmico. El yo poético no se limita a comparar su estado anímico con las estaciones: se identifica ontológicamente con ellas. “Haciéndome morir y a la vez renacer” con las hojas que caen sugiere que el dolor amoroso no es accidente biográfico sino condición existencial, inscrita en la naturaleza misma de la vida.
La ventana recurrente simboliza la distancia insalvable entre el yo y el mundo, entre el deseo y su objeto. Desde ella se observa pero no se posee; se espera pero no se alcanza. Esta ventana es también metáfora de la conciencia: el poeta está separado de la naturaleza por el cristal de la reflexión, no puede simplemente ser como las flores o las aves, sino que debe contemplar y verbalizar. La poesía nace precisamente de esa imposibilidad de fusión completa.
Las aves —golondrinas, petirrojos, palomas— funcionan como mensajeras entre lo terrenal y lo trascendente. En “Vuelo alto”, las palomas llevan el alma herida del poeta en busca de sanación divina: “Que puedan sanarme de tanto dolor / y dejarme, en un instante, al lado del Dios Salvador”. Esta dimensión metafísica introduce una esperanza que trasciende el ciclo natural: el amor terrestre fracasado encuentra consuelo en la promesa de un reencuentro celestial.
Juicio Crítico: Sinceridad sin innovación
La principal fortaleza de Cuatro Estaciones, Versos para Ella reside en su autenticidad emocional. No hay pose ni artificio: el lector percibe una voz genuina que expresa dolor, nostalgia, deseo y esperanza sin disfraces intelectuales. La coherencia del universo simbólico —estaciones, ventana, aves, mar, jardines— construye un mundo poético reconocible y emocionalmente eficaz. La accesibilidad del lenguaje permite que lectores no especializados conecten inmediatamente con las emociones propuestas.
Sin embargo, la obra carece de originalidad formal y conceptual. Las imágenes empleadas pertenecen mayoritariamente al repertorio tradicional de la poesía amorosa española sin renovación significativa: el amor como fuego, la mujer como flor, el otoño como melancolía, la primavera como renacimiento. La estructura cíclica de las estaciones ha sido explorada desde Virgilio hasta Vivaldi, pasando por numerosos poetas románticos y contemporáneos. Martín González no aporta una mirada nueva sobre estos temas universales, sino que los reitera con sinceridad pero sin sorpresa.
La tendencia al sentimentalismo explícito limita la polisemia de los poemas. El autor declara directamente sus emociones (“Mi dolor es ya demasiado profundo”, “Te diría sin palabras lo mucho que me guardé”) en lugar de sugerirlas o encarnarlas en imágenes oblicuas. Esta franqueza puede resultar refrescante para lectores cansados de la opacidad hermética de cierta poesía contemporánea, pero reduce la participación activa del lector en la construcción del sentido. El poema muestra más de lo que sugiere, explica más de lo que insinúa.
Desde el punto de vista técnico, el manejo del verso libre es competente pero no excepcional. Los ritmos son naturales, las pausas respiratorias adecuadas, pero no hay audacias prosódicas ni experimentación rítmica que destaquen. La ausencia de rima sistemática se compensa parcialmente con aliteraciones y asonancias, pero el resultado es de fluidez correcta sin memorabilidad sonora especial.
En términos de coherencia interna, la obra es sólida: no hay poemas disonantes, no hay rupturas estilísticas bruscas, no hay temas ajenos al universo establecido. El equilibrio entre momentos de tensión emocional y pasajes de serenidad contemplativa está bien calibrado. La progresión desde la esperanza primaveral hasta la aceptación final ofrece un arco narrativo satisfactorio.
El impacto emocional dependerá del perfil del lector. Para quienes buscan identificación emocional directa, belleza descriptiva y consuelo poético, el libro cumple plenamente su función. Para lectores habituados a propuestas experimentales, conceptualmente densas o formalmente innovadoras, la obra resultará convencional y predecible.
