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CRÍTICA LITERARIA: Un firmamento de peces de Cecilia Guiter y Nuria Gázquez
CRÍTICA LITERARIA
Un firmamento de peces
Cecilia Guiter y Nuria Gázquez
Editorial Poesía eres tú, 2025
Título y autoras
Un firmamento de peces es el primer poemario colaborativo de Cecilia Guiter y Nuria Gázquez, dos voces que se encuentran en la madurez creativa para construir un diálogo poético sobre los grandes temas de la existencia humana. El título mismo es declaración de intenciones: la conjunción imposible de dos elementos que no deberían coexistir —el agua y el aire, los peces y las estrellas— se realiza en el espacio de la poesía, donde lo improbable se vuelve no solo posible sino necesario.
Cecilia Guiter llega a este proyecto con una trayectoria consolidada en narrativa breve. Su novela Tuya, publicada por Planeta, y su victoria en el Primer Premio de Relato Hiperbreve de FNAC, demuestran su dominio de la economía expresiva. Esta maestría de la condensación narrativa se traslada aquí a una poesía que sabe construir escenas completas con pinceladas precisas. Nuria Gázquez, autora de microrrelatos y literatura infantil, ganadora del Concurso de Microrrelatos de la Biblioteca Isabel Allende de Daganzo, aporta una sensibilidad lírica alimentada por la observación minuciosa de lo cotidiano. Juntas crean una tercera voz que es más que la suma de ambas.
Resumen y argumento poético
Un firmamento de peces no cuenta una historia lineal sino que teje una red de momentos, emociones y reflexiones que se despliegan a lo largo de 135 páginas. El poemario alterna entre poemas extensos de verso libre y haikus tradicionales, creando un ritmo respiratorio que oscila entre la expansión narrativa y la contención contemplativa.
Los temas centrales son el duelo y la pérdida, el amor cotidiano, la naturaleza como espejo emocional y el paso inexorable del tiempo. El libro comienza con una mirada contemplativa hacia el mundo natural y los afectos familiares, se adentra progresivamente en territorios más oscuros del dolor y la ausencia, y culmina en una aceptación serena que no es olvido sino integración del sufrimiento en la textura de la vida.
No hay argumento en sentido narrativo, pero sí hay progresión emocional. El lector acompaña a las autoras en un viaje que va de la observación del mundo exterior hacia la inmersión en el mundo interior, y finalmente hacia un reencuentro con lo exterior desde una conciencia transformada por la pérdida.
Análisis de elementos literarios
Estructura poética
La estructura del poemario es una de sus mayores innovaciones. La alternancia sistemática entre poemas extensos y haikus crea un efecto de respiración: momentos de inmersión profunda seguidos de pausas contemplativas. No es mera yuxtaposición de formas sino arquitectura orgánica donde cada elemento cumple función específica.
Los poemas extensos, que rondan entre 20 y 60 versos, permiten el desarrollo de situaciones emocionales completas. “Tiempos vacíos”, uno de los poemas más logrados del libro, despliega el despertar en la ausencia mediante una acumulación de imágenes que construyen progresivamente el peso del duelo: “De golpe se alza, / con rumores de alondra, / el telón amable del alba. / Me abraza la calma en esta hora corta, / esquiva el día la mirada.” La extensión permite que la emoción se desarrolle sin apresuramiento.
Los haikus funcionan como condensación de instantes. No son ornamento ni relleno sino momentos de síntesis donde una imagen precisa captura lo esencial: “Música de agua / sobre las tejas pardas; / melancolía.” En apenas tres líneas, el sonido de la lluvia se transforma en música y luego en estado emocional. Esta capacidad de compresión contrasta productivamente con la expansión de los poemas largos.
Estilo y lenguaje
El lenguaje del poemario es accesible sin ser simplista. Las autoras evitan tanto el hermetismo experimental como la facilidad prosística. El verso es fluido, con ritmo natural que surge de la sintaxis más que de métricas rígidas. “Brindemos por los besos / que se instalan en nuestros días, / tirados en la orilla, / buscando piedras de corazones” ejemplifica esta fluidez: el verso se derrama con naturalidad, creando imágenes que son simultáneamente concretas y simbólicas.
La sinestesia es recurso característico. “Risas de colores en la mañana gris” fusiona percepción auditiva y visual, enriqueciendo la experiencia poética. “Sonidos azules” asocia oído y vista de manera imposible pero emocionalmente precisa. Estas fusiones sensoriales no son artificio sino necesidad expresiva: hay emociones que solo pueden nombrarse mediante la combinación de sentidos.
