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José Soriano Recio, Alabanzas de esto y de lo otro. ALABANZA 10
ALABANZA 10
En la cabeza de un lenguado solo cabe una cosa la vida lenguado. Y yendo por partes esto incluso incluye categorizar los caminos del mar, que llenan un espacio en el cerebro del pez a modo de laguna. Una laguna plana amable con lo plano de los verbos importantes nacer, vivir morir… Al lenguado cuando crece simple por el fondo se le tuerce el ojo izquierdo para ver el cielo acercándose al derecho. El espacio por arriba que rodea su cabeza se duplica poco a poco, y va cobrando otro sentido el mediodía para el lenguado en su jardín de infancia. Y con cada vez más luz, luz cenital, ajusta mejor el camuflaje. Y dentro de su cabeza un algo parecido en las dos lagunas en las que echa lo mirado por arriba por un lado, y lo mirado por abajo por el otro, se mide en la orilla una pelea importante. La del equilibrio estable. Y es que a modo de oponentes de una misma escuela traen un juego que no solo regla habilitar el tablero para ello, sino que el propio juego contenga al menos, para dar cobijo a la armonía de los opuestos, una simetría simple de intercambio de personajes. Parece un imposible. Pero la vida del lenguado va a favor con ambos ojos hacia el cielo se deshace de lo visto por el suelo cuando niño y después pasado un tiempo suficiente ya el lenguado es camuflaje fondo mar exacto a lo que ya no ve… El intercambio es de manual. Alabados sean los mediodías bajo el agua.
José Soriano Recio, Alabanzas de esto y de lo otro
Cuando el cuerpo piensa y la metamorfosis es mapa
Hay algo de terremoto silencioso en este poema, algo de desplazamiento tectónico donde lo que creíamos fijo el ojo, la percepción, el propio sentido del arriba y el abajo se desliza hacia otra posición y con ese gesto mínimo, esa torsión del ojo izquierdo acercándose al derecho, todo el universo del lenguado se reconfigura. Soriano Recio no escribe sobre la metamorfosis del pez sino desde ella, habitando esa laguna cerebral donde los verbos importantes nacer, vivir, morir se acomodan como piedras planas en el fondo del pensamiento. Aquí la filosofía no es reflexión externa sino experiencia encarnada: el lenguado piensa con su cuerpo deformado, y esa deformación no es tragedia sino arquitectura nueva del sentido.
La belleza escalofriante del poema reside en su literalidad feroz. Cuando el autor dice “en la cabeza de un lenguado solo cabe una cosa la vida lenguado”, no está usando una metáfora simpática sino describiendo una ontología cerrada, un universo cognitivo que no puede salir de sí mismo porque es todo lo que conoce. La laguna cerebral es plana porque el lenguado vive en lo plano, y los verbos que importan son exactamente tres porque más allá de nacer, vivir y morir no hay espacio mental para otras conjugaciones. Esta clausura no oprime: simplemente es, con la misma inevitabilidad con que el agua rodea al pez.
Pero entonces ocurre el prodigio brutal de la metamorfosis. El ojo izquierdo se tuerce, migra, busca su lugar junto al derecho, y con ese desplazamiento físico el mediodía cobra otro sentido. No es que el lenguado aprenda a ver diferente: es que su cuerpo transformado le obliga a pensar distinto. La luz cenital que antes no significaba nada ahora organiza toda su estrategia de camuflaje, toda su relación con el arriba y el abajo. Y dentro de su cabeza, en esas dos lagunas mentales donde almacena lo mirado por arriba y lo mirado por abajo, se desata una pelea silenciosa por el equilibrio estable. Dos memorias incompatibles tratando de coexistir en un cerebro que no puede contenerlas simultáneamente sin colapsar.
Aquí Soriano Recio despliega su genio conceptual más puro. La pelea entre las dos lagunas mentales no es solo conflicto psicológico sino problema matemático, casi físico: cómo hacer que dos sistemas de coordenadas opuestos convivan en una misma mente sin destruirse mutuamente. La solución que propone el lenguado es radical y perfecta: con ambos ojos hacia el cielo, se deshace de lo visto por el suelo cuando niño. No archiva esa memoria en algún sótano mental: la borra, la disuelve, la convierte en ausencia. Y pasado un tiempo suficiente, el lenguado deviene exactamente lo que ya no ve: camuflaje fondo mar, mimetismo perfecto con aquello que ha dejado de percibir.
