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ENTREVISTA A KEPA FERNÁNDEZ DE LARRINOA
ENTREVISTA A KEPA FERNÁNDEZ DE LARRINOA
Con motivo de la publicación de “Estos Ojos Afilados” (Ediciones Rilke)
- Kepa, “Estos Ojos Afilados” se estructura como una sinfonía en cuatro movimientos, desde la profecía de Jácome hasta la reflexión neurocientífica final. ¿Cómo concebiste esta arquitectura tan particular y qué te llevó a pensar el poemario como una experiencia total rather que como poemas independientes?
El poemario nace de un registro donde he venido recogiendo, casi a diario, imágenes y pensamientos en torno a la mente y el cuerpo de dos personas en estado de quebranto. Dialogo calladamente conmigo y con un interlocutor ausente sobre la intensidad del sentimiento que alguien entrega al mundo al cruzar la antesala de una muerte anunciada antes de tiempo.
El registro está repartido entre varias libretas repletas de frases escabrosas e interrogaciones elípticas, pura consecuencia de una exploración interna donde abruman tanto los silencios profundos y las notas graves como las miradas calmas. Estos ojos afilados parte de este registro, de su sustrato. Y condensa, como digo, iconografías y sentidos del yo captados y anotados en soliloquios personales, también en monólogos frente a sillas vacías cuyas sombras escuchan e interpelan, también en frontones imaginarios, frontones cuyas paredes acaban por revolverse hacia voces y ecos desengañados.
En Estos ojos afilados primero fue la construcción poética de Emma. No obstante, el ser literario de Jácome es inmediato y asimismo consustancial al de Emma. Ambos emanan de un mismo soplo existencial: dos personas se conocen, comparten un extenso momento, pero se saben incrédulos ante un fin inminente; deciden despedirse al compás de un baile extraño y delicado. Se despiden desconociendo si bien se agotarán molecularmente en su danza, o si juntos acaso alumbrarán un portal de recóndita conciencia.
- Jácome y Emma son las figuras centrales de tu obra, casi como arquetipos universales. ¿De dónde surgen estos personajes? ¿Hay algo autobiográfico en ellos o representan más bien estados de conciencia que todos compartimos?
Emma y Jácome han llegado a Estos ojos afilados destilando, de un lado, etimologías de remotas onomásticas y, de otro, aflicción. Emma, en su raíz germánica, significa «entera», «universal», «grande», «fuerza». Emma es, pues, una mujer de gran entereza. Sobre todo, una mujer asociada a lo absoluto. Mi oído vasco-oyente escucha la vibración de otra raíz, ema-, en euskara sonido detonante de la idea de feminidad. Emma aglutina reminiscencias de arquetipos como estos. Pero al mismo tiempo, la carga lírica del poema se suelta, se eleva y se sostiene vis à vis un recuerdo personal cuya resonancia, Amaia/I, ya vibra según se abre el libro. Rubrica un sentido de finitud e igualmente de elevación. De hecho, Amaia/I antecede a la propia escritura del poemario.
El vocablo Jácome se tropieza con los significados «sostener», «aguantar», y también «suplantar». Señala al protegido por Dios, a aquel a quien Yahveh está dispuesto a recompensar. Sin embargo, en el libro del Génesis, donde se le dice Jacob, le persigue una sombra de impostura. En Estos ojos afilados Jácome es una alma en busca de una inscripción, un hijo sin padre que le cobije, un caminante sin posada, la encarnación trágica del judío errante, el desgarro de aquel peregrino medieval al que se le heló la sangre al descifrar bajo las piedras compostelanas los restos de un condenado por herejía. Jácome ha perdido el aliento pues ha conocido una verdad despiadada.
Emma y Jácome son, al unísono, seres ecuménicos y míos particulares.
- La tercera sección incorpora elementos del Ankoku Butō, el teatro de la oscuridad japonés. Esto es bastante inusual en la poesía española contemporánea. ¿Qué te atrajo de esta forma artística y cómo crees que puede funcionar para un lector que no esté familiarizado con estas tradiciones?
Ankoku Butō arraiga tras la hecatombe de Hiroshima y Nagasaki, parte del trauma de las cenizas esparcidas sobre el rostro y la piel de cuerpos previamente abrasados. Se agarra a formas teatrales japonesas de corte ritual, pero su sentido es moderno. Confronta un trauma. Un instigador inicial de esta danza, Kazuo Ohno, dijo: «lo mejor que alguien puede decirme es que viendo mi actuación lloró. No es importante que entiendan lo que hago; quizás sea mejor que no lo entiendan, sino que simplemente respondan al baile».
Sobre Estos ojos afilados acecha un hecho traumático. Los ojos heridos de Emma se funden con los ojos cansados de Jácome en una danza quebradiza: bailan cuerpos cenicientos, gestos torpes, movimientos sentidos, repetitivos, cuasiancianos; baila esa mujer a quien una enfermedad (tan despiadada e inverosímil como lo fueron las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki), rompió su epidermis y encerró en un hospital; baila un confundido y dislocado sobreviviente. Obvian la pesadilla que soportan en sus adentros.
Es una composición literaria escrita a modo de trama escénica, un libreto en busca de danzantes capaces de expresar con sus cuerpos lo que un día mis palabras no alcanzaron a decir, aquello que no me atreví a pronunciar. Son palabras para la expansión de una oscura dramaturgia visual presta a redimir castigos y pesadillas (de la corteza cutánea) redundantes y, salvando las distancias, análogos a los vertidos por el escritor japonés Kôbô Abe en obras como, por ejemplo, El rostro ajeno, La mujer de arena, El mapa calcinado. Hago mía una respuesta cultural modelada a imagen y semejanza de una tragedia humana escalofriante. Ankoku Butō no es extravagancia ni capricho estético, sino introspección personal en el dolor, palabras para un drama que bien pudiera llevar por título Esta carne desgarrada.
