Bajo el cálido frio

Nos gustaba viajar al sol y con mochila,
pero la eterna casualidad nos trajo
maletas de frío, y palabras diferentes,
con lejanos problemas en los bolsillos.

Santa Claus nos prestó desde las tierras
del norte dos inteligentes bicicletas,
y sábanas de inusitada ternura.
Y, sin darnos cuenta aprendimos a volar
sobre los bosques y lagos, a respirar
serenidad en blanco y negro, a reír
arco iris enredados; a abrir los ojos
a respuestas de signos diferentes.

No hubo lucha contra el tiempo,
ni ansiedad de otros retos, todo fue
sólo armonía bajo el frío cálido.

Luego llegó el calor frío.

Días de vino y rosas

Conocimos días de vino y rosas.

Luego vinieron otros, reticentes
e indisciplinados, que enturbiaron el vino
y dejaron mustias las hojas rojas
de nuestras atemporales rosas.

Más tarde, agonizantes, se marcharon
nuestros días, a vivir sus lágrimas
en la penumbra del tiempo.

No queda vino, no quedan rosas,
no queda vida, sólo el olvido.

El reloj de arena

El reloj de arena marcó
el comienzo de partida.

No sé de cuál.

Los  granos de arena
siguen cayendo,
en metódico compás,
mientras los funambulistas
rodamos penas.

Sólo el último grano dirá
cuál fue el juego
y cuáles eran las reglas.

Sólo el último grano hablará
de la historia que inventamos
al llorar las risas
y reír los lloros,
de los sueños que tal vez,
sólo soñamos.

Primavera del 61

Primavera en el invierno del 61.

Junto a tu pecho, rebosante
de anhelos, de vida nueva,
las lámparas del alma quedan,
eternamente encendidas,
escuchando los susurros tiernos
de mi madrugada.

En los anchos campos
y en las luminosas praderas,
miles de margaritas, cual tapiz irisado,
crean ramilletes de lluvia,
frente a la cristalera resplandeciente,
de mi amanecer.

Al pasar los años, aprendí a vivir
más allá de tu vientre, haciendo mía
la irrepetible poesía que nació
aquella primavera del invierno del 61

Deja que el silencio hable

Deja que el silencio hable,
que cada tarde recoja el peso
de las palabras que se dijeron
y la ausencia de las que murieron,
para que sólo queden caricias lentas
en las ruinas caídas
de nuestros míseros cuerpos.

Deja que el silencio nos encuentre,
desnudos de cuerpo y alma,
ciegos a otro presente,
sordos a lamentos y ruegos,
insensibles a cristales rotos.

Deja que el silencio nos ame,
mientras el mundo tiembla.