Esta paradoja es de una crueldad hermosa. El lenguado se convierte en lo que no puede ver, y esa transformación no es pérdida sino ganancia evolutiva. Su ceguera selectiva es su estrategia de supervivencia. Lo que elimina de la percepción se inscribe en su cuerpo como forma, como textura, como color exacto. La memoria visual borrada persiste como memoria corporal. El olvido es diseño.
El lenguaje del poema mimetiza esta metamorfosis. Soriano Recio escribe con frases que se tuercen sobre sí mismas, que acumulan subordinadas hasta el límite de lo sostenible, que repiten estructuras (“lo mirado por arriba por un lado, y lo mirado por abajo por el otro”) como si el propio texto estuviera ajustando su equilibrio interno. La puntuación errática, con comas que aparecen o se ausentan según lógicas propias, reproduce la respiración de un pensamiento que se adapta mientras se enuncia. Cuando dice “una simetría simple de intercambio de personajes”, está describiendo tanto el problema del lenguado como la solución formal del poema: intercambiar posiciones, hacer que lo de arriba baje y lo de abajo suba, y en ese intercambio encontrar no síntesis sino sustitución.
La alabanza final “Alabados sean los mediodías bajo el agua” llega como bendición extraña a esa luz cenital que organiza toda la vida del lenguado transformado. No es celebración mística ni patetismo sentimental sino reconocimiento de que hay momentos donde la luz vertical ordena todo el sentido, donde el sol a plomo marca la diferencia entre arriba y abajo, entre ser visto o pasar inadvertido, entre vivir o morir. El mediodía bajo el agua es instante de máxima claridad y máxima vulnerabilidad: cuando todo se ve pero también cuando todo se puede ver.
Lo que Soriano Recio construye en esta alabanza es nada menos que una epistemología de la deformación. Nos dice que el conocimiento no es acumulación sino sustitución, que aprender algo nuevo exige olvidar algo viejo, que la mente tiene espacio limitado y debe elegir qué memoria conservar y cuál disolver. Nos dice también que la morfología determina la cognición, que no pensamos con un cerebro abstracto sino con un cuerpo situado, que nuestras estructuras físicas condicionan nuestras posibilidades mentales. El lenguado no es metáfora del humano sino lección sobre la naturaleza misma del pensar: somos lo que nuestro cuerpo nos permite ser, y cuando el cuerpo cambia, el pensamiento cambia con él inevitablemente.
Hay en este poema una crueldad tierna, una violencia suave que reconoce que toda ganancia es pérdida, que toda adaptación es mutilación. El lenguado que se deshace de lo visto por el suelo cuando niño pierde algo irreparable: pierde la memoria de sus propios orígenes, la experiencia de haber visto el mundo desde abajo. Pero esa pérdida es condición de su supervivencia, precio que paga por seguir vivo. No hay nostalgia en el poema porque el lenguado no recuerda lo que perdió: su olvido es tan completo que no sabe que alguna vez vio diferente.
Este es un poema sobre cómo nos convertimos en lo que somos borrando lo que fuimos, sobre cómo la identidad no es acumulación sino selección despiadada. Cada lenguado que nada con ambos ojos hacia el cielo arrastra una laguna cerebral vaciada, un espacio mental donde antes habitaban formas que ya no existen. Y ese vacío no duele porque se ha llenado con otras formas, otros colores, otras luces. El intercambio es de manual, dice el poema, y en esa frase late toda la aceptación de que así funciona la vida: sustituyendo, reemplazando, olvidando para poder recordar otra cosa.
Soriano Recio nos regala un lenguado que es teorema viviente, demostración encarnada de que la mente no es contenedor infinito sino espacio finito donde cada cosa nueva expulsa algo anterior. Y ese lenguado, monstruo hermoso de ojos desplazados, nada bajo los mediodías acuáticos sin saber que alguna vez fue diferente, sin intuir que su camuflaje perfecto es el precio pagado por haber transformado su cuerpo en mapa de aquello que ya no puede ver.