En el poemario Las aristas paganas del último devoto (2023) escribí estas líneas:
Absorbo la herida penitente de la vida restante, trituro el fuego inmisericorde contra el cual protesto desde entonces. Elogio la zozobra esculpida en danza.
Cadáveres danzantes.
[…] temblando ante el espanto de la intriga molecular, un terco Butoh, mío, penetra en el subsuelo, se inclina ante el mundo sumergido, pues expresión es de la experiencia interna del caos, del miedo, del desastre; pues un bajo cuerpo es. Un bajo cuerpo para un bajo mundo. Y ambos trenzan, palmo a palmo, los roces del silencio. Tiemblan juntos, cariñosos, reconciliados.
Butoh y yo en un taller de teatro.
Cuerpos delgados y enmascarados,
engalanados, de polvo cenizo
sobre la tez abrasada del tronco desprevenido,
a conciencia,
traicioneramente perseguido. Bailo contigo
y, al tiempo que bailo contigo, suenan
muy adentro las líneas fúnebres del prófugo
poeta:
«Vendrá la muerte y tendrá tus ojos»
- Tu formación antropológica es evidente en el tratamiento ritual y ceremonial que das al lenguaje. ¿Cómo influye tu mirada antropológica en tu escritura poética? ¿Ves la poesía como una forma de ritual contemporáneo?
Me siento atraído al hechizo de la primera abstracción, al despertar de la conciencia humana, y me pregunto qué tipo de arqueología cognitiva permitiría llegar a ella. En algún momento hubo un primer conjunto de sonidos, imágenes y kinésikas con significación humana y me pregunto cuál fue aquella metáfora, primera, acompañante de un primer ser consciente de serlo. Aquel primer instante de aquel primer hombre que de pronto se reconoció enmarañado, por primera vez, entre tropos lingüísticos fue, sin duda, el primer instante poético, el big bang de la consciencia. Un instante único y, por ello, irrepetible. Como el llanto prorrumpido al nacer.
Veo la poesía como la búsqueda de un nuevo encuentro con el desconcierto y la confusión que —intuyo— siguieron a la inocencia perdida tras aquel acto, primigenio y fundacional. Y veo al poeta como un cuidadoso intérprete de dicha pérdida de inocencia. Veo, pues, en la poesía una liturgia cuyos celebrantes se reconocen en la fragilidad de la naturaleza humana frente a las fuerzas del cosmos.
Efectivamente, se advierte en mí una predisposición hacia una antropología de la poética humana, que no es sino una antropología del asombro, de la vulnerabilidad y del miedo que, como menudencia biológica incrustada que somos en el conjunto orgánico del universo, sentidamente escondemos en nuestro interior. Pero también es una poética del valor que, como especie homo sapiens, decididamente asomamos al reconocernos en un cuerpo finito, aunque también somos capaces de ayudarnos y cuidarnos hasta el término de la travesía. En este punto, ritualidad y poética son inseparables y, en consecuencia, la escritura de Estos ojos afilados acontece a modo de acto ritual de reencuentro metafísico con el inicio y el final de la consciencia humana.
Ahora bien, y con esto entro en la segunda parte de la pregunta, en la sociedad contemporánea se sufre de un exagerado hedonismo consumista, de la misma manera que el mundo en su conjunto sobrelleva como puede el peso de una omnipresente estética comercial. Vivimos en tiempos de industrias culturales y capitalismo artístico. Vivimos enfermos de cosmética ornamental, postureo espiritual y fármaco cultural. En la sociedad contemporánea sucede aquello que dijo Rodolfo Kusch: obramos atados a una idea de «ser alguien» aclimatada, ya de raíz, al «pensamiento del mercader».
Una sociedad enfermiza como la nuestra precisa poesía que conjure esta concepción plana de la realidad, que conjure esta sociedad falaz, repleta de tecnologías espías y mercenarias. Necesita de manos y piedras golpeando en el pedernal de la arbitrariedad lingüística. Necesita de manos, ocres y carbones causantes de pensamientos empáticos e imágenes multidimensionales. Necesita dotarse —y aquí me apoyo en la magia explicativa del físico Roger Penrose— de «conos de luz» poéticos con que cruzar con palabras la conexión entre futuros y pasados lejanos, entre infinitos y finitos temporales, espaciales y luminosos.
La poesía contemporánea esculpe un ritual de su tiempo cuando viaja al origen de la palabra, a la vibración cerebral del sonido, al arranque de la representación gráfica, cuando atravesando glosolalias y disartías llega al primer llanto y balbuceo de quien la escucha y lee. La poesía contemporánea esculpe un ritual de su tiempo cuando viaja -como Alicia lo hizo- al país de las maravillas o -como Artaud- al de los Tarahumaras.
- Hay un momento en el poemario donde escribes “repugno el yo”, una declaración bastante radical. ¿Crees que la poesía actual está demasiado centrada en la subjetividad y necesitamos explorar otros territorios expresivos?
Repugno el yo llega luego de una concatenación de repugnancias gramaticales cuya asociación juzgo sintagmática, esto es, en una relación de continuidad por proximidad sintáctica o lineal. De acuerdo con lo dicho arriba, la frase sentencia una firme aversión a la pretensión de «ser alguien», a la centralidad del sujeto en la composición de las oraciones y sus significados, así como la autoconcedida prerrogativa para imponer orden, el suyo, en el mundo, Repudia la soberanía del yo en cuanto sinónimo de un «ser» concreto y de un «individuo» corpóreo dotado de mando. Apela a su desintegración y conversión en un yo conceptual, abstracto, aglutinante, universal, transcendente, portador de un sentido cosmogónico de la existencia, como cuando en el poemario se lee:
Un hombre
un niño
siempre ambos
Pero eres tú solo uno
Ambos son él
y él eres tú
Ocurre que él explota fascinado
roto y despegado
Ocurre que eres partícula de grueso grano incautada
al espacio
En cualquier caso, la cuestión de si la poesía actual está demasiado centrada en la subjetividad invita a que recordemos a Juan Larrea cuando apeló a descosernos del yo subjetivo para recomponernos en una conciencia colectiva ajena al canon filosófico de la razón y, en consecuencia, de la Historia. El profesor José Luis Abellán lo denominó pensamiento delirante, en el sentido de filosofía poética (irracional). Pudiera ser que este «repugno el yo» del poemario apuntase a ese tipo de gramática irracional subyacente en pensamientos filosóficos delirantes como el de Larrea y otros transterrados.
