ESPERATRIZ de Miguel Torres Morales, “Tu sombra y la lira”
ESPERATRIZ
Un niño en Italia que es Dante contempla tu rostro fugaz de princesa,
la luz apolínea se filtra en la estrecha calleja de antigua Florencia en lanzazos.
Amor no es tocar, es el dulce destello en los ojos del hombre
que abarcó la verdad un instante fugaz sin poder formularla clare et distincte.
Es ser el gorrión de Francisco con rama en el pico llevando un mensaje de Clara.
Amor es el vuelo perdiéndose lento en la gloria de dicha suprema.
Las manos complican las cosas, no dan soluciones, alargan la espera,
Lo más importante en la vida es el quieto aprender a esperar,
un pescador me lo dijo lanzando el anzuelo a orillas del Arno bucólico.
El plácido viento me lleva en la arena contigo, la playa reluce,
la lluvia fecunda el basalto partido y engendra la planta que nace a ser árbol.
Yo vi la belleza algún día y callé porque supe que no la entendía.
Callé y la guardé porque quise aprender a cantarla algún día, más tarde.
Así se pasaron mis días, Florencia crecía, pasaban los años.
Y un día te vi, la Beldad, de la mano con otro, y callé.
No pude alterarme, tampoco fingir ni tristeza ni celos ni rabia,
y un día yo supe que estabas muy lejos, que tu alma hacia el Cielo se fue.
Y supe que siempre estuviste a mi lado desde aquella calleja de antigua Florencia,
y entonces fui Dante y tu nombre mortal, Portinari, quedó.
Así se repite la escena del ser que ilumina la mente con pura belleza,
así como Rilke fijara sus ojos, en Praga, en muchacha exquisita,
así Leonardo intuyó su destino en el rostro que amara en silencio.
Yo quiero, lector, que contemples tu vida y que reces por mí.
Miguel Torres Morales, “Tu sombra y la lira”
El Jardín Secreto de la Contemplación Eterna
Hay poemas que son confesiones murmuradas al oído del tiempo, y “Esperatriz” es uno de esos susurros que se vuelven eternidad. Torres Morales construye aquí un templo de palabras donde la experiencia amorosa se transfigura en sabiduría contemplativa, donde el joven que un día fue se encuentra con Dante en una calleja de Florencia para descubrir que el amor verdadero no reside en la posesión sino en la capacidad infinita de esperar.
El poema nace de una revelación luminosa: “Amor no es tocar, es el dulce destello en los ojos del hombre que abarcó la verdad un instante fugaz”. Esta definición, que llega como un rayo de sol atravesando las piedras florentinas, rompe con todas las concepciones carnales del amor para elevarlo a su dimensión más pura. El poeta comprende, en ese momento de epifanía, que amar es ante todo una forma de conocimiento, un destello que ilumina el alma pero que no puede formularse “clare et distincte” porque pertenece al reino de lo inefable.
La imagen de Francisco llevando un mensaje a Clara se convierte en metáfora perfecta de lo que el amor verdadero significa: no la unión física, sino el vuelo del alma “perdiéndose lento en la gloria de dicha suprema”. Es amor como sacrificio gozoso, como entrega que no espera recompensa terrena porque su recompensa es la propia capacidad de amar.
Y entonces llega esa confesión desgarradora y hermosa: “Yo vi la belleza algún día y callé porque supe que no la entendía. Callé y la guardé porque quise aprender a cantarla algún día, más tarde”. Aquí Torres Morales nos entrega el secreto de su poética: la belleza no se posee, se custodia en el silencio hasta que el alma aprende el lenguaje necesario para cantarla. La espera se vuelve entonces no una frustración sino una forma de amor, la más alta tal vez.
El clímax emocional del poema llega cuando el hablante ve a la amada “de la mano con otro” y no siente celos ni rabia, sino una serenidad que trasciende lo humano. Es el momento en que el amor personal se universaliza, en que el yo se disuelve para convertirse en arquetipo. “Y entonces fui Dante y tu nombre mortal, Portinari, quedó” —verso que condensa en una sola línea la experiencia de siglos de poetas que han amado más allá del tiempo y la muerte.
La genealogía que traza el poeta —Dante y Beatriz, Rilke y su muchacha de Praga, Leonardo y su amor silencioso— no es casual ni erudita, sino necesaria: nos dice que existe una tradición secreta de amantes que han convertido la experiencia amorosa en visión trascendente, que han hecho del amor humano un puente hacia lo divino.
El verso final, “Yo quiero, lector, que contemples tu vida y que reces por mí”, nos arranca del ensueño poético para devolvernos a la realidad con una súplica que conmueve por su humanidad. El poeta que acaba de elevarse a las alturas del amor platónico regresa a su condición mortal para pedirnos, simplemente, que recordemos y que recemos. Es el gesto más humilde y más hermoso: después de habernos mostrado los cielos, nos pide que no lo olvidemos en la tierra.
“Esperatriz” es un poema sobre la paciencia como forma suprema del amor, sobre la contemplación como camino hacia la eternidad, sobre la renuncia como puerta a la plenitud. Torres Morales nos enseña que algunos amores están destinados a no cumplirse en este mundo para poder cumplirse en todos los mundos posibles, que algunas esperas son más fecundas que todas las posesiones, que algunos silencios contienen más música que todas las palabras.
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