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Alabanzas de esto y de lo otro: cuando la poesía piensa con sus propias manos
Alabanzas de esto y de lo otro: cuando la poesía piensa con sus propias manos
José Soriano Recio
Alabanzas de esto y de lo otro
Editorial Poesía eres tú, 2025
José Soriano Recio permanece al margen de los circuitos hegemónicos de la poesía española contemporánea. Sin biografía pública que lo sitúe en generaciones o movimientos, su nombre emerge directamente desde la materialidad del texto: Alabanzas de esto y de lo otro, poemario que exige ser leído como acontecimiento antes que como producto de una trayectoria. Esta ausencia de contexto biográfico resulta coherente con un proyecto poético que renuncia al yo lírico confesional para construir desde la impersonalidad especulativa.
Arquitectura del extrañamiento
El poemario despliega una estructura bipartita que funciona como sistema de doble exposición. La primera sección presenta veintidós piezas numeradas que operan como prosa poética de densidad filosófica. Aquí no hay trama en sentido narrativo sino situaciones que ilustran problemas epistemológicos: un cerdito sin brazos vigila un caserón marcado por otros cuentos, una serpiente funciona como oponente tautológico, un muñeco de nieve llora por termodinámica antes que por patetismo. Estas escenas no progresan hacia un clímax sino que acumulan extrañeza por saturación.
La segunda parte, las “Alabanzas”, constituye un tratado metapoético donde Soriano Recio reflexiona sobre los sistemas descriptivos, la memoria como arquitectura topológica y el tiempo como objeto mueble. Esta sección no resuelve los enigmas de la primera sino que los reformula desde la abstracción. Entre ambas secciones, dos poemas radicales: “Huizinga y Estragón” repite “Jugar Esperar al otro” más de cien veces; “La contienda del continuo y el discreto en 2 dimensiones” alterna “punto recta” con idéntica obsesión. Estas piezas transforman la lectura en experiencia hipnótica, donde la forma misma deviene contenido.
Estilo como desarticulación programática
El lenguaje de Soriano Recio rechaza la musicalidad lírica tradicional para abrazar una dicción especulativa que incorpora terminología científico-filosófica sin pedagogismo. Referencias a topología, teoría de conjuntos, termodinámica y geometría diferencial se integran naturalmente como materiales poéticos. “El gris cálido sujeta un muro por un rato” transforma una mancha de orina en elemento arquitectónico temporal; “pensamientos que dan vueltas por la mente con densidad gravitatoria media alta” convierte la cognición en fenómeno físico mensurable.
La prosa poética de Soriano Recio presenta párrafos compactos sin división estrófica, con puntuación errática que acelera o frena la lectura según la densidad conceptual. En “Alabanza 18”, la supresión casi total de puntos y comas crea una avalancha verbal que mimetiza el colapso temporal del que habla. El encabalgamiento no aplica al verso libre ausente, pero sí la ruptura sintáctica dentro de las frases mediante paréntesis, guiones y puntos suspensivos que fragmentan el flujo discursivo, reproduciendo la interrupción del pensamiento por sí mismo.
Las técnicas literarias desplegadas operan desde la inversión: la personificación funciona al revés, despersonalizando sistemáticamente. Monigotes sin rostro, máscaras sin portador, cerdos híbridos con ovejas pueblan un universo donde los objetos no adquieren características humanas sino que los humanos devienen objetos conceptuales. La antítesis estructural (continuo versus discreto, jugar versus esperar, punto versus recta) no se resuelve dialécticamente sino que se mantiene en tensión perpetua.
Ambientación como problema ontológico
El entorno donde se desarrollan estos poemas es deliberadamente ambiguo: caserones con marcas de otros cuentos, ferias con puestos de langostinos y lenguados, desiertos emocionales habitados por monigotes, barbacoas donde el calor es estado mental antes que temperatura. Esta ambientación no funciona como escenario sino como problema ontológico: los espacios cuestionan su propia materialidad. “Un casito pequeño acaba de ser trasladado, desmantelado, a algún sitio del cosmos” ejemplifica cómo la arquitectura misma deviene interrogante.
Los objetos emblemáticos (escaleras, puertas, ventanas, embudos, giroscopios) operan como umbrales epistemológicos donde el sentido se construye o colapsa. El embudo de plástico organiza el aire con su “silbido sostenido” pero también estructura el pensamiento. El giroscopio es la mente estabilizando realidades contradictorias. Esta ambientación influye en la trama en tanto la constituye: no hay acontecimientos independientes del espacio que los contiene.