- El lenguaje de “Estos Ojos Afilados” es deliberadamente hermético y desafiante. En un momento en que se habla mucho de hacer la cultura más accesible, ¿cuál es tu posición? ¿Debe la poesía adaptarse a los tiempos o mantener su complejidad?
En las sociedades que los antropólogos de finales del siglo XIX y principios del XX denominaron primitivas, si bien su tecnología presentaba a todas luces un carácter rudimentario, sus modos de conceptualizar las relaciones sociales y simbolizar su conexión con la naturaleza y el espacio eran extremadamente complejos. En contraste, quienes vivimos en sociedades occidentales u occidentalizadas estamos en una situación en que la ruptura de los límites del desarrollo tecnológico se ha convertido en un hecho cotidiano y redundante. Con ello, los estilos de vida se han simplificado y homogeneizado. También la capacidad de pensar, memorizar y reflexionar por uno mismo. En nuestros días abunda la evidencia de que apostamos por la simplificación, singularmente en el espacio de la comunicación humana. Esto, por un lado.
Por otro, el mundo de hoy es tecno-visual, tecno-escrito y tecno-oral, muy computacional. La comunicación y difusión de información entre personas funciona a golpe de botón, un botón que portamos en nuestro bolsillo. Estamos a la espera de que ese botón se implante en algún lugar del cerebro y así «conectarnos a un nuevo mundo», que ya no es un continente geográfico, sino una nube que todo lo cubre y empapa y, claro está, no deja ver más allá. Lo mismo ocurre con la inteligencia artificial, una máquina creada para, entre otras cosas, originar o producir (literatura, pintura, ensayos científicos, etc.), conversar y tomar decisiones por nosotros.
Otra cuestión. Hubo un momento, no hace tanto, en que la lengua escrita se erigió como autoridad suprema. Se levantó todo un sistema de aprendizaje y conocimiento «escolar» de la realidad que relegó la palabra dicha a la periferia de las jerarquías del conocimiento y de las prácticas sociales. La palabra hablada, entonada, cantada, interpretada, pasaron a un segundo plano. Lo mismo el lenguaje del cuerpo en movimiento desplazándose por el espacio. En cualquier caso, sitos en el centro o en la periferia del universo cultural, los lenguajes oral, corporal y escrito están sujetos a reglas, a códigos comunicativos cuyo dominio requiere aplicación, esfuerzo y dedicación específica.
Sin embargo, recorremos en la actualidad caminos hacia un mundo de conocimientos prêt-à-porter donde pensar y sentir apenas requiera esfuerzo reflexivo. Basta simplemente dinero para comprarlo: un mundo donde todo llegue dado, decidido de antemano, accesible pulsando una tecla o guiñando un ojo. En otras palabras, un mundo de absoluto confort y candidez. Una nueva tierra prometida, diseñada a imagen y semejanza del paraíso (económico) soñado desde el tecnoliberalismo.
Digamos también que hemos conocido un arte occidental centrado en la especialización por géneros. Pongamos por caso que los poemas son canción si son cantados; teatro, si dramatizados; y propiamente poesía si están escritos y publicados en un libro. Es una compartimentación en proceso de disolución, al menos así se aprecia en formas de expresión artística como performance, instalación, happening, arte conceptual… En estas las palabras, las imágenes, los movimientos, los objetos y las nuevas tecnologías digitales se combinan formulando collages de oralidad, escrituralidad, museografía, artes escénicas y visuales, pictóricas, escultóricas…. Salvo por el peso del componente tecnológico y su dimensión profana, parece como si este ensamblaje de generosa variedad de artes creativas gravitara en torno a un regreso imaginativo a la plasticidad de aquellas ceremonias rituales y litúrgicas conducidas por samanes y sacerdotes de otros tiempos. Sea como fuere, el arte actual se apoya en magias de nuevo cuño, como son las del progreso y las del desarrollo tecnológico. Se ha expandido una poesía de raíz tecnológica que, lejos del papel escrito y la voz presencial, se afianza en pantallas y dispositivos mecánicos, en eso a lo que en los tiempos que corren se nombra con el palabro -referido arriba- escrituralidad.
Centrándonos en la poesía escrita, divulgada y leída en libros, que es el caso de Estos ojos afilados y la colección a la que pertenece, el asunto es que la comunión humana está sujeta a reglas preestablecidas y acordadas de antemano. La expresión poética, si bien implica una ruptura de las convenciones del habla cotidiana, también implica el seguimiento de las suyas propias: cadencia, sonoridad, etc. Luego están las conceptuales. Como dicen los matemáticos de sus ecuaciones, el poeta se compromete a descubrir ante sí y ante un lector una realidad bella e inesperada. Escritor y lector se aventuran en un ejercicio de intuición y comprensión. No hay aventura poética sin esfuerzo comprensivo.
- Tu trayectoria incluye premios importantes como el Gabriel Aresti y has transitado entre el euskera y el castellano. ¿Cómo vives esa experiencia bilingüe en tu escritura? ¿Sientes que cada lengua te permite explorar territorios emocionales diferentes?
