Galicia, tierra donde el viento reza de Francisco Muñoz-Martín. El Hilo Ibérico: Tapiz de Culturas
Galicia, tierra donde el viento reza
Galicia se observa
y se presiente.
Es bruma que abraza el día
y piedra que reza sin altar.
Aquí la lluvia no cae:
bautiza.
El gallego no se dice:
se canta con nostalgia aldeana.
y se borda en madera de cruceiro.
El mar no limita:
seduce.
Y cada ola que parte
es un hijo que vuelve en sus mareas.
Compostela es faro de siglos
donde el silencio es un peregrino.
Y en cada ría se esconde
una carta escrita al misterio.
Galicia no afirma,
duda.
Verde como el musgo en los muros,
Galicia es una meiga que duerme,
arrullada por una gaita que llora.
Francisco Muñoz-Martín
El Hilo Ibérico: Tapiz de Culturas
Editorial Poesía eres tú, 2025
CUANDO LA NIEBLA SE VUELVE LENGUA
Hay territorios que no se afirman: se insinúan. Galicia pertenece a esa geografía de lo incierto, de lo que se presiente antes de verse, de lo que se sospecha antes de conocerse. Y Francisco Muñoz-Martín lo comprende con una lucidez que trasciende la mera descripción geográfica para adentrarse en la fenomenología de una identidad construida sobre la duda, la nostalgia y el misterio.
El poema dedicado a Galicia en El Hilo Ibérico es quizá el más melancólico del poemario, el que mejor captura esa cualidad elusiva de ciertas identidades que no se proclaman a gritos sino que murmuran entre brumas. Desde el primer verso —”Galicia se observa / y se presiente”— el poeta establece una relación reflexiva del territorio consigo mismo, como si Galicia fuera un espejo empañado donde la imagen nunca termina de definirse del todo.
Esa bruma que abraza el día no es obstáculo visual sino abrazo materno, sustancia protectora que envuelve sin asfixiar. Y cuando Muñoz-Martín escribe que “la lluvia no cae: / bautiza”, está operando una transubstanciación poética: transforma el fenómeno meteorológico en sacramento, el agua en gracia, la precipitación en bendición. La lluvia gallega deja de ser inconveniente climático para volverse rito iniciático que consagra a quienes habitan bajo su persistencia.
Pero es en el tratamiento de la lengua gallega donde el poema alcanza su mayor profundidad. El verso “El gallego no se dice: / se canta con nostalgia aldeana” condensa toda una teoría sobre la relación entre lengua, paisaje y memoria. El gallego no es código comunicativo neutro sino música elegíaca, canto que lleva inscrita la saudade, esa melancolía sin objeto específico que constituye tal vez la emoción gallega por excelente. La “nostalgia aldeana” evoca el éxodo rural, las generaciones que emigraron dejando pueblos vacíos, las voces que se apagaron en aldeas convertidas en ruinas. El gallego se canta porque llorar sería demasiado explícito, y la discreción melancólica es un valor gallego.
La imagen del cruceiro tallado en madera donde “se borda” el gallego añade materialidad artesanal a la lengua. No se habla: se talla, se borda, se esculpe. El lenguaje deviene oficio manual, trabajo paciente de generaciones que han ido puliendo fonemas como quien pule piedra o madera bajo la lluvia pertinaz de los siglos.
El mar gallego tampoco escapa a la redefinición poética. “El mar no limita: / seduce”, escribe Muñoz-Martín, invirtiendo la percepción convencional del océano como frontera. El Atlántico gallego es límite que invita a traspasarlo, orilla que llama a los barcos, horizonte que seduce con su promesa de lo desconocido. Y cada ola que parte llevándose emigrantes es también ola que retorna trayendo hijos pródigos en sus mareas. Ese movimiento pendular entre partida y regreso, entre éxodo y retorno, define la identidad gallega tanto como la niebla o la piedra.
Compostela aparece como “faro de siglos / donde el silencio es un peregrino”. La inversión es brillante: no son los peregrinos quienes guardan silencio en Compostela, sino que el silencio mismo peregrina por la ciudad milenaria. El silencio como sujeto activo, como presencia que camina las calles empedradas buscando quizá su propia catedral interior. Y en cada ría se esconde “una carta escrita al misterio”, como si las entradas de mar fueran mensajes en botellas lanzados a un destinatario desconocido, oraciones sin receptor definido, preguntas sin respuesta esperada.
El cierre del poema es de una contención emocional magistral: “Galicia no afirma, / duda. / Verde como el musgo en los muros, / Galicia es una meiga que duerme, / arrullada por una gaita que llora”. La duda elevada a condición ontológica, la incertidumbre como forma de sabiduría. En un país donde todas las regiones parecen seguras de sí mismas, Galicia se permite la perplejidad, la vacilación, el quizá. Y esa duda no es debilidad sino lucidez: saber que las identidades son construcciones provisionales, máscaras hermosas pero máscaras al fin.
El color verde del musgo que crece en muros antiguos convierte el verdor gallego en manifestación del tiempo geológico, de la humedad permanente que permite que la vida vegetal colonice incluso la piedra. Y la meiga —esa figura femenina a medio camino entre bruja benigna y curandera— que duerme arrullada por una gaita que llora sintetiza toda la paradoja gallega: magia doméstica, poder suave, fuerza que se ejerce desde el sueño, desde la inactividad aparente. La gaita llora porque el llanto es consustancial a la identidad gallega, pero ese llanto arrulla, consuela, acompaña. Es llanto fértil, no estéril.
Muñoz-Martín ha logrado en este poema algo extraordinariamente difícil: capturar lo inasible sin traicionarlo con excesiva definición. Galicia permanece misteriosa después de leerse el poema, pero ahora su misterio tiene palabras, imágenes, músicas que lo hacen comunicable sin resolverlo. El poeta no explica Galicia: la evoca, la conjura, la invoca como quien llama a espíritus que solo responden si se les habla en el tono adecuado, entre susurro y canto, entre afirmación y pregunta.
Este es un poema que no puede leerse desde la sequedad. Exige imaginarse bajo la lluvia pertinaz, escuchar gaitas lejanas, caminar por aldeas donde las casas de piedra parecen brotar de la tierra como prolongaciones naturales del paisaje. Exige saber algo de saudade, esa melancolía que no se cura porque no es enfermedad sino forma de habitar el mundo. Y exige aceptar que algunas identidades no se comprenden: se presienten, como Galicia misma, como la niebla que abraza sin pedir permiso, como el gallego que se canta porque decirlo sería insuficiente, como las rías que guardan cartas escritas al misterio esperando destinatarios que tal vez nunca lleguen pero que, en su espera misma, dan sentido a la escritura.
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