Interpretación: la poesía como epistemología sin redención
El simbolismo central del poemario reside en la construcción del significado como problema irresoluble. Los sistemas descriptivos “nacen, crecen, se reproducen y mueren” pero nunca capturan completamente lo real. El lenguaje es simultáneamente cárcel y herramienta: permite pensar pero delimita lo pensable. La metamorfosis del lenguado en “Alabanza 10” ilustra que el cambio físico reestructura la mente: cuando el pez desplaza un ojo de posición, su percepción del mundo se altera irreversiblemente.
La memoria se representa como “catedrales en el cerebro” excavadas por destellos: arquitecturas mentales que organizan pero también constriñen la experiencia. El tiempo aparece como “mueble en mudanzas”, objeto manipulable que se desplaza sin garantía de conservar su estructura. El juego funciona como metáfora de sistemas normativos: dados, tableros y reglas determinan posibilidades sin garantizar libertad.
El mensaje subyacente rechaza cualquier trascendencia consoladora: “No hay mayor irreversibilidad que el paso a la trascendencia desde lo local”. La eternidad, si existe, “se ampararà en el sentido de la mente a través de una chispa de calor”, lo cual implica que lo infinito emerge de lo infinitesimal sin garantía de duración. Las paradojas no se resuelven: constituyen la estructura misma del pensamiento poético.
Juicio crítico: originalidad y coherencia radical
La originalidad de Alabanzas de esto y de lo otro reside en su rechazo absoluto de la poesía como vehículo emocional directo. Donde la tradición lírica española busca conmoción o belleza, Soriano Recio construye desde la opacidad deliberada. La coherencia interna es rigurosa: desde el primer poema hasta la última alabanza, el tono se mantiene inalterable en su extrañeza. No hay concesiones al patetismo ni búsqueda de empatía fácil.
El impacto emocional opera por desplazamiento: donde otro poeta escribiría sobre la pérdida, Soriano Recio escribe sobre monigotes que “apenas retienen el eco de risas de tres amigos”. La intensidad está contenida hasta el hermetismo, exigiendo lecturas múltiples para desplegar sus múltiples niveles de significado. La contribución al género literario es doble: por un lado, expande las posibilidades de la prosa poética al incorporar lenguaje científico-filosófico sin convertirse en divulgación; por otro, recupera la experimentación formal como eje central sin renunciar completamente a la narratividad.
La accesibilidad es intencionalmente limitada: esta poesía demanda esfuerzo cognitivo. Las frases largas con subordinadas múltiples exigen relectura: “No hay mayor irreversibilidad que el paso a la trascendencia desde lo local” condensa problemas filosóficos en una sola línea. Esta dificultad no es defecto sino programa estético: la obra postula que la poesía puede ser espacio de pensamiento riguroso.
Contexto histórico y cultural: al margen del consenso
Alabanzas de esto y de lo otro se publica en 2025, momento donde la poesía española contemporánea oscila entre dos polos: la corriente hegemónica de la poesía de la experiencia, heredera de la Nueva Sentimentalidad, y focos minoritarios de experimentación. Soriano Recio se aleja de ambas corrientes para recuperar una tradición que conecta con las vanguardias del siglo XX pero desde premisas propias.
El contexto cultural español del siglo XXI se caracteriza por la convivencia tensa entre tradición lírica y experimentación formal. La poesía dominante, representada por autores como Luis García Montero o Benjamín Prado, mantiene un compromiso con la claridad comunicativa y el realismo experiencial. Frente a esta corriente, núcleos minoritarios reivindican la experimentación: poesía metafísica o del silencio (Miguel Casado, Olvido García Valdés), propuestas neovanguardistas y poesía visual.
Soriano Recio se inscribe en una tradición que arranca de las vanguardias históricas (creacionismo de Vicente Huidobro, dadaísmo, surrealismo) y se actualiza en la segunda mitad del siglo XX con figuras como Francisco Pino, Juan Eduardo Cirlot y Joan Brossa. Brossa, considerado el artista que acercó la poesía experimental al gran público, experimentó con poesía visual, objetual y performativa desde una concepción del poema como juego intelectual. Su influencia se percibe en Soriano Recio no por imitación formal sino por compartir la premisa de que la poesía es espacio de investigación cognitiva antes que expresión sentimental.
La obra también dialoga con la tradición filosófica de María Zambrano y su “razón poética”, búsqueda de armonizar filosofía y poesía para explorar la condición humana. Sin embargo, donde Zambrano persigue una unidad originaria entre ambas disciplinas, Soriano Recio las mantiene en tensión irresoluble.