Contexto Histórico y Cultural: Poesía del yo en tiempos de precariedad afectiva
El poemario se publica en 2025, en un contexto literario español marcado por la diversidad estética: coexisten la poesía crítica de conciencia social, la experimental lingüística, la confesional urbana, la ecopoética y la neorromántica. Martín González se inscribe claramente en esta última corriente, que reivindica la emoción directa, la transparencia comunicativa y la función consoladora de la poesía frente al cinismo y la ironía dominantes en parte de la cultura contemporánea.
En un tiempo marcado por la precariedad afectiva —relaciones líquidas, vínculos efímeros, amor mercantilizado— este poemario propone una visión romántica en el sentido histórico del término: el amor como experiencia totalizadora, la naturaleza como espacio de verdad, la memoria como construcción de identidad. Esta elección estética puede leerse como resistencia conservadora frente a la fragmentación posmoderna, o como nostalgia de estabilidades perdidas. En cualquier caso, conecta con un sector amplio de lectores que buscan en la poesía refugio emocional antes que desafío intelectual.
Culturalmente, la obra refleja una Andalucía idealizada, más cercana a la postal turística que a la realidad socioeconómica contemporánea. Los pueblos blancos, los patios floridos, las playas luminosas aparecen despojados de conflicto social, de problemas económicos, de tensiones históricas. Es una Andalucía atemporal, mítica, que funciona como paraíso perdido del yo poético. Esta idealización puede criticarse como evasión de lo real, pero también puede defenderse como construcción de un espacio simbólico donde la belleza y la emoción tienen prioridad sobre la denuncia social.
Comparación con Poetas del Siglo XX: Tradición sin ruptura
Para situar la voz de Martín González en el panorama poético español, resulta útil compararlo con algunos poetas del siglo XX que han trabajado temas afines.
Vicente Aleixandre (1898-1984), Premio Nobel de Literatura en 1977, desarrolló una poesía del amor cósmico donde el ser humano se funde con la naturaleza. En obras como La destrucción o el amor (1935) y Sombra del paraíso (1944), Aleixandre canta al amor como fuerza telúrica y a la naturaleza como centro de todo. Su lenguaje, sin embargo, es surrealista, irracional, plagado de imágenes oníricas: “Cuerpo feliz que fluye entre mis manos, / rostro amado donde contemplo el mundo”. Martín González comparte con Aleixandre la exaltación de la naturaleza y el amor como unidad, pero carece de la intensidad visionaria y el lenguaje de ruptura del poeta sevillano. Donde Aleixandre emplea metáforas insólitas y sintaxis convulsiva, Martín González prefiere la descripción sensorial directa y la sintaxis natural.
Claudio Rodríguez (1934-1999), poeta zamorano de la Generación del 50, cultivó una “poesía reflexiva y severa, cuyo discurrir fluye armoniosamente ante la contemplación de la naturaleza, la existencia de los hombres y la consideración de su posible trascendencia”. En obras como Don de la ebriedad (1953) y Alianza y condena (1965), Rodríguez explora la relación entre el ser humano y el cosmos desde una perspectiva casi mística, con un lenguaje lírico y filosóficamente denso. Martín González coincide con Rodríguez en el tratamiento contemplativo de la naturaleza y en la búsqueda de trascendencia, pero su voz es menos filosófica y más emotiva, menos compleja sintácticamente y más accesible.
Con Antonio Machado (1875-1939), Martín González comparte el gusto por el paisaje como proyección del alma y la melancolía elegíaca. El Machado de Campos de Castilla (1912) también poetiza el paisaje español —aunque castellano en su caso— como espacio de memoria y reflexión existencial. Sin embargo, Machado incorpora una dimensión histórica y crítica (España como problema, la reflexión sobre la tradición) que está ausente en Martín González, cuya mirada es exclusivamente intimista.
La distancia con poetas contemporáneos como Olvido García Valdés (León, 1950) es considerable. García Valdés, en obras como Lo solo del animal (2012), emplea un lenguaje fragmentario, elíptico, con fuerte carga filosófica, donde la naturaleza aparece desde una perspectiva casi científica, fenomenológica. Martín González se sitúa en el polo opuesto: expansión discursiva frente a condensación, emoción explícita frente a distanciamiento reflexivo.