La metáfora funciona sin ostentación. “El tiempo, una sábana fina, / de arriba abajo se rasga” materializa lo abstracto (tiempo) en lo tangible (tela), haciendo experimentable el desgarro temporal. “Un galopar de noches, / cabalgando con sus días” convierte el flujo temporal en movimiento ecuestre, transmitiendo tanto velocidad como cierta belleza en el tránsito.
Ambientación
El espacio predominante del poemario es mediterráneo: mar, playas, huertos, campos de azahar, casas encaladas. Pero no es costumbrismo ni postal turística. La naturaleza mediterránea funciona como sistema simbólico donde cada elemento —mar, cielo, lluvia, viento, plantas— porta significados emocionales.
El mar es presencia obsesiva. Aparece como origen perdido en “Mar muerto”, donde una estrella marina encerrada en urna de cristal “suspira y añora el agua, / se consuela recreando sonidos de mar.” Es escenario del amor presente en “Besos sueltos”, donde “el mar se rinde a la noche, / cuando se refleja la vida / y rondan los sueños.” Es también elemento ausente cuya falta se siente como mutilación, particularmente en “Morir de calor”, poema que transcurre en Florida donde el calor extremo contrasta con la añoranza del Mediterráneo.
Los espacios urbanos aparecen menos pero son significativos. Nueva York en “Perdidos en Nueva York” es laberinto donde “nos perdimos buscándonos / en calles que se parecían.” La ciudad se convierte en metáfora de alienación y búsqueda simultánea. “Paloma de ciudad” presenta el espacio urbano como lugar de miedo constante: “Lleva el miedo / en su plumaje gris, / alas recortadas, / domesticada en su jaula de cemento.”
Interpretación y juicio crítico
Interpretación
El título del poemario funciona en múltiples niveles. En el nivel más inmediato, “un firmamento de peces” es imagen imposible que se realiza en la imaginación poética: peces nadando entre estrellas, criaturas acuáticas en el espacio aéreo. Esta imposibilidad realizada es metáfora perfecta de la poesía misma como espacio donde se suspenden las leyes de la física para dar paso a leyes más profundas de la emoción y el significado.
En segundo nivel, el firmamento de peces representa la colaboración entre las dos autoras. Dos voces distintas (dos especies diferentes) conviven en el mismo espacio (el poemario) creando constelaciones de significado. No es fusión que anula diferencias sino coexistencia que las celebra y las hace dialogar.
En tercer nivel, más sutil, el pez es criatura del origen, habitante del elemento primordial. Elevado al firmamento, el pez mantiene memoria del agua mientras habita el aire. Esta tensión entre origen y presente, memoria y olvido, lo que fuimos y lo que somos, atraviesa todo el libro.
Los símbolos recurrentes construyen red de significados. El mar es origen, libertad, inmensidad, pero también amenaza y pérdida. Las estrellas son permanencia frente a fugacidad humana, pero también deseo (estrella fugaz) y guía nocturna. El tiempo se materializa constantemente: es sábana que se rasga, pelusa maltratada por viento, río que arrastra fragmentos del yo. Esta materialización lo hace manipulable, experimentable más allá de su abstracción.
El cuerpo es otro eje interpretativo fundamental. Manos, pies, dedos, boca aparecen no como anatomía sino como sitios donde se inscribe experiencia. “El cielo cabe en tu boca” convierte boca en contenedor de infinito. “Riega de azahar y sal / los pies cansados” localiza cansancio existencial en extremidades que tocan tierra. El cuerpo es donde la vida se experimenta materialmente.
Juicio crítico
La mayor fortaleza del poemario es su honestidad emocional sin exhibicionismo. En época donde tanto la poesía confesional extrema como la frialdad conceptual dominan distintos circuitos, Guiter y Gázquez proponen tercera vía: poesía que habla desde emoción genuina pero mantiene distancia lírica que universaliza experiencia.
El tratamiento del duelo ejemplifica esta honestidad. “La picarilla” evoca a la persona perdida mediante rasgos concretos: “Morena eras, / de alegría salpicabas tus macetas / hermosa y picarilla hasta la médula. / Llora el huerto tu ausencia.” No hay dramatización excesiva ni negación del dolor. La ausencia se nombra mediante efectos visibles: un huerto que llora, jazmines que recuerdan. Esta contención intensifica paradójicamente la emoción.
La alternancia formal entre poemas extensos y haikus es técnicamente efectiva pero también arriesgada. Requiere del lector disposición a cambios de ritmo constantes. Algunos lectores podrían experimentar esta alternancia como disruptiva más que como enriquecedora. Sin embargo, para lectores dispuestos a someterse al ritmo propuesto, el efecto es potente: una respiración que alterna entre inmersión y contemplación, entre desarrollo y síntesis.