Las lenguas tienen un punto de cobijo y amparo frente a los avatares del mundo, así como tienen otro de atrevida orientación a su eventual conquista. Cualquiera de ellas, según las circunstancias del momento, puede llegar a adquirir una apariencia de hospedaje y consuelo emocional y en otros tomar el aspecto de punta de lanza y correría. Yo, en mi caso, busco en la lengua poética un lugar de asilo desde donde exponerme al mundo. Escribir en una de estas lenguas en detrimento de la otra representa en mí un acto personal de destierro cultural, un episodio de enajenación expresiva, incluso identitaria. Instala en mí experiencias de discontinuidad y de exilio intelectual. Entre estas lenguas, en cierta forma, personifico tránsitos de expatriado y de hijo pródigo entre sentimientos y emociones. Una duplicidad sobre la que habrá quien vea, en uno y otro lado, sombras de intrusismo, si no de impostura, traición o infidelidad. Ante el espejo del lenguaje me veo en un estado de constante extrañamiento.
- La muerte y la finitud son temas centrales en el poemario, pero tratados desde una perspectiva muy particular. ¿Qué piensas del papel de la poesía como espacio para pensar estas cuestiones fundamentales en una sociedad que tiende a evitarlas?
La muerte de una persona cercana conlleva un desajuste terrible en el interior de uno y del átomo social de pertenencia. Infinitamente más agudo es el desajuste cuando la muerte se presenta mucho antes de lo esperado. Yo llevo cuatro años preguntándome por los últimos metros andados, las últimas palabras dichas, la última mirada sucedida entre dos personas durante sus últimos minutos compartidos. La poesía me ha proporcionado un lugar donde pensar y repensar sobre un recuerdo de «nosotros dos en este instante final». Asimismo, me ha permitido acceder a un lugar y un momento donde urdir un nuevo vínculo: un nuevo nosotros. Me he sumido en una aespacialidad y una atemporalidad donde imaginar un nosotros que ya no es exclusivo de dos, sino de más.
El siglo XXI se caracteriza por el desarraigo, por evidenciar un acusado déficit de sentido comunitario (también de sentido común, dicho sea entre paréntesis). Sin embargo, abundan las búsquedas compulsivas de experiencias comunitarias donde descubrir un sentido de transcendencia. No obstante, a menudo tal búsqueda no va más más allá del terreno de la celebridad publicitaria o el consumo de vivencias individuales en torno a eventos culturales de masas. Sucede que la búsqueda se queda en entusiasmo huero, mero frenesí y arrebato, tan alborotados como superficiales.
Emile Cioran, campeón del desapego a la vida, escribió que el lirismo es una expresión bárbara cuyo valor recae en su esencia de sangre, sinceridad y llamas. También, que uno se vuelve auténticamente lírico a resultas de una inmensa conmoción, esto es, como consecuencia de un desequilibrio vital. La sociedad actual mira a la muerte desde la distancia de los saberes de la ciencia médica y la química y prospectos de los laboratorios farmacológicos.
Pero la poesía es el vehículo natural para hablar de la muerte. Y ello porque la poesía es un asunto humano consistente en la elaboración cultural de un fármaco anímico: cuando nuestro sistema nervioso pierde estabilidad interna -en esto sigo a Cioran- el sistema reacciona provocando la emergencia de un estado de conciencia lírica, de agitación e irracionalidad cercana a la locura. Tanatos -la muerte, o la enfermedad portadora de muerte eminente- es el gran acontecimiento acarreador de desajuste. Como también lo es el amor irracional de Cupido. Según Freud, Eros y Tanatos son, respectivamente, las pulsiones de vida y muerte de la psiquis humana. La poesía es un laboratorio de la psique (entendida esta en su sentido etimológico: alma, hálito o aliento que el ser humano absorbe en el interior de su cuerpo justo en el momento de su alumbramiento). Así, cuando el metro de la vida extravia su medida o presiente su cesura, instantáneamente surge la métrica poética.
Eludimos hablar de la muerte (por tanto, rehuimos de la poesía) recurriendo al lenguaje médico. Nos escondemos de ella entre botes de vitaminas y minerales y sesiones de gimnasio. Nos acogemos a imágenes de eterna juventud para evadirnos de la idea de vejez o cancelarla. La poesía es consustancial a la conciencia humana de la muerte. Hoy nos empeñamos en suprimirla. Un empeño quimérico.
- Vivimos en una época de inmediatez digital, de lecturas fragmentadas, de atención dispersa. ¿Crees que hay espacio para una poesía como la tuya, que exige tiempo, concentración, relectura? ¿Cómo ves el futuro de la poesía en este contexto?
La poesía debe mantenerse fiel a sí misma, fiel a su esencia. Esta no es otra sino el acoplamiento de dos extrañamientos: el extrañamiento del yo en el lenguaje y el extrañamiento del lenguaje en el yo. No entiendo, el teatro, el arte o la poesía como pasatiempo o actividad cultural de ocio, sino como choque y contienda, como acción reflexiva y ética frente a un reto enorme: el de vivir y convivir individualmente y en grupo con los vivos, con los muertos y con los que lleguen a sustituirnos. Mientras haya condición humana habrá poesía.
- Para terminar, si tuvieras que convencer a alguien que dice “la poesía no es para mí” de que se acerque a “Estos Ojos Afilados”, ¿qué le dirías? ¿Hay una puerta de entrada que recomendarías especialmente?
Propondría al presunto lector del libro que lo leyera solo con el fin de responder a una única pregunta: ¿cuánto advierte usted en el poemario de muerte, ausencia y vacío y cuánto de amor, mimo, candor, abrazo, presencia y sentido vivificante?
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Crítica literaria de Himnos a Urlil, de Carlos Blanco. LA LUZ QUE PERSISTE CUANDO TODO SE DERRUMBA
LA LUZ QUE PERSISTE CUANDO TODO SE DERRUMBA
Crítica literaria de Himnos a Urlil, de Carlos Blanco
Ediciones Rilke, 2025
Título y autor
Himnos a Urlil es el último poemario de Carlos Alberto Blanco Pérez (Madrid, 1986), figura singular en el panorama intelectual español. Conocido principalmente por su trayectoria como filósofo, teólogo, egiptólogo y químico —fue considerado niño prodigio y posee un cociente intelectual de 160—, Blanco ha desarrollado paralelamente una obra poética menos visible pero igualmente ambiciosa. Entre sus publicaciones poéticas destacan Athanasius (2015), donde ya exploraba la fusión entre poesía y filosofía, y Belleza, utopía y existencia (2018), diálogos filosóficos sobre el papel de la belleza en la vida humana. Esta trayectoria previa revela la coherencia de un proyecto intelectual que busca reconciliar razón y emoción, pensamiento y lirismo, ciencia y misticismo.