En síntesis, Cuatro Estaciones, Versos para Ella dialoga con la tradición lírica española del paisaje y el amor (Bécquer, Machado, Juan Ramón Jiménez en su etapa sensitiva, Aleixandre en su vertiente más accesible), pero sin incorporar las innovaciones formales de las vanguardias del 27 ni las complejidades conceptuales de la poesía del conocimiento de los años 50-60. Se trata de una poesía post-vanguardista que recupera modos expresivos pre-vanguardistas, apostando por la claridad comunicativa frente a la experimentación.
Técnicas para acercar la poesía al lector contemporáneo
Llamar “innovadoras” a las técnicas empleadas por Martín González sería inexacto. Sin embargo, el poemario utiliza estrategias efectivas para facilitar el acceso de lectores no habituales al género poético:
- Estructura narrativa implícita: El ciclo estacional ofrece un hilo conductor reconocible que da coherencia al conjunto, permitiendo al lector seguir una progresión emocional clara.
- Anclaje geográfico concreto: Los poemas sobre lugares específicos (La Caleta, pueblos blancos, patios andaluces) permiten a lectores familiarizados con esos espacios conectar emocionalmente desde el reconocimiento.
- Lenguaje conversacional: La sintaxis próxima al habla natural, sin hipérbatos violentos ni cultismos innecesarios, elimina barreras de comprensión.
- Temas universales tratados sin ironía: Amor, pérdida, nostalgia, belleza natural son temas que cualquier lector puede reconocer en su propia experiencia, y el tratamiento sincero —sin distanciamiento irónico— facilita la identificación.
- Autonomía de cada poema: Aunque la lectura secuencial enriquece la experiencia, cada poema funciona como unidad completa, permitiendo lecturas fragmentarias sin pérdida de sentido.
Estas estrategias no son rupturistas pero son eficaces para democratizar el acceso a la poesía, especialmente para lectores que se acercan al género desde la necesidad de consuelo o belleza más que desde el interés estético o intelectual.
Opinión Personal: Poesía del corazón en tiempos de razón
Confieso que mi primera lectura de Cuatro Estaciones, Versos para Ella generó cierta resistencia crítica. Formado en la tradición de la poesía del conocimiento, habituado a la densidad conceptual de Valente o la complejidad formal de Gamoneda, mi primera reacción fue clasificar esta obra como “poesía sentimental de escasa ambición estética”. Sin embargo, una segunda lectura más atenta, despojada de prejuicios académicos, me permitió reconocer el valor de la sinceridad emocional y la coherencia del mundo poético construido.
Hay en este poemario una honestidad que desarma: el poeta no pretende ser lo que no es, no imita modelos prestigiosos, no busca el aplauso de la crítica especializada. Escribe desde una necesidad interior de verbalizar el dolor y la belleza, y lo hace con los recursos expresivos de que dispone. El resultado es una obra limitada formalmente pero auténtica emocionalmente. En tiempos donde tanta poesía suena a ejercicio de taller, a demostración de lecturas, a competencia por la imagen más insólita, encontrar una voz que simplemente dice lo que siente con las palabras que conoce tiene su propio valor.
Los mejores momentos del libro son aquellos donde la observación sensorial se vuelve precisa y evocadora: “Suave manto blanco lleva a grullas y zorzales”, “Lluvia de agua clara, de pensamientos limpios”, “Luz clara que atraviesa las hojas de este viejo limonero y que, en tu tez clara, yo me reflejo”. En estos versos, la imagen trasciende el sentimentalismo y alcanza una claridad casi japonesa, un haiku implícito dentro del verso expansivo.
Los momentos más débiles son aquellos donde el poeta explica demasiado: “Mi dolor es ya demasiado profundo”, “Te diría sin palabras lo mucho que me guardé”. Aquí la emoción se declara en lugar de mostrarse, y el poema pierde fuerza evocadora.