La colaboración entre dos autoras es otro elemento técnicamente complejo. El riesgo era crear colección yuxtapuesta donde dos voces conviven sin dialogar. Guiter y Gázquez evitan este riesgo mediante verdadera integración. Aunque cada poema lleva firma individual, todos habitan mismo universo simbólico, comparten preocupaciones temáticas, responden a mismos interrogantes. La diversidad de voces enriquece sin fragmentar.
Una posible objeción es la extensión. Con 135 páginas, el poemario es largo para estándares contemporáneos donde predominan colecciones de 60-80 páginas. Algunos poemas podrían condensarse sin perder contenido emocional. Sin embargo, esta extensión permite también algo valioso: desarrollo temporal de temas, retorno a motivos con variaciones, sensación de ciclo completo que incluye estaciones del año y ciclos emocionales.
Técnicas innovadoras para el lector contemporáneo
Un firmamento de peces innova no mediante experimentalismo lingüístico sino mediante estrategia de accesibilidad sofisticada. La principal innovación es estructural: la alternancia entre poemas extensos y haikus crea experiencia de lectura distintiva que responde a condición contemporánea de atención fragmentada sin capitular ante ella.
Los haikus funcionan como puntos de entrada accesibles. Un lector intimidado por poesía puede comenzar por haiku de tres líneas, experimentar su efecto, y luego aventurarse en poemas más largos. Pero esta accesibilidad no es simplificación: los haikus son densos de significado, piden relectura, revelan capas.
La concreción sensorial es otra técnica de accesibilidad. En lugar de hablar abstractamente de amor o duelo, los poemas anclan emoción en percepciones específicas: manos buscando piedras, olor de azahar, sonido de lluvia sobre tejas. Esta concreción permite al lector entrar mediante experiencia sensorial antes de llegar a significado emocional. Es puerta de entrada generosa.
La narratividad de muchos poemas también acerca al lector contemporáneo habituado a narrativa. “Morir de calor” despliega observación de paisaje tropical con estructura casi cinematográfica: “Palmeras de cintura fina, / cantan y arrullan a la vida, / el viento da la vuelta, / se mete en mi herida. / Los yates baten las pestañas, / grupos de viejos toman el sol en terrazas.” El lector puede seguir secuencia de imágenes antes de captar resonancias más profundas.
Comparación con poetas del siglo XX
La conexión más evidente es con la Generación del 27 y su incorporación del haiku a la lírica española. Juan Ramón Jiménez en Diario de un poeta recién casado alternó prosa, verso y haiku, creando variedad formal similar a la de este poemario. Sin embargo, mientras Juan Ramón buscaba la poesía pura, desnuda, Guiter y Gázquez mantienen anclaje en experiencia vital concreta.
Con Antonio Machado comparten atención al paisaje como proyección de estados interiores. “Campos de Castilla” convirtió geografía en psicología, igual que aquí el Mediterráneo es menos lugar que estado del alma. El verso “Caminante, no hay camino, / se hace camino al andar” resuena en “La lluvia cambiará caminos, / removerá el barro, / mi niña jugará en los charcos / tras la tormenta.” Ambos ven movimiento como condición existencial.
La veta elegíaca conecta con Miguel Hernández y su tratamiento del duelo en “Elegía” tras muerte de Ramón Sijé. Pero donde Hernández grita “Quiero escarbar la tierra con los dientes, / quiero apartar la tierra parte a parte,” Guiter y Gázquez contienen: “consuelo de aquella figura / que ya toca el cielo, / más nunca mis dedos alcanzan.” Distinto temperamento, similar dolor.
Con Ángel González y poesía de la experiencia hay parentesco en tratamiento de lo cotidiano como materia poética legítima. González escribió: “Lo que pasa es que han venido los nuevos / y han buscado un lugar en el libro.” Guiter y Gázquez buscan también lugar en libro para vida ordinaria: pies cansados, tazas de café, charcos donde juegan niños.
La conexión con Gloria Fuertes es tentadora por vía del humor y lo coloquial, pero es conexión superficial. Donde Fuertes cultivaba humor como defensa, estas autoras mantienen gravedad serena. Comparten democratización del lenguaje poético pero divergen en tono.
José Hierro en su etapa de “alucinaciones” mezcló narrativa y lírica de manera que anticipa cierta narratividad de estos poemas. “Reportaje” o “Agenda” de Hierro son precedentes de poemas como “Morir de calor” donde observación se vuelve reflexión sin perder concreción.
Contexto histórico y cultural
Contexto histórico
El poemario aparece en 2025, momento de transformación profunda del panorama poético español. La crisis de 2008 y sus secuelas prolongadas crearon generación de poetas marcada por precariedad económica pero también por búsqueda de autenticidad emocional. Frente a ironía posmoderna de décadas anteriores, emerge poesía que reivindica emoción genuina sin vergüenza.