Resumen
Himnos a Urlil es una peregrinación poética de más de cuatrocientas páginas que recorre los lugares más sagrados y bellos del planeta: desde el Monte Fuji al Taj Mahal, de la Acrópolis al Coliseo, del Kilimanjaro a Machu Picchu, de las pirámides egipcias a los moais de Isla de Pascua. Urlil, entidad metafísica que da título al libro, representa la luz primordial de la que emana toda belleza y todo impulso creador humano. El poemario se estructura como un viaje iniciático que avanza de Oriente a Occidente, siguiendo la trayectoria histórica de la civilización (“Ex Oriente Lux”), y culmina con himnos abstractos dedicados a la Historia, el Amor, la Creación y la Libertad. El tema obsesivo que vertebra el conjunto es la tensión entre la finitud humana y la eternidad del arte: mientras los imperios se derrumban y los individuos mueren, la belleza creada persiste como testimonio del anhelo metafísico de trascendencia.
Análisis de elementos literarios
Estructura
Blanco construye una arquitectura épica que recuerda más a las grandes cosmogonías medievales (Dante, Milton) que a la poesía lírica contemporánea. El libro carece de trama narrativa en sentido convencional, pero diseña una progresión conceptual rigurosa: desde lo concreto (monumentos específicos) hacia lo abstracto (principios universales), desde lo particular (un templo japonés) hacia lo total (el destino de la humanidad). Esta teleología optimista contrasta radicalmente con la fragmentación posmoderna dominante en la poesía actual.
Los “giros” argumentales se producen en los himnos reflexivos intercalados entre las secciones geográficas, donde el poeta toma distancia para meditar sobre el significado de lo contemplado. El “clímax” llega en los himnos finales, especialmente en el Himno a la Creación, donde Blanco revela que el acto creativo humano es la única respuesta legítima frente a la finitud. La conclusión —”Hasta que dejen de brillar las estrellas hay esperanza para la humanidad”— cierra el arco con afirmación esperanzada que reconcilia al lector con la existencia.
Estilo y lenguaje
Blanco recupera conscientemente el verso libre largo, el versículo salmódico, la dicción elevada y la sintaxis compleja que caracterizaron a los místicos españoles (San Juan de la Cruz, Fray Luis de León) y a los profetas bíblicos. Esta elección estilística resulta anacrónica y deliberadamente contracultural en un panorama donde predomina la voz coloquial, la ironía distanciadora y el minimalismo sintáctico.
Las técnicas más recurrentes incluyen:
Anáfora obsesiva: “Quiero venerar tu solemnidad milenaria. / Quiero rezar ante tus iconos. / Quiero admirar tu esplendor” — repeticiones que crean ritmo de letanía religiosa y transmiten fervor acumulativo.
Enumeración desbordante: Largas series de sustantivos y adjetivos yuxtapuestos sin conectores lógicos generan sensación de infinitud imposible de contener en el lenguaje. Como escribe ante Roma: “luz del arte / y el fulgor de la belleza / piedra y color, sonido y verdad, / finitud que trasciende / en la eternidad del símbolo.”
Encabalgamiento radical: Fragmentación de unidades sintácticas completas en múltiples versos breves que obliga a pausas meditativas: “Y tú, / luz eterna, / me despertaste a un nuevo amanecer, / y surcaste velozmente / los cielos de Asia.” Esta ralentización es premeditada: cada verso funciona como escalón ascendente hacia la revelación.
Interrogación retórica: El poeta interpela constantemente al lector, a los lugares, a Urlil, creando diálogo socrático que estimula reflexión filosófica: “¿Qué es el hombre / sino anhelo de permanencia?”
Sin embargo, el estilo presenta limitaciones evidentes. La homogeneidad tonal durante más de cuatrocientas páginas genera fatiga: todo se dice con la misma solemnidad profética, sin contrastes dinámicos, sin humor liberador, sin duda genuina. Los momentos de supuesta tensión dramática se resuelven demasiado rápidamente en afirmaciones tranquilizadoras. Falta el silencio, la pausa, el poema breve y desangelado que permita respirar. Blanco teme la ambigüedad como si fuera pecado capital.
Ambientación
El “escenario” del poemario es el mundo entero como museo sacralizado. Cada lugar —Estambul, Petra, Chartres, Iguazú— aparece depurado de su contingencia histórica concreta para convertirse en símbolo de lo eterno. No hay turistas sucios, comercio, contaminación, pobreza o violencia que profanen estos santuarios. Blanco practica idealización platónica sistemática: contempla las ideas de los lugares, no su materialidad empírica.
Esta estrategia tiene ventajas y peligros. Ventaja: al abstraer lo accidental, el poeta accede a dimensiones arquetípicas que resuenan universalmente. Peligro: al ignorar el contexto sociopolítico concreto, corre el riesgo de producir un turismo espiritual desencarnado, una postal mística que elude las preguntas incómodas sobre el colonialismo que permitió construir museos, la desigualdad que rodea estos monumentos, la apropiación cultural implícita en celebrar pirámides mayas sin mencionar el genocidio indígena.
Interpretación y juicio crítico
Interpretación
Himnos a Urlil es, en el fondo, un tratado teológico versificado sobre la permanencia de la belleza. Urlil funciona como sinécdoque del Absoluto neoplatónico: no es un dios personal que escucha plegarias, sino principio metafísico impersonal del que emanan todas las manifestaciones de lo bello. Cuando Blanco escribe “Guíame, / luz de Urlil, / antecesora de todos los orientes, / fulgor primigenio”, no reza a una divinidad sino que invoca un principio filosófico.