Comparación con otras obras: herencias y desviaciones
Comparar a Soriano Recio con Joan Brossa revela diferencias sustanciales. Brossa trabajó con objetos cotidianos convertidos en poemas (un huevo frito eclipsando una hostia, un dado redondo que anula el azar) desde una poética de la sorpresa lúdica. Soriano Recio, en cambio, no trabaja con objetos materiales sino con construcciones textuales que mimetizan problemas filosóficos. Su universo es menos visual que conceptual, más cercano a la prosa poética que al poema objetual.
Con respecto a Francisco Pino y Juan Eduardo Cirlot, pioneros de la experimentación española, Soriano Recio comparte la voluntad de cuestionar los límites del verso tradicional. Sin embargo, mientras estos autores mantuvieron vínculos con el surrealismo y su exploración del inconsciente, Soriano Recio opera desde la especulación racional. Su método es más próximo a la filosofía analítica que al automatismo psíquico surrealista.
Dentro de la poesía contemporánea, la obra de Soriano Recio contrasta radicalmente con poetas como Luis García Montero o Benjamín Prado, representantes de la poesía de la experiencia. Donde estos buscan claridad comunicativa y anclaje en lo cotidiano reconocible, Soriano Recio construye desde la opacidad deliberada. Tampoco se alinea con la poesía metafísica de Olvido García Valdés o Miguel Casado, cuyo minimalismo busca espacios de silencio y reflexión contenida. Soriano Recio, por el contrario, despliega una verbosidad densa que satura antes que depura.
Su proyecto recuerda más a ciertas investigaciones de Daniel Aguirre Oteiza en poesía experimental o a las exploraciones de poesía conceptual internacional, obras que desafían las convenciones del género desde la periferia de lo canónico. La diferencia radica en que Soriano Recio no renuncia completamente a la narratividad: sus poemas cuentan historias, aunque fragmentadas y enigmáticas.
Técnicas innovadoras para el lector contemporáneo
La innovación de Soriano Recio no reside en acercar la poesía al lector sino en exigirle participación activa. Las dos piezas de repetición radical (“Huizinga y Estragón” y “La contienda del continuo y el discreto”) funcionan como experiencia de lectura que mimetiza estados mentales obsesivos. El lector contemporáneo, saturado de estímulos fragmentados y narrativas aceleradas, encuentra aquí una resistencia textual que obliga a desacelerar.
La incorporación de lenguaje científico-filosófico sin mediación pedagógica constituye otra técnica innovadora. No se trata de divulgación poética sino de asumir que el lector puede habitar la complejidad sin necesidad de traducción. Esta confianza en la capacidad cognitiva del lector conecta con una tradición que incluye a Blas de Otero, quien en su madurez dialogó con la poesía experimental sin renunciar al compromiso con lo humano.
La estructura en espejo (narrativa-reflexión) genera un espacio de lectura donde significado y forma se codeterminan. El lector transita entre lo concreto y lo abstracto sin certeza de cuál domina sobre cuál, experiencia que replica la incertidumbre epistemológica que el poemario tematiza.
Comparación con poetas del siglo XX
Vincular a Soriano Recio con Antonio Machado resulta productivo no por similitud estilística sino por compartir una concepción de la poesía como pensamiento. Machado construyó una obra poética “engastada en una obra filosófica”, según señalan sus críticos. Soriano Recio invierte la proporción: la filosofía se engasta en la poesía, subordinando la reflexión abstracta a la experiencia textual.
Con César Vallejo y su Trilce, obra vanguardista que rompió sintaxis y lógica narrativa, Soriano Recio comparte la voluntad de desarticulación formal. Ambos exigen lectores dispuestos a abandonar expectativas de coherencia inmediata. Sin embargo, Vallejo mantiene una carga emocional explícita que Soriano Recio evita sistemáticamente.
La relación con Blas de Otero es más compleja. Otero, poeta de denuncia social que en su madurez dialogó con la tradición moderna y la poesía experimental, representa una fusión de compromiso político y rigor formal. Soriano Recio prescinde del compromiso social directo pero conserva el rigor formal como ética textual.
Joan Brossa emerge como referente inevitable. Ambos conciben la poesía como juego intelectual donde se espera que el lector “aprenda algo sobre el mundo en que vive, mientras disfruta con el mismo hecho poético”. La diferencia radica en que Brossa operó desde la visualidad y el objeto, mientras Soriano Recio permanece en el territorio de la prosa poética.