Tecnológicamente, 2025 es momento de saturación digital pero también de hambre de experiencia auténtica. Las redes sociales han democratizado acceso a poesía pero también han generado cierta homogeneización expresiva. Un firmamento de peces responde a este contexto ofreciendo poesía que pide tiempo, relectura, contemplación. Es resistencia contra velocidad contemporánea.
La pandemia de 2020-2021, aunque ya lejana, dejó marcas en sensibilidad colectiva. Nueva conciencia de fragilidad, revalorización de afectos cercanos, experiencia compartida de pérdida. El tratamiento del duelo en este poemario resuena con experiencia colectiva reciente de mortalidad masiva.
Contexto cultural
Culturalmente, el poemario se inscribe en momento de reivindicación de escritura femenina. No es feminismo militante explícito pero sí reivindicación implícita de experiencia femenina como universal, no particular. Temas como maternidad, cuidados, duelo familiar se tratan sin necesidad de justificación o enmarcamiento teórico.
La colaboración entre dos autoras es gesto significativo en cultura literaria tradicionalmente individualista. Frente a mito del poeta solitario y su inspiración privada, Guiter y Gázquez proponen poesía como conversación, espacio compartido donde las voces se enriquecen mutuamente.
El Mediterráneo como espacio cultural también es significativo. En momento de crisis climática donde el Mediterráneo se calienta más rápido que otros mares, donde turismo masivo transforma costas, este poemario recupera Mediterráneo íntimo, personal, simbólico más que geográfico.
Comparación con otras obras
Dentro de la obra de las autoras, este es primer poemario conjunto. Cecilia Guiter ha trabajado principalmente narrativa breve, y esta experiencia se nota en construcción de poemas con estructura casi narrativa, desarrollo de situaciones completas. Nuria Gázquez ha cultivado microrrelato y literatura infantil, ambos géneros que exigen economía expresiva extrema, habilidad que aquí se traduce en precisión lírica.
Comparado con otros poemarios colaborativos recientes en poesía española, Un firmamento de peces logra integración más orgánica que muchos. Proyectos como Yo quiero ser poeta (antología colectiva) o colaboraciones puntuales entre poetas mantienen voces claramente separadas. Aquí, aunque cada poema tiene autora identificada, hay verdadero diálogo.
Respecto a poemarios contemporáneos que mezclan formas, como Lugar de lo espía de Marta Agudo (que combina poemas, ensayo y fotografía) o Libido de Alejandro Céspedes (que mezcla prosa y verso), Un firmamento de peces es más contenido formalmente pero más consistente en ejecución. La alternancia poema-haiku es menos radical que experimentaciones multimedia pero más sostenida.
En tratamiento del duelo, dialoga con Vilanos de Clara Janés (elegía por muerte de su padre), Los días de Ángela Vallvey (duelo materno), o Pequeños naufragios de Cristina Consuegra. Comparte con estos libros honestidad en exploración del dolor sin caer en sentimentalismo, pero se distingue por evitar autobiografismo excesivo, manteniendo distancia que universaliza.
Opinión personal
Un firmamento de peces es libro que exige pero recompensa. No es poesía de impacto inmediato diseñada para consumo rápido en redes sociales. Pide lectores dispuestos a detenerse, releer, dejar que imágenes y emociones decanten. Para quien acepta esta exigencia, ofrece experiencia de lectura rica y estratificada.
La mayor virtud del poemario es su madurez emocional. Estas son voces de autoras que han vivido, perdido, amado, observado suficiente para hablar sin poses. No intentan impresionar con pirotecnia verbal ni con transgresión formal. Confían en que emoción genuina, expresada con precisión, es suficiente. Y tienen razón.
La colaboración entre ambas autoras funciona notablemente. Leído de corrido, el libro parece obra de voz única con registros diversos. Solo deteniendo atención se perciben diferencias: Cecilia más narrativa y expansiva, Nuria más lírica y concentrada. Pero ambas habitan mismo universo emocional y simbólico.
Algunos poemas alcanzan excelencia considerable. “Tiempos vacíos” es exploración del duelo que evita todos los clichés del género. “Mar muerto” convierte objetos en urna de cristal en símbolo perfecto de exilio y nostalgia. “Besos sueltos” celebra amor cotidiano sin caer en banalidad. Los haikus, especialmente aquellos que capturan fenómenos meteorológicos o naturales, logran densidad característica del género.