Recomendación: Para quién es este libro
Recomendaría Cuatro Estaciones, Versos para Ella a lectores que buscan en la poesía compañía emocional más que desafío intelectual. Es un libro para quienes han amado y perdido, para quienes encuentran consuelo en la contemplación de la naturaleza, para quienes creen que la belleza del mundo puede aliviar el dolor existencial. Funcionará especialmente bien con lectores maduros que han vivido ciclos completos de amor y duelo, que reconocerán en estos versos sus propias experiencias.
No lo recomendaría a lectores que buscan innovación formal, complejidad conceptual o crítica social. Tampoco a quienes prefieren la poesía irónica, urbana, desencantada de las últimas décadas. Este es un libro deliberadamente anacrónico, que recupera modos expresivos de la poesía española de mediados del siglo XX (poesía arraigada, social humanizada) sin las urgencias experimentales de las vanguardias.
Para lectores que se inician en la poesía, este poemario puede funcionar como puerta de entrada accesible: no requiere conocimientos previos, no exige desciframiento de hermetismos, invita a una lectura fluida y emocionalmente participativa. Podría servir como primer contacto con el género para luego avanzar hacia propuestas más complejas.
Conclusión: Poesía de la experiencia en su sentido más literal
Cuatro Estaciones, Versos para Ella es un poemario de poesía experiencial sincera que privilegia la expresión emocional directa sobre la sofisticación formal. Su principal aportación no reside en la innovación técnica ni en la originalidad temática, sino en la autenticidad de la voz y en la coherencia del universo simbólico construido en torno al ciclo natural como metáfora del ciclo amoroso.
Ángel Jesús Martín González demuestra un oficio técnico básico (manejo correcto del verso libre, uso eficaz de recursos retóricos tradicionales, construcción de imágenes sensoriales densas) que le permite comunicar con claridad sus estados emocionales. No es un poeta que vaya a revolucionar el panorama lírico español ni a entrar en los manuales de historia literaria, pero es un poeta honesto que ofrece a sus lectores refugio emocional y belleza descriptiva en tiempos de fragmentación y cinismo.
En el contexto del panorama poético español actual, marcado por la profesionalización del autor y la concentración del poder simbólico en circuitos académicos y editoriales prestigiosos, obras como esta —publicadas en sellos independientes, escritas desde fuera del sistema literario institucional— representan una voz alternativa que reivindica el derecho a la expresión poética sin mediaciones profesionales. El valor de esta democratización de la voz poética compensa, en cierta medida, las limitaciones estéticas de la obra.
Como dijo Claudio Rodríguez: “Es una poesía reflexiva y severa, cuyo discurrir fluye armoniosamente ante la contemplación de la naturaleza, la existencia de los hombres y la consideración de su posible trascendencia”. Estas palabras, dichas sobre la propia obra de Rodríguez, podrían aplicarse —con menos severidad y más emotividad— al poemario de Martín González: una voz que fluye ante la naturaleza contemplada, que busca sentido en la experiencia amorosa y que aspira a una trascendencia más allá del dolor terrestre. Una voz menor, quizá, pero genuina. Y en literatura, como en amor, la autenticidad siempre merece respeto.
Ángela de Claudia Soneira
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Entrevista a NURIA GÁZQUEZ y CECILIA GUITER tras la publicación de su libro “UN FIRMAMENTO DE PECES”
Entrevista a NURIA GÁZQUEZ y CECILIA GUITER tras la publicación de su libro “UN FIRMAMENTO DE PECES”
1º.- Cómo surgió el título y que representa la conjunción de elementos que no deberían coexistir?
[Cecilia] El título surgió un poco por casualidad. Queríamos incluir alguna obra de una artista, la sobrina de Nuria, quien lamentablemente falleció hace dos años, y este dibujo nos pareció el más adecuado para el contenido de la obra. Una vez definida la portada, el título se presentó por sí solo, y todo encajó naturalmente, como un rompecabezas. Tomamos el título de uno de los poemas de Nuria, y a ambas nos pareció muy acertado.