Opinión personal: una poesía que no consuela
Alabanzas de esto y de lo otro no busca lectores sino cómplices. Es una obra que rechaza la consolación lírica para proponer la poesía como espacio de pensamiento sin garantías. La experiencia de lectura es exigente: demanda relecturas, tolerancia a la ambigüedad y disposición a habitar la complejidad sin resolución. Para quienes buscan emoción directa o belleza reconocible, este poemario resultará inaccesible.
Sin embargo, para lectores interesados en explorar los límites del género, la propuesta de Soriano Recio abre territorios inexplorados. Su capacidad para integrar lenguaje científico-filosófico sin convertir el poema en divulgación, su arquitectura formal rigurosa y su rechazo de cualquier trascendencia consoladora constituyen un proyecto estético coherente y valiente.
Recomendaría esta obra a lectores habituados a la experimentación literaria, familiarizados con autores como Beckett, Borges o Perec. También a quienes desde la filosofía buscan formas textuales que exploren problemas epistemológicos sin renunciar a la literariedad. No la recomendaría como introducción a la poesía ni como lectura de evasión: es una obra que exige tanto como ofrece.
Conclusión
Alabanzas de esto y de lo otro se sitúa en los márgenes de la poesía española contemporánea como propuesta radical que recupera la experimentación formal sin concesiones. José Soriano Recio construye un universo donde lo cotidiano se transfigura en enigma filosófico, donde monigotes sin rostro custodian ruinas de otros relatos y donde el lenguaje revela su incapacidad para capturar completamente lo real. La coherencia formal, la originalidad conceptual y el rigor en la ejecución convierten este poemario en un acontecimiento literario que desafía las convenciones del género y propone la poesía como epistemología sin redención.
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Otoño de Ángel Jesús Martín González Cuatro Estaciones, Versos para Ella
OTOÑO
Amanecer en otoño desde mi refugio en la montaña.
Llegan las primeras brumas del día,
pintando los madroños de grana y oro.
Equinoccio de otoño, ya brotan los primeros retoños.
Dalias, jacintos y crisantemos te esperan
en la amarilla pradera de oro y de azul cielo.
Observo caer hojas de álamos y abedules al atardecer,
haciéndome morir y a la vez renacer.
Tristes notas que emanan de mi viejo piano
me hacen despertar, invitándome a tocar.
Dejo llevar mis manos por mi ansioso piano,
que no quiere detenerse de tocar.
Lágrimas caen en mi interior,
sin entender bien el motivo.
Podría ser simplemente el triste olvido.
Sigo tocando. Ahora mi mente viaja sola
por bosques de hayas y arces rojos.
Bellos petirrojos cantando me acompañan
en esta extraña pero bonita melodía.
Sigo acariciando mi piano,
viendo caer desde mi ventana
hojas ocres de abedules,
que en el cielo se balancean.
El arroyo cercano se las lleva muertas,
cual procesión, con el viento del norte
en su frío viaje a ninguna parte.
Es hora de salir al jardín
para quitar las hojas de mi solitario banco de piedra,
que empieza a tener algo de verdín.
Los chasquidos de la leña me llaman al interior.
Empieza a hacer frío y hay que seguir tocando.
Jilgueros y ruiseñores esperan con honores
la cálida melodía.
Notas tranquilas y suaves me reconfortan
al recordar a la mujer querida y nunca conseguida.
Escribí un día, en una de las hojas
que bajaban por el arroyuelo,
palabras de amor para ella,
por si el destino acierta en su largo camino.
Bonito soñar, bonito vivir,
y aun así, sin amor, ser feliz.
Ya llegará el duro invierno
y para entonces tendré preparada buena leña.
Ojalá me acompañes eternamente
junto a este viejo piano.
Mientras, seguiré tocando
por si acaso escuchas de lejos tu canción preferida.
Los petirrojos te siguen esperando.