Hay también poemas menores, que cumplen función estructural pero no alcanzan intensidad de los mejores. Algunos poemas urbanos, aunque competentes, no logran superar lo anecdótico. Ciertos haikus suenan más a ejercicio formal que a necesidad expresiva. Pero estas son minorías en conjunto generalmente sólido.
La extensión del libro es tanto virtud como posible obstáculo. Permite desarrollo temporal de temas, retorno a motivos con variaciones, sensación de ciclo vital completo. Pero también exige compromiso lector considerable. No es libro para leer de una sentada sino para visitar y revisitar, como quien pasea por paisaje conocido descubriendo detalles nuevos cada vez.
Recomendación
Recomiendo Un firmamento de peces a varios perfiles de lectores.
Para lectores habituales de poesía contemporánea que buscan voz auténtica sin poses, este libro ofrece alternativa refrescante tanto a experimentalismo hermético como a confesionalismo excesivo. Encontrarán aquí poesía que respeta tradición sin imitarla, que conoce oficio pero lo pone al servicio de emoción.
Para lectores que se acercan a poesía con cautela, intimidados por hermetismo o abstracción, este libro es puerta de entrada generosa. El lenguaje es accesible, las imágenes concretas, las emociones reconocibles. Los haikus ofrecen puntos de entrada breves. Pero esta accesibilidad no es simplificación: hay profundidad suficiente para sostener relecturas.
Para lectores interesados en exploración del duelo desde perspectiva poética, este libro ofrece tratamiento honesto sin dramatización excesiva. El duelo se explora desde múltiples ángulos sin agotarse en catarsis única.
Para lectores que aprecian experimentación formal moderada, la alternancia poema-haiku ofrece variedad sin radicalismo. Es innovación que respeta tradición de ambas formas.
No recomendaría este libro a lectores que buscan transgresión formal extrema, experimentación lingüística radical, o poesía conceptual que problematice la propia noción de poesía. Este es libro que confía en poder de emoción genuina expresada con precisión artesanal. Para algunos, esto será limitación; para otros, virtud.
Conclusión
Un firmamento de peces es poemario maduro que representa voz significativa en panorama poético español contemporáneo. Cecilia Guiter y Nuria Gázquez logran algo difícil: colaboración genuina que crea tercera voz sin anular particularidades individuales. La alternancia entre poemas extensos y haikus crea ritmo distintivo que sostiene lectura a lo largo de 135 páginas.
El libro dialoga productivamente con tradición poética española del siglo XX —especialmente con Generación del 27 y poesía de la experiencia— sin quedar atrapado en imitación. Ofrece poesía que es simultáneamente accesible y compleja, emotiva y contenida, contemporánea y consciente de tradición.
Los temas universales —amor, duelo, tiempo, naturaleza— reciben tratamiento que los renueva mediante concreción sensorial y honestidad emocional. El Mediterráneo funciona como espacio simbólico rico, no como postal turística. El duelo se explora sin dramatización excesiva. El amor se celebra en gestos cotidianos.
Técnicamente, el poemario demuestra dominio de recursos poéticos tradicionales (metáfora, sinestesia, encabalgamiento, anáfora) sin exhibicionismo. El verso fluye con naturalidad que oculta artificio pero delata oficio.
Un firmamento de peces es libro para leer despacio, con disposición contemplativa. Recompensa relectura revelando capas de significado progresivamente. Es poesía que confía en capacidad del lector para encontrar conexiones, completar sentidos, habitar espacios que el poema abre. En época de saturación informativa y velocidad digital, esta confianza en lector paciente es tanto acto de resistencia como gesto de generosidad.
El poemario se sitúa en corriente de nueva poesía intimista mediterránea que reivindica emoción genuina sin vergüenza, que respeta tradición sin someterse a ella, que busca comunicación directa sin capitular ante simplificación. Es voz que merece atención y que probablemente encontrará lectores dispuestos a otorgarle el tiempo que solicita y merece.
Ana María Olivares
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TIEMPOS VACÍOS. Cecilia Guiter, de Un firmamento de peces
TIEMPOS VACÍOS
De golpe se alza,
con rumores de alondra,
el telón rosa del alba.
Me abraza la calma en esta hora corta,
esquiva el día mi mirada.
Se evaporan mis sueños torcidos
desnudas siluetas se alargan,
en mi cama triste sin dueño
se unen los males del alma.
No cierres los ojos,
que el tiempo, una sábana fina,
de arriba abajo se rasga
y el espejo alberga a una extraña.
Regresan helados recuerdos
que golpean mi casa cerrada,
cuando, apenas despierta,
se pierde la calma.
Abandonas a tus amigos,
te cierras al mundo,
escondido en tu concha repasas errores,
tu camino se acorta,
a oscuras decides que ya nada importa.