El libro desarrolla implícitamente una teodicea estética: si el tiempo destruye todo lo que amamos, ¿cómo justificar la existencia? La respuesta de Blanco es que el arte trasciende mediante simbolización: lo que desaparece materialmente permanece idealmente. “Derrítanse los imperios / como nieve fundida / en la mañana. / […] Mas el ideal que representas / permanezca por siempre / en la entraña de algún dios / que aún no conocemos.” El arte es inmortalidad proxy: no sobrevivimos individualmente, pero nuestra sed de belleza sí sobrevive en las obras.
Esta metafísica optimista contrasta radicalmente con el nihilismo predominante en la cultura contemporánea. Donde Beckett veía absurdo, Blanco ve sentido; donde Cioran predicaba el suicidio lógico, Blanco predica la creación como salvación. Su postura es deliberadamente pre-posmoderna: cree en verdades universales, en la existencia de lo sagrado, en la posibilidad de comunión mística a través de la belleza.
Juicio crítico
Originalidad: Paradójicamente, la originalidad de Blanco reside en su arcaísmo consciente. En un paisaje poético dominado por la voz urbana, desencantada e irónica, Himnos a Urlil recupera sin complejos el sublime romántico, la grandilocuencia mística y la ambición metafísica. Esta contracorriente resulta refrescante para lectores fatigados del cinismo posmoderno, pero corre el riesgo de parecer ingenuamente idealista para quienes consideran que tal optimismo ya no es defendible tras Auschwitz.
Coherencia: El libro presenta coherencia férrea, quizá excesiva. Todas las piezas encajan en un sistema filosófico perfectamente articulado donde no cabe la contradicción. Esta consistencia doctrinaria impresiona intelectualmente pero limita la vida emocional del texto. Los grandes místicos (San Juan, Santa Teresa) escribían desde la duda y la noche oscura; Blanco escribe desde la certeza iluminada. Su fe estética parece demasiado invulnerable.
Impacto emocional: Depende radicalmente de la disposición del lector. Quien se entregue al ritmo lento, meditativo y letánico del libro puede experimentar estados contemplativos genuinos, una especie de mindfulness poético. Quien lo lea con prisa o escepticismo lo encontrará repetitivo, monótono y sentencioso. No es un libro para lectura fragmentaria sino para inmersión total.
Contribución al género: Himnos a Urlil recupera el gran poema filosófico de largo aliento, tradición que incluye a Lucrecio, Dante, Milton, Wordsworth, Whitman, Saint-John Perse. En el panorama español contemporáneo, esta ambición totalizadora tiene pocos equivalentes: quizá Antonio Colinas con su Sepulcro en Tarquinia, quizá Claudio Rodríguez en sus momentos más visionarios. Blanco demuestra que aún es posible escribir poesía sublime sin caer en la parodia involuntaria, aunque el riesgo siempre acecha.
Contexto histórico y cultural
Himnos a Urlil se publica en 2025, momento de crisis civilizatoria multiforme: cambio climático, auge de nacionalismos, guerras tecnológicas, desigualdad extrema, nihilismo cultural. En este contexto, la apuesta de Blanco por un universalismo cosmopolita que celebra la diversidad cultural como expresión de un mismo anhelo metafísico resulta políticamente significativa. Frente al repliegue identitario, propone hermandad estética: japoneses, persas, griegos, mayas y egipcios cantan a la misma luz con vocabularios distintos.
Sin embargo, este universalismo bienintencionado ignora problemáticamente las asimetrías de poder que estructuran el acceso a la cultura. ¿Quién puede permitirse peregrinar poéticamente por el mundo? ¿Desde qué posición de privilegio occidental se contempla el Taj Mahal, Petra o Machu Picchu? Blanco no reflexiona sobre estas cuestiones, lo cual limita su propuesta universalista.
Históricamente, el libro dialoga con la tradición contemplativa española (místicos del Siglo de Oro, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén) pero también con el idealismo alemán (Hölderlin, Novalis, Rilke) y el trascendentalismo norteamericano (Emerson, Whitman). Su referente más obvio es Rainer Maria Rilke, especialmente las Elegías de Duino, donde también se interroga sobre el destino humano y la función salvífica de la belleza. Como Rilke, Blanco cree que “lo bello es solo el comienzo de lo terrible que aún podemos soportar”.
Comparación con poetas del siglo XX
La relación de Blanco con la poesía española del siglo XX es ambivalente: admira a los místicos y simbolistas pero rechaza a los realistas sociales y a los posmodernos irónicos.
Con Juan Ramón Jiménez comparte la búsqueda de una “belleza exacta” depurada de ornamento superfluo y la convicción de que la poesía puede acceder a lo absoluto. Ambos practican idealismo platónico: contemplan esencias, no accidentes. Sin embargo, Juan Ramón evolucionó hacia un hermetismo cada vez más radical (Animal de fondo, Dios deseado y deseante); Blanco mantiene una transparencia conceptual mayor, quiere ser entendido.
Con Jorge Guillén comparte el optimismo existencial y la celebración del mundo como plenitud. Ambos escriben poesía afirmativa que dice “sí” a la existencia. Pero Guillén practicaba una precisión casi matemática, una concisión aforística; Blanco se extiende en versículos largos y repetitivos.
Con Vicente Aleixandre (Nobel 1977) comparte la ambición cósmica, el impulso totalizador, la fusión panteísta con la naturaleza. Los versos de Aleixandre “Cuerpo feliz que fluye entre mis manos, / rostro amado donde contemplo el mundo” resuenan en la celebración blanciana de la belleza corporeizada en monumentos. Sin embargo, Aleixandre desarrolló una sensualidad telúrica más carnal; Blanco permanece más abstracto, menos erótico.