Ángel Jesús Martín González
Cuatro Estaciones, Versos para Ella (Editorial Poesía eres tú, 2025)
LA MÚSICA DEL TIEMPO QUE CAE
Hay poemas que son umbral, puerta entreabierta hacia ese territorio donde la palabra deja de explicar y empieza a resonar, como las teclas de un piano viejo que no necesita partitura porque toca desde la memoria de las manos. “Otoño” es uno de esos poemas que no se leen tanto como se habitan, que invitan a entrar en el refugio de montaña donde todo huele a leña crepitante, a tierra húmeda cubierta de brumas, a hojas muertas que el viento arrastra con delicadeza de cortejo fúnebre. Es un poema que suena antes de decir, que nos llega por el oído interno antes que por el entendimiento, como esas melodías que reconocemos sin saber dónde las aprendimos.
Desde el primer verso, Martín González nos sitúa en un espacio de soledad elegida, no impuesta: un refugio en la montaña que es al mismo tiempo guarida física y santuario emocional. El otoño llega con sus brumas matinales que pintan los madroños de grana y oro, colores que son fuego apagándose, vida que se retira con dignidad cromática. Ese equinoccio de otoño que anuncia retoños nuevos es, paradójicamente, promesa de futuro en medio de la caída: incluso cuando todo muere, algo se prepara para renacer. Esa dialéctica entre muerte y renovación atraviesa todo el poema como un bajo continuo, como esas notas graves del piano que sostienen la melodía aunque nadie las escuche conscientemente.
Y entonces aparece el verso que es eje, bisagra, corazón del poema: “Observo caer hojas de álamos y abedules al atardecer, / haciéndome morir y a la vez renacer”. Aquí no hay metáfora sino identificación ontológica: el yo poético no se parece a las hojas que caen; es las hojas que caen. Morir y renacer no son conceptos ni símbolos, son experiencia simultánea, contradicción que se vive en el cuerpo, en la respiración que se corta al ver la belleza de lo que se va. Ese atardecer es hora de frontera, tiempo suspendido entre el día que fue y la noche que vendrá, y en esa suspensión el poeta descubre que la pérdida no anula la vida sino que la intensifica, como si solo pudiéramos entender el valor de estar vivos cuando contemplamos cómo todo lo demás se muere.
El piano entra entonces en escena, y el poema cambia de registro. Ya no estamos en el paisaje exterior sino en el paisaje sonoro del alma. Ese viejo piano que emana tristes notas es más que instrumento: es interlocutor, compañero de duelo, testigo silencioso que reclama ser tocado como si la música fuera la única forma de exorcizar el dolor o de darle forma habitable. Las manos del poeta se dejan llevar por el piano ansioso “que no quiere detenerse de tocar”, y en esa inversión sintáctica —no es el poeta quien toca sino el piano quien exige ser tocado— se revela una verdad profunda: a veces no elegimos expresar el dolor, es el dolor quien nos elige para expresarse.
Entonces vienen las lágrimas que caen “en mi interior”, lágrimas no derramadas sino contenidas, lloradas hacia adentro donde nadie las ve pero duelen más. Y el poeta confiesa que no entiende bien el motivo: “Podría ser simplemente el triste olvido”. Esa incertidumbre es honesta, humana. No todo dolor tiene causa clara; a veces lloramos porque algo se olvidó, porque alguien ya no está en la memoria con la nitidez que tuvo, y esa pérdida de la pérdida —olvidar que hemos olvidado— duele con dolor sin nombre.
Pero el poema no se queda en el lamento. La música sigue sonando y la mente viaja sola por bosques de hayas y arces rojos, acompañada por petirrojos que cantan “en esta extraña pero bonita melodía”. Esos petirrojos son presencias aladas que traen consuelo, voces de la naturaleza que armonizan con las notas del piano creando una sinfonía involuntaria donde el arte humano y el canto natural se funden. La melancolía aquí no es oscura sino luminosa, atravesada por rayos de belleza que hacen soportable el dolor.
Mientras el piano suena, las hojas siguen cayendo desde la ventana —esa ventana recurrente que es ojo del alma— y el poeta las ve balancearse en el cielo antes de que el arroyo cercano se las lleve “muertas, / cual procesión, con el viento del norte / en su frío viaje a ninguna parte”. Esa procesión de hojas muertas es liturgia natural, ceremonia fúnebre sin sacerdotes donde el agua oficia de última morada y el viento del norte —frío, implacable— empuja hacia un destino que es ningún destino. La muerte aquí no tiene sentido trascendente; las hojas van “a ninguna parte”, y en esa aceptación de la finitud sin consuelo metafísico hay una serenidad estoica, una madurez que no necesita inventar cielos para poder seguir viviendo.