Al hablar con desconocidos estas lejos,
pensando que todo se ha dicho,
que el tiempo se marcha, te roba el aliento,
es una pelusa en un soplo aciago,
maltratada por el viento.
Pierdo el consuelo en mi duelo extraviada,
de aquella figura que ya toca el cielo,
más nunca mis dedos alcanzan.
Cecilia Guiter, de Un firmamento de peces
CUANDO LA AUSENCIA AMANECE
Hay amaneceres que son golpes, despertares que llegan sin piedad como telones que se alzan violentamente revelando el escenario vacío donde tendremos que actuar otro día más sin saber el guion ni reconocer al personaje que se supone somos. Cecilia Guiter conoce esos amaneceres, los ha habitado, y en “Tiempos vacíos” los convierte en cartografía del duelo, en mapa preciso de cómo se vive cuando alguien que era parte de la arquitectura interna del yo se ha marchado dejando columnas quebradas que sostienen apenas el peso del día que comienza.
El poema se abre con violencia suave, oxímoron perfecto: “de golpe se alza, / con rumores de alondra, / el telón rosa del alba.” El amanecer debería ser promesa pero aquí es desenmascaramiento, momento en que cae la protección del sueño y queda el cuerpo desnudo ante la ausencia. Ese telón rosa tiene delicadeza cromática que contrasta con la brutalidad del “de golpe”, como si la belleza del mundo siguiera existiendo imperturbable mientras uno se desmorona por dentro. Las alondras, pájaros del canto alegre, solo susurran, apenas rumores, como si también supieran que este no es día para celebración sino para sobrevivencia.
Y entonces viene la hora corta, ese instante brevísimo entre el despertar y la plena conciencia donde todavía es posible creer que todo está bien, donde el cuerpo no ha recordado aún lo que le falta. La calma abraza pero es calma fugaz, espejismo de paz antes de que el día esquive la mirada, se esconda, se niegue a ser mirado de frente porque mirarlo de frente sería reconocer su vacío insoportable. Los sueños torcidos que se evaporan son esos donde quizá la persona perdida todavía vivía, esos sueños donde el duelo no había ocurrido y despertar significa perderla otra vez, cada mañana, en repetición infinita de la pérdida original.
Las siluetas que se alargan desnudas son espectros, fantasmas del yo que fue y ya no puede ser, sombras de lo que se fue con quien se fue. Y la cama sin dueño es perfecta imagen de desamparo: la cama que era territorio compartido o al menos habitado con sentido ahora es solo mueble, superficie donde los males del alma se reúnen como en asamblea macabra para decidir cómo torturar mejor este día que apenas comienza.
Luego viene la advertencia que es también súplica: “No cierres los ojos”, como si cerrarlos fuera rendirse definitivamente, dejar que el duelo gane. Y la imagen que sigue es de una precisión devastadora: el tiempo como sábana fina que de arriba abajo se rasga. No es desgarradura lateral ni pequeña, es rasgadura vertical completa, destrucción total del tejido temporal. El tiempo ya no sostiene, ya no arropa, es tela rota que no sirve para nada. Y el espejo que alberga a una extraña es reconocimiento de que el duelo cambia la identidad: quien miras en el vidrio no es quien eras antes de la pérdida porque la pérdida te ha reescrito celularmente.
Los recuerdos regresan helados, no tibios ni reconfortantes sino congelados, endurecidos en formas que duelen al tocarlas. Golpean la casa cerrada, que es tanto la casa física donde uno se encierra como la casa del cuerpo, del yo amurallado que intenta protegerse del dolor cerrando puertas pero el dolor conoce todas las entradas, tiene llaves maestras, sabe romper cerraduras. Y cuando apenas despiertas se pierde la calma porque esa hora corta inicial ya terminó y ahora viene el día completo con su peso de ausencia.
El poema entonces se vuelve más oscuro aún, describe el aislamiento que el duelo impone: abandonar amigos, cerrarse al mundo, meterse en la concha como animal asustado. Repasar errores es tortura que los dolientes conocen bien, ese tribunal interno que juzga cada palabra no dicha, cada momento no aprovechado con quien ya no está. El camino que se acorta es tanto la vida que se siente reducida como las opciones que el dolor cierra: ya no puedes ir por todos los senderos que antes caminabas porque algunos estaban hechos para dos y ahora eres solo uno. Y a oscuras decidir que ya nada importa es tentación del duelo más profundo, ese momento peligroso donde el sinsentido amenaza con instalarse permanentemente.