La diferencia más nítida es con Luis García Montero y la “poesía de la experiencia” que dominó los años 80-90. Donde Montero cultiva la voz conversacional, el prosaísmo elegante y la introspección irónica, Blanco practica la voz profética, el sublime y la certeza mística. Representan opciones estéticas incompatibles: Montero es el poeta de interiores urbanos, Blanco de catedrales y desiertos.
Respecto a la “poesía metafísica” española (Antonio Gamoneda, Clara Janés, Chantal Maillard), Blanco comparte la inquietud por lo transcendente pero difiere en tono: los metafísicos contemporáneos escriben desde la perplejidad y el silencio; Blanco desde la afirmación y la elocuencia.
Opinión personal y recomendación
Himnos a Urlil es un libro admirable y exasperante a partes iguales. Admirable por su ambición desmesurada, por su coherencia filosófica, por su valentía al recuperar registros considerados obsoletos. Exasperante por su longitud innecesaria, por su falta de autocrítica, por su tendencia al sermón. Es, en definitiva, un libro profundamente sincero que cree sin fisuras en lo que predica, y esa sinceridad resulta conmovedora incluso cuando el estilo falla.
Los mejores momentos son aquellos donde Blanco logra fusionar pensamiento y emoción sin que se note la costura, donde la reflexión filosófica se disuelve en imagen sensorial potente. Por ejemplo, ante el Coliseo: “El tiempo engulle / lo que el hombre erige / con pasión y entrega; / pero no a ti, / Roma, / porque el símbolo perdura / en las fuentes de la vida, / eternas y luminosas / como el firmamento.” Aquí, la metáfora del tiempo-devorador y la afirmación del símbolo-eterno se integran orgánicamente.
Los momentos más débiles son aquellos donde el discurso se vuelve explícitamente doctrinal, donde el poeta abandona la sugerencia por la tesis. Blanco confía demasiado en la acumulación cuantitativa: cree que repetir la misma idea desde cincuenta ángulos distintos la profundizará, cuando a menudo solo la diluye.
Recomendación: Este libro interesará a tres tipos de lectores. Primero, quienes buscan poesía metafísica seria que dialogue con las grandes preguntas existenciales sin frivolidad posmoderna. Segundo, viajeros contemplativos que han experimentado asombro ante monumentos y paisajes y quieren ver esa experiencia verbalizada. Tercero, lectores interesados en el diálogo entre filosofía y poesía, razón y emoción, ciencia y misticismo.
No lo recomendaría a quienes prefieren poesía minimalista, voz confesional íntima, ironía contemporánea o compromiso político explícito. Tampoco a quienes buscan experimentación formal: Blanco es conservador en técnica aunque revolucionario en contenido.
Conclusión
Himnos a Urlil es un libro necesario precisamente porque resulta anacrónico. En una época que ha renunciado a las grandes narrativas, Blanco propone una cosmovisión totalizadora. En una cultura del fragmento y el meme, ofrece un poema-mundo de cuatrocientas páginas. En tiempos de nihilismo, predica esperanza. En la era del cinismo, practica sinceridad mística sin distancia irónica.
Su mayor virtud es demostrar que aún es posible escribir poesía sublime en el siglo XXI sin caer en el kitsch involuntario. Su mayor limitación es la falta de matices: todo se dice con la misma intensidad profética, sin claroscuros, sin duda. Blanco necesita aprender de Rilke no solo la afirmación sino también la perplejidad, no solo el júbilo sino también la angustia.
Como primer volumen de una obra poética en construcción, Himnos a Urlil establece con claridad meridiana el territorio que Blanco quiere habitar: el de la poesía filosófica de largo aliento, la mística secular, el idealismo estético. Queda por ver si en futuros libros logrará incorporar las sombras que aquí brillan por su ausencia. Porque la luz solo resplandece plenamente cuando conoce la oscuridad que la amenaza. Y aunque Blanco habla constantemente de la finitud, aún no la ha hecho sangrar en sus versos. Cuando lo logre, podría escribir el libro definitivo que aquí apenas se anuncia.
Cita representativa:
“Hasta que dejen de brillar las estrellas
hay esperanza para la humanidad,
y mientras el corazón lata
con la melodía sagrada
de la creación y el amor,
el espíritu humano
no perecerá
en el vacío de lo inexistente.”
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HIMNO A ROMA de Carlos Blanco de Himnos a Urlil
HIMNO A ROMA
(fragmento)
Pero tu hermosura es eterna,
Roma,
porque eterno ante el cosmos
es el afán humano
de crear e irradiar
la luz del arte
y el fulgor de la belleza.
Derrítanse los imperios
como nieve fundida
en la mañana.
Séquense los océanos
al calor del tiempo
que no da tregua.
Mas el ideal que representas
permanezca por siempre
en la entraña de algún dios
que aún no conocemos.
Como castillos de naipes
se derrumban reinos.
Como tenues suspiros
se esfuman la gloria
y la grandeza
de tantos que dominaron
la voluntad de los hombres.
El recuerdo de muchos
que rigieron la historia
es hoy vago,
cercano a la nada;
leve es su sombra
ante el presente
que todo lo absorbe
sin clemencia.
Lo que brilló
yace sepultado.
Como hilo invisible
se descorre el destino
que a todos atrapa.
El tiempo engulle
lo que el hombre erige
con pasión y entrega;
pero no a ti,
Roma,
porque el símbolo perdura
en las fuentes de la vida,
eternas y luminosas
como el firmamento,
que no se conmueve
ante las turbulencias
de mundos finitos.
¿Qué son el poder
y la gloria
ante el tiempo?
Nada.
Un clamor triste que se apaga,
un conjunto melancólico
de egregias ruinas
devoradas sin piedad,
signos que ocultan
ambiciones fugadas en lo oscuro,
almas disecadas
en piedras despojadas de existencia.