El poeta sale entonces al jardín a limpiar las hojas del banco de piedra que empieza a tener “algo de verdín”. Ese gesto cotidiano —quitar hojas muertas de un banco— es acto de resistencia suave contra el avance del olvido, contra la naturaleza que todo lo cubre, todo lo borra. El banco con verdín es rastro del tiempo que pasa sin que nadie se siente, soledad que se hace visible en el musgo. Y los chasquidos de la leña que arden en la chimenea llaman al interior: “Empieza a hacer frío y hay que seguir tocando”. Esa obligación —hay que seguir tocando— no es imposición externa sino mandato interior, necesidad vital de seguir haciendo música aunque nadie escuche, aunque la mujer querida nunca venga.
Porque entonces aparece ella, la ausente que es centro de todo: “la mujer querida y nunca conseguida”. Nueve palabras que contienen una biografía emocional completa. Querida pero nunca conseguida: amor que existió en el deseo pero no en la consumación, mujer que fue real pero inalcanzable, fantasma de carne que habita la memoria como habitan los muertos nuestros sueños. Y el poeta confiesa que escribió “un día, en una de las hojas / que bajaban por el arroyuelo, / palabras de amor para ella, / por si el destino acierta en su largo camino”. Ese gesto es de una ternura desgarradora: escribir palabras de amor en una hoja que el agua se llevará, confiar en que el azar —o el destino— haga llegar el mensaje a quien nunca lo recibirá. Es acto de fe poética, de esperanza sin esperanza, de amor que sabe que es imposible pero se dice igual porque el amor verdadero no calcula probabilidades.
Y entonces viene la aceptación final, el verso que es clave de bóveda de todo el poema: “Bonito soñar, bonito vivir, / y aun así, sin amor, ser feliz”. Aquí reside la sabiduría conquistada tras haber atravesado todas las estaciones del dolor. Es posible —dice el poeta— soñar con belleza, vivir con plenitud, y aun así, sin amor, ser feliz. No es resignación derrotada sino aceptación luminosa: la felicidad no depende de que el amor sea correspondido, de que la mujer querida venga finalmente, de que el otoño deje de ser otoño. La felicidad es decisión, capacidad de encontrar belleza en las hojas que caen, en los petirrojos que cantan, en las notas del piano que suenan aunque nadie las escuche salvo el propio poeta y los pájaros.
El poema cierra con una esperanza condicional: “Ojalá me acompañes eternamente / junto a este viejo piano”. Ojalá, palabra árabe que invoca a Dios sin nombrarlo, que dice “si Dios quiere” pero en diminutivo, en voz baja, sin exigir. Y mientras esa compañía no llega —o llega y se va, o nunca llega— el poeta “seguirá tocando / por si acaso escuchas de lejos tu canción preferida”. Ese “por si acaso” es devastador de puro humilde: no hay certeza de que ella escuche, no hay siquiera certeza de que esté viva o cerca, pero se toca igual, porque tocar es forma de seguir vivo, de seguir amando, de seguir esperando sin que la esperanza mate.
“Los petirrojos te siguen esperando” es el verso final, y en él se condensa toda la fidelidad natural del amor que no se rinde. Los petirrojos —aves que en la tradición europea simbolizan la esperanza y la renovación— siguen esperando, como sigue esperando el piano, como sigue esperando el otoño, como sigue esperando el poeta. Esa espera no es pasiva sino activa: se espera tocando, se espera observando las hojas caer, se espera escribiendo palabras en hojas que el arroyo se lleva.
“Otoño” es, en síntesis, un poema sobre la belleza del dolor aceptado, sobre cómo la melancolía puede ser luminosa si se la mira con ojos limpios, sin resentimiento. Es poema sobre la soledad elegida como espacio de creación, sobre el arte —el piano, la poesía— como forma de habitar la ausencia sin que la ausencia nos destruya. Es, finalmente, un poema sobre la madurez emocional que consiste en saber que podemos ser felices aunque no tengamos todo lo que deseamos, que la vida sigue siendo hermosa aunque el amor no sea correspondido, que vale la pena seguir tocando el piano aunque nadie venga a escucharnos, porque tocar es ya una forma de amor, y el amor verdadero no necesita respuesta para justificarse. Solo necesita ser, como las hojas que caen necesitan caer, como el otoño necesita venir después del verano, como el piano necesita ser tocado por manos que conocen el dolor y aun así eligen la música.
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