Y la distancia con el mundo se hace evidente: al hablar con desconocidos estás lejos, tu cuerpo quizá esté presente pero tu conciencia anda en otro sitio, en ese territorio del duelo donde solo los dolientes pueden entrar y desde donde el mundo ordinario de la gente ordinaria se ve incomprensible. Pensar que todo se ha dicho es también pensar que nada nuevo puede ocurrir, que la vida ya dio todo lo que tenía para dar y lo que queda es solo repetición mecánica hasta el fin. Y la imagen del tiempo como pelusa en soplo aciago maltratada por viento es de una ligereza terrible: el tiempo ya no tiene sustancia, es apenas resto insignificante que cualquier soplo dispersa.
El poema cierra con confesión desnuda: “Pierdo el consuelo en mi duelo extraviada, / de aquella figura que ya toca el cielo, / más nunca mis dedos alcanzan.” Perderse en el propio duelo es extraviarse en laberinto sin salida, andar en círculos de dolor que siempre regresan al mismo punto de partida que es la ausencia. La figura que toca el cielo está elevada, quizá sublimada por la muerte o quizá literal en creencia religiosa, pero da igual porque el resultado es el mismo: los dedos no alcanzan. Nunca alcanzarán. Ese “nunca” es definitivo, sin apelación, sin consuelo posible. Es el nunca más del duelo, el reconocimiento de que hay distancias que no se pueden cerrar, abismos que no se pueden saltar, ausencias que no se llenan con nada.
Este es poema que duele leerlo porque está escrito desde verdad del dolor, no desde simulacro ni desde memoria lejana del dolor sino desde su centro ardiente. Guiter no embellece el duelo ni lo hace poético en sentido ornamental. Lo muestra tal cual es: feo, desordenador, destructor de rutinas y certezas, vaciador de sentido. Los tiempos vacíos del título son también tiempos vaciados, despojados de lo que les daba contenido. Y sin embargo el poema existe, ha sido escrito, y escribirlo es ya forma de resistencia, manera de decir que aunque los dedos no alcancen la figura perdida, las palabras sí pueden alcanzar el dolor y nombrarlo y al nombrarlo hacerlo al menos compartible con quien lo lea y reconozca en estos versos sus propias madrugadas de duelo, sus propios espejos con extrañas, sus propias figuras que tocan cielos inalcanzables.
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BESOS SUELTOS. Nuria Gázquez, de Un firmamento de peces
BESOS SUELTOS
El día nace,
bajo mis pies navega el viento,
revuelto de encantos que levanta,
hasta llegar al cielo.
Atracando en la orilla,
frente al mar, se sueltan los andares,
que trepan hasta los balcones
con sus lunas y soles.
Somos paseos
que rompen amaneceres,
que cuentan historias
de paz y tempestad sobre las olas.
¡Ay, patito, amado mío!
Entre nosotros baila nuestro abrazo
hasta que dure la vida.
Tus manos sostienen mis dedos
como una prolongación de mi cuerpo.
Mi bastón, un anclaje,
un cabo suelto, una columna
para que descanse mi aliento,
tocar tu risa con besos sueltos.
Me llevas junto a los versos ciegos,
a un lugar cerca de mi entresuelo,
sin rumbo ni brújula,
más allá de mi tiempo.
Brindemos por los besos
que se instalan en nuestras caricias,
tirados en la orilla,
buscando piedras de corazones.
Icemos las velas
vestidos de aire fresco,
en este mar que se rinde a la noche,
mientras se refleja la luna
y rondan los sueños.
Nuria Gázquez, de Un firmamento de peces
CUANDO EL AMOR SE VUELVE GEOGRAFÍA
Hay poemas que no se leen sino que se caminan, como quien recorre una playa al amanecer sintiendo la arena fría bajo los pies y el viento todavía dormido que despierta poco a poco, revuelto de encantos que levanta hasta llegar al cielo. “Besos sueltos” es de esos poemas que se habitan, que te piden descalzarte y entrar en su territorio marino donde el amor no es declaración grandiosa sino ritual cotidiano de manos que se buscan, de risas tocadas con besos dispersos, de caminatas compartidas frente a un mar que testifica sin juzgar.
Nuria Gázquez construye aquí un amor que es primero geografía antes que sentimiento abstracto. El poema se abre con un día naciendo, con pies que sienten el viento navegando bajo ellos, y esa inversión —no es el cuerpo el que se mueve sobre el viento sino el viento el que navega bajo el cuerpo— ya nos dice que estamos en territorio de maravilla cotidiana, donde lo imposible ocurre tan naturalmente como el amanecer. El viento revuelto de encantos que sube hasta el cielo es el mismo viento que conocemos todos, pero mirado con ojos de quien no ha perdido capacidad de asombro, de quien sigue viendo en lo ordinario su cualidad extraordinaria.