[Nuria] El motivo fue porque en Instagram vi un dibujo digital de mi querida sobrina Fátima. Era hermoso, y a la vez surrealista, una ballena feliz surcando el cielo, observé el dibujo, las casas, las flores, la chimenea, y al pie, decía: “Volando sobre todas las vidas que no viviré, respirando la mía, amándola tal y como es”. Me pareció lo más bonito y a la vez triste que había visto nunca. De tal forma que uno de mis poemas lo titulé “Un firmamento de peces”. ¿Y por qué no pueden volar las ballenas por el cielo?
Tener ese dibujo en nuestra portada del poemario es un orgullo y a la vez un homenaje a lo que fue y dejó entre nosotros.
2º.- ¿Cómo fue el proceso de escribir juntas? ¿discutían?
[Cecilia] Cuando nos decidimos a escribir poesía, cada una comenzó a hacerlo a su manera, ya que nunca antes nos habíamos puesto a escribir en este género. Nuria es muy concisa y empezó explorando los haikus, que me despertaron mucho interés, y así fue como me animé también a intentarlo. Cada una escribía por separado y nos enviábamos cada poema o haiku para su revisión. Luego los comentábamos, señalando correcciones o sugerencias, y cada una los trabajaba de nuevo por su cuenta hasta quedar satisfecha. Es un trabajo muy entrelazado, pero sigue siendo individual, aunque siempre se tiene muy en cuenta el punto de vista de la otra.
[Nuria] Hablábamos todos los días, ella desde Florida y yo en Madrid; y en una de esas conversaciones le propuse a Cecilia de escribir un libro en común y como ninguna de las dos habíamos tocado la poesía, nos pusimos a ello. Cada una escribía su poema y luego pasaba la criba de la otra. Ha sido una labor larga de casi dos años.
Cada una daba su opinión, y volvíamos a reescribir individualmente, aunque a veces a pesar de la crítica constructiva, no se llegaba a puerto, jajaja. Hemos crecido mucho en este largo camino.
Descubrí que con pocas palabras podía decir mucho, y me aventuré en el mundo de los haikus, Cecilia también.
3º.- Cómo han influido las trayectorias en nuestra poesía? ¿Qué nos aportó la narrativa al construir poemas?
[Cecilia] Yo tiendo de forma natural hacia una prosa más desarrollada, esto se traslada con exactitud: mis poemas son, en general, más extensos y los de Nuria, más breves.
[Nuria] Cuando escribí mi primer libro de microrrelatos ya construía poesía, sin quererlo. No ha sido difícil, tampoco fácil, Cecilia era muy profesora, y se mantenía firme en que se tenía que mejorar. Ha sido un trabajo largo, de escribir, reescribir, pulir, y de mimar cada verso.
4º.-Por qué alternar con haikus?
[Cecilia] Los haikus nos parecieron un contrapunto muy adecuado para romper un poco el ritmo de los poemas. La estructura no fue fácil de conseguir; estuvimos dándole vueltas y armando el libro para intentar relacionar un poema con los haikus a continuación, o bien para lograr determinado efecto, ya sea de contrapunto o de subrayado. Quedamos bastante satisfechas con el resultado.
[Nuria] Al principio los pusimos todos al final, pero no terminó de convencernos y Ceci se encargó de irlos colocando como mejor fueron quedando. Creo que de esta manera ha quedado un poemario más fresco, con descansos breves de meditación poética.
5º.- ¿Cómo se escribe sobre la perdida sin caer en sentimentalismo? ¿Qué distancia tomamos respecto al dolor para convertirlo en poesía?
[Cecilia] Las dos autoras somos personas que han sufrido pérdidas importantes en la vida, y ambas, espontáneamente, escribimos sobre el tema, supongo que intentando plasmar un sentimiento universal: la sensación de pérdida y dolor. Sin embargo, de modo inconsciente, también lo expresamos como un homenaje a los seres que se han ido. Creo que, por encima de todo, hay una sensación de pudor que nos contiene. Para mí [Cecilia], el dolor es muy personal, y no siento que sea necesario un despliegue de lágrimas o hipérboles para reflejar estos sentimientos, que son por sí mismos muy intensos. La idea de pérdida y de soledad está muy grabada en mi vida actual, y se refleja en muchos de mis poemas.