Esas bellas formas
que admiraron los hombres
son hoy sueños vanos
que nutrieron
ansias desconsoladas
y corazones insaciables,
sedientos de lo desconocido;
testigos mudos de la historia humana.
Pero la belleza
es una luz que permanece.
Ni la lluvia
extingue su llama.
Su sustancia es eterna,
y no puede desvanecerse
en la desnuda inmensidad
del vacío puro.
Así es lo bello,
que mueve el corazón
y le da alas,
alas que ascienden
al paraíso,
emblema de amor y vida
en auroras de esperanza.
Carlos Blanco
Himnos a Urlil, Ediciones Rilke, 2025
LA SUSTANCIA INEXTINGUIBLE: CUANDO LA PIEDRA SE HACE LUZ
Hay poemas que se leen con los ojos y hay poemas que se respiran, que entran por la piel como una certeza antigua, como el recuerdo de algo que siempre supimos pero nunca habíamos pronunciado. Este himno a Roma de Carlos Blanco pertenece a la segunda estirpe, a esos versos que no argumentan sino que constatan, que no persuaden sino que revelan. Y lo que revelan es terrible y hermoso a la vez: que somos polvo arrastrado por el viento del tiempo, pero que ese polvo puede brillar con una luz que el tiempo mismo no logra apagar. Blanco escribe desde una convicción metafísica radical, casi anacrónica en su fervor, que dice con palabras lo que las ruinas del Coliseo murmuran al atardecer cuando nadie las escucha. Dice que el tiempo es un devorador implacable, que todo lo que amamos está condenado desde el instante en que empieza a existir, que los imperios se derriten como nieve al sol de la mañana y los océanos se secarán algún día cuando el calor del universo los haya chupado hasta la última gota. Dice lo que todos sabemos pero fingimos no saber: que moriremos, que nuestras civilizaciones caerán, que lo que hoy brilla mañana yacerá sepultado bajo capas de olvido. Es un poeta que no miente, que no endulza, que mira de frente al abismo. Pero entonces, justo cuando la melancolía parece invencible, cuando el verso se ha llenado de ceniza y de sombra, Blanco da un giro que es pura iluminación mística: “Pero la belleza es una luz que permanece”. Esa adversativa, ese “pero” que irrumpe como un relámpago en la noche, cambia todo el sentido del poema. No es consuelo barato ni optimismo ingenuo. Es afirmación ontológica: la belleza no es accidente decorativo sino sustancia eterna, algo que trasciende la materialidad de la piedra donde se encarna. Roma no perdura porque sus columnas sean indestructibles —se desmoronan lentamente, todos lo vemos— sino porque el símbolo perdura, porque el ideal que representa se ha grabado en alguna región del ser que el tiempo no alcanza a tocar. Blanco practica aquí una metafísica del arte que bebe directamente de Platón: las formas materiales perecen pero la Idea permanece, y esa Idea no es abstracción fría sino luz viviente, fuego que enciende corazones siglos después de que las manos que tallaron la piedra se hayan convertido en polvo. Hay en este himno una dialéctica implícita entre lo temporal y lo eterno, entre la finitud y la trascendencia, que Blanco no resuelve mediante síntesis hegeliana sino mediante salto místico. No argumenta que la belleza es eterna: lo proclama con la autoridad de quien ha visto, de quien ha tenido una visión directa de esa permanencia. Su lenguaje es el del profeta, no el del filósofo analítico. Repite, insiste, martillea con anáforas obsesivas (“Derrítanse… Séquense… Como castillos de naipes… Como tenues suspiros”) que crean ritmo de letanía, de oración desesperada que busca convencerse a sí misma tanto como convencer al lector. Y funciona. Funciona porque Blanco escribe desde una sinceridad desarmante, sin distancia irónica, sin guiño posmoderno que lo proteja. Cree lo que dice. Cree que el arte salva, que la belleza redime, que hay algo en nosotros capaz de vencer a la muerte mediante la creación. Y esa fe, en tiempos de escepticismo generalizado, resulta conmovedora incluso cuando no la compartamos plenamente. La imagen más potente del poema es quizá la del tiempo como devorador: “El tiempo engulle lo que el hombre erige con pasión y entrega”. Ese verbo brutal, “engulle”, con su sonoridad casi onomatopéyica, materializa al tiempo como bestia hambrienta, tragona insaciable que mastica imperios y escupe ruinas. Blanco no poetiza suavemente el paso del tiempo: lo presenta como violencia cósmica, como fuerza destructora que no se apiada de nada. Pero inmediatamente, como contrapeso a esa desesperación, levanta la figura de Roma como excepción, como lugar donde el símbolo ha logrado arraigar tan hondo que ni siquiera el tiempo puede extirparlo. Roma se convierte así en metáfora de todo arte auténtico: aquello que trasciende su propia materialidad para tocar algo eterno. Los versos finales, con su descripción de la belleza como “alas que ascienden al paraíso”, recuperan la dimensión ascensional, mística, casi religiosa que Blanco otorga al arte. La belleza no es ornamento sino vehículo de elevación espiritual, manera de salir de la prisión de lo finito para intuir, aunque sea por un instante fugaz, lo infinito. Es poesía que no se conforma con describir el mundo sino que aspira a transformar al lector, a elevarlo, a hacerlo partícipe de una experiencia contemplativa que lo saque de lo cotidiano y lo lance hacia regiones donde el tiempo pierde su poder tiránico. Blanco escribe para conmovernos, sí, pero también para salvarnos. Para recordarnos que mientras haya quien sea capaz de emocionarse ante un atardecer en Roma, mientras exista un alma capaz de llorar ante la belleza, la luz de Urlil —esa luz primordial que es principio y fin de todo— seguirá brillando. Y esa luz, esa sustancia inextinguible que ni la lluvia apaga, es lo único que justifica que sigamos aquí, creando, amando, resistiendo al olvido con la única arma que tenemos: la belleza que dejamos atrás cuando nos vamos.
Ana María Olivares
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