Luego viene la orilla, ese espacio limítrofe entre tierra firme y mar incierto, y ahí se sueltan los andares, como quien suelta amarras o como quien permite que el caminar deje de tener destino y se vuelva puro presente. Los andares trepan hasta los balcones con sus lunas y soles, llevando consigo el tiempo completo —noche y día, oscuridad y luz— porque el amor verdadero no habita solo los momentos luminosos sino también las horas oscuras. Hay en esta imagen algo de ofrecimiento, de serenata marina donde no se cantan canciones sino se regalan paseos, historias de paz y tempestad sobre las olas.
Y entonces, sin aviso, irrumpe la ternura pura en forma de diminutivo: “¡Ay, patito, amado mío!” Ese apelativo doméstico, casi infantil, rompe cualquier pretensión de solemnidad y nos recuerda que el amor grande se dice muchas veces con palabras pequeñas, con esos nombres secretos que las parejas inventan y que fuera de su intimidad sonarían ridículos pero dentro de ella son perfectos. El abrazo que baila entre dos cuerpos “hasta que dure la vida” es juramento sin pompa, promesa dicha con sencillez que la hace más creíble que cualquier voto elaborado.
Pero donde el poema alcanza su mayor hondura es en la imagen de las manos. “Tus manos sostienen mis dedos / como una prolongación de mi cuerpo.” No dice “toman” ni “agarran” sino “sostienen”, verbo de cuidado, de responsabilidad tierna. Y no son las manos enteras las que se tocan sino manos que sostienen dedos, detalle de precisión que nos dice que este amor conoce la anatomía del otro, distingue entre mano y dedos, sabe que en los dedos está la sensibilidad máxima. Y luego la revelación: el otro es prolongación del cuerpo propio. El amor aquí no es fusión que anula individualidades sino extensión que amplía los límites del yo sin destruirlo. Las manos del amado son bastón, anclaje, cabo suelto, columna. Una enumeración de funciones de sostén donde cada metáfora añade un matiz: bastón para apoyarse en momentos de cansancio, anclaje para no perderse en la deriva, cabo suelto que permite libertad dentro de la conexión, columna que soporta peso.
El amor permite tocar la risa del otro con besos sueltos, besos que no están fijados ni programados sino que andan dispersos, libres, encontrándose con la risa en momentos imprevistos. Hay en “besos sueltos” como título y como frase una filosofía completa del afecto: no es la intensidad dramática ni la pasión devoradora sino la constancia liviana, los pequeños gestos repetidos que se instalan en los días como quien se instala en una casa para habitarla, no para poseerla.
El amado lleva al hablante “junto a los versos ciegos”, hermosa manera de decir que el amor nos conduce hacia territorios de poesía que no podíamos ver antes, versos que estaban ahí pero que necesitábamos otros ojos para descubrirlos. Y ese lugar es “cerca de mi entresuelo”, ni sótano ni ático sino nivel intermedio, espacio de tránsito donde uno ni está del todo dentro ni del todo fuera, umbral donde se vive sin rumbo ni brújula pero tampoco perdido, porque estar con el otro es la única orientación necesaria, más allá del tiempo medible, en ese tiempo del amor que es siempre presente continuo.
Y el poema cierra con un brindis, que es ritual de celebración pero también de reconocimiento de lo precioso. Se brinda por los besos que no se van sino que se instalan en las caricias, que toman residencia en el cuerpo como inquilinos permanentes. Y esos besos están tirados en la orilla, esperando como conchas o como esas piedras con forma de corazón que las parejas buscan en la arena mojada, pequeños tesoros que la mar deposita para quien sepa mirar con atención. Izar las velas vestidos de aire fresco es zarpar hacia ninguna parte específica pero juntos, navegando en ese mar que se rinde a la noche no por derrota sino por entrega amorosa, mientras la luna se refleja en el agua y los sueños rondan como pájaros nocturnos o como promesas.
Este es un poema de amor maduro, no de enamoramiento adolescente. Es amor que conoce el cansancio y por eso aprecia el bastón, que conoce la deriva y por eso valora el anclaje, que sabe que la vida incluye tempestad además de paz pero que se cuentan ambas historias sobre las olas porque las dos son parte del viaje. Es amor que se dice con diminutivos cariñosos, con manos que sostienen, con besos dispersos que pueblan los días en lugar de concentrarse en momentos épicos. Es, finalmente, amor que se sitúa geográficamente en la orilla, ese espacio de encuentro entre elementos distintos, y que desde ahí propone un zarpe conjunto hacia horizontes inciertos pero compartidos, bajo la luna que todo lo baña con su luz plateada mientras rondan los sueños que quizá, solo quizá, se cumplan si se sueñan entre dos.
Ana María Olivares
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