[Nuria] Escribir sobre ello, sobre ellos, ha sido una satisfacción grande, algo así como volver al pasado y abrazarlos.
6º.- ¿Hay espacio para la poesía que exige tiempo en el panorama actual? ¿Qué papel tiene la poesía en 2025?
[Cecilia] Yo pienso que sí. Estos poemas están estructurados de manera que una persona puede llevar su libro en el bolsillo y leer un poema en el metro, durante una pausa para la comida o antes de acostarse, y saborearlo como un trocito de chocolate. Es un libro fácil de leer, porque toca temas que a todo el mundo le interesan, ya que todos compartimos estas vivencias. Al fin y al cabo, todos queremos lo mismo y sufrimos las mismas pérdidas. El amor, el duelo, el trabajo, la familia, la amistad… Son los temas que a todos nos tocan.
[Nuria] Precisamente por eso, porque todos vamos con cientos de ventanas abiertas y no hay tiempo de cerrar ninguna, tenemos que dar paso al descanso mental, a parar en seco y saborear cada momento. Y nada mejor que leer poesía, para que el lector viva y respire, en cualquier momento del día.
7º.- El Mediterráneo ¿qué significa? ¿Geografía real o espacio simbólico?
[Cecilia] El Mediterráneo es un espacio de geografía real para ambas. A mí siempre me atrajo el Mediterráneo; de hecho, me marché a vivir a Ibiza durante unos años, periodo en el que tuve allí a mi hijo. Para mí, el mar, y en especial el Mediterráneo, es mi lugar feliz, al que siempre quiero volver. También es un espacio simbólico: representa a la gran madre, la felicidad y el refugio.
[Nuria] Aunque soy de Almería, desde que me casé en el 92, vivo en Madrid. Añoro el mar, es increíble; es volver a ver a mi familia, a descansar, a disfrutar del buen tiempo, a paseos interminables a la orilla del mar.
8º.- ¿Como puede acercar la poesía a lectores no habituales?
[Cecilia] Como se acerca uno a una comida nueva: probándola. Hay que lanzarse y experimentar cosas nuevas; a algunos les llegará, a otros no.
[Nuria] La verdad, es complicado, pero les diría que merece la pena leer poesía, que es más gratificante que un mensaje de WhatsApp. Que no es difícil, que solo hay que dejarse llevar. Que nuestro poemario nació de la constancia de dos amigas que durante dos años escribieron al andar cotidiano, a los sueños, al amor, a la perdida y a los silencios.
9º.- ¿Qué poetas nos han formado? ¿A quién sentimos cerca? Alguna voz de poética que haya sido referencia para nosotras.
[Cecilia] A mí me han gustado siempre Miguel Hernández, Lorca, Rubén Darío… Pero no he sido una lectora ávida de poesía; más bien, la he salpicado entre la lectura masiva de literatura. Prefiero consumir la poesía en dosis discretas.
[Nuria] Antonio Machado, José Luis Borges, Gustavo Adolfo Bécquer, Miguel Hernández, Neruda, Gloria Fuertes, Vicente Huidobro.
10º.- ¿Que esperamos cuando el lector cierre la ultima pagina? ¿Algún poema que capture mejor lo que quisimos decir?
Cuando se cierra la última página, me gustaría que el lector se quedara soñando despierto, que buscara en internet algo sobre las autoras y esperara con ilusión la siguiente obra…
[Nuria] Espero que al leerlo haya creado una historia compartida, que haya vivido y disfrutado cada verso, y por supuesto que lo vuelvan a leer.
Para mí el poema “Un firmamento de peces”, vuela entre las páginas del poemario buscando las frías estrellas sobre corrientes de sal.
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