De víctimas y verdugos

Entiendo la repugnancia al ver a quien asesinó a tu hijo, marido o padre, libre. Entendería, incluso, que alguien se tomara la justicia por su mano. Porque, como bien saben en México los que rezan a Malverde, no es lo mismo ley que  justicia y no se puede pedir a un afectado en primera persona que sea frío y cabal. Para eso, precisamente, está la ley. Y el acuerdo social de respetarla, incluso cuando no nos conviene.
Entiendo, también, que el hecho de que te maten a un hijo, a un marido o a un padre no te da la razón. Más bien al contrario: te la quita. Pues como decía arriba, el afectado en primera persona siente (ira, rabia, frustración), pero ha de ser muy sabio para, además de sentir, pensar con frialdad.
Igualmente, entiendo, que el Estado, como garante de la ley, no puedo evitar cumplir con las sentencias de aquellos tribunales internacionales a cuya jurisdicción ha decidido, voluntariamente, someterse. Igual que entiendo que, en cualquier país sensato del mundo, una ley cuyas penas se aplican retroactivamente se considerará ilegal. 
Por último, también entiendo que no se puede tratar de sacar partido de las víctimas como está haciendo el PP (entre otras cosas, porque víctimas de ETA, de un modo u otro, lo hemos sido todos), diciendo, como ya viene siendo habitual, que si no estás con ellas es que estás contra ellas, es decir, que eres un terrorista, es decir, que merecerías estar en la cárcel. Es tan repugnante que lo que me extraña, y me asusta, es que no haya nadie dentro del partido del gobierno que lo vea así. Pero el aplauso del público manda. Y los votos para mañana. Lo que no manda es, precisamente, la razón.
Pero, quizás, lo más repugnante de esa apropiación de las víctimas es que la lleve a cabo quien, sistemáticamente y desde más de treinta años, viene impidiendo a las víctimas de la Guerra Civil algo tan íntimo y humano como enterrar a sus muertos. Cuando ese debate se pone sobre la mesa, el PP dice que no hay que reabrir heridas. Que es mejor echar tierra (más tierra) sobre los cadáveres. Que hay que pasar página. Siguiendo su argumento, si ellos no están con las víctimas de la guerra es que están a favor de quienes la mataron; si no están con las víctimas de Franco y su dolor, es que son franquistas.
Y lo peor no es que lo sean (que muchos lo son, en cuanto les  rascas un poquito la máscara de demócratas), lo peor es que, ante todo, son unos vividores que, en realidad, sólo quieren mantener su puesto privilegiado y que no han tenido, en su puta vida, algo parecido a una idea o un sentimiento propio. 
Medrar, eso es lo que quieren. Y las víctimas, en realidad, les importan una puta mierda. 

El gobierno de Madrid legaliza la esclavitud (o casi)

Ya hemos dado un primer paso para legalizar la esclavitud. O lo han dado. Nosotros sólo nos limitamos a asentir, a seguir la senda como borricos bien domesticados. 
Dice el gobierno de la Comunidad de Madrid que los ayuntamientos podrán hacer uso de hasta 100 parados (no contratar, pues no hay contrato), pagarles entre 200 y 400 euros al mes y no darles apenas formación. El que no quiera, no cobrará el paro. Y lo peor no es que busquen cubrir en condiciones precarias puestos de trabajo que quizás necesiten, no. Lo peor es la aceptación ovejuna de mucha gente que alega que, ¿cómo no van a pedir algo a cambio de darnos una ayuda? Y vaya usted a explicarles a ellos, engordados desde pequeñitos con eslóganes neoliberales, la diferencia que hay entre una ayuda y un derecho.
Hay otro aspecto, por otro lado, que es también terrible y es esa intuición, de que los jefecillos del PP en el fondo no quieren putear al parado obligándole a trabajar ocho horas al día por una limosnaa, sino que éste, orgulloso, decida no ir y ahorrarse así su prestación. Porque todo lo que quede en caja, será más que tienen para repartirse entre ellos y sus amiguetes. Ni siquiera son ya señoritos persiguiendo tener siervos de nuevo. Lo que desean es la pasta contante y sonante. Y si puede ser, bien blanqueada.
En suma: la sensación es de que vivimos en un estercolero, que todo huele mal y está podrido. Que estamos, ya lo he dicho mil veces, en guerra contra el Estado y sus representantes. Guerra soterrada, sí. Guerra perdida ideológicamente, seguro. Pero guerra. Y el día que un centenar o un millar (no hace falta más) de personas desesperadas comiencen a acuchillar a (más) trabajadores que vendieron preferentes amparándose en la obediencia debida, a políticos o infantas que no sabían nada o que sólo pasaban por allí, a golfos y canallas nombrados a dedos con el único propósito de ganar votos y seguir tejiendo una red clientelar cada vez más insostenible, muchos de esos baladores que hoy dicen que el paro es una ayuda, guiados en su senda por los medios de comunicación bien-pensantes, dirán que qué barbaridad, que qué terroristas, que la violencia está mal, que caca caquita… no sabrán, como no lo saben, que lo que está en juego es su propia supervivencia. Que si no son militantes, serán botín o víctimas. Y como ya advirtió Breno a los romanos: Vae victis. ¡Ay, de los vencidos! 

El gobierno de Madrid legaliza la esclavitud (o casi)

Ya hemos dado un primer paso para legalizar la esclavitud. O lo han dado. Nosotros sólo nos limitamos a asentir, a seguir la senda como borricos bien domesticados. 
Dice el gobierno de la Comunidad de Madrid que los ayuntamientos podrán hacer uso de hasta 100 parados (no contratar, pues no hay contrato), pagarles entre 200 y 400 euros al mes y no darles apenas formación. El que no quiera, no cobrará el paro. Y lo peor no es que busquen cubrir en condiciones precarias puestos de trabajo que quizás necesiten, no. Lo peor es la aceptación ovejuna de mucha gente que alega que, ¿cómo no van a pedir algo a cambio de darnos una ayuda? Y vaya usted a explicarles a ellos, engordados desde pequeñitos con eslóganes neoliberales, la diferencia que hay entre una ayuda y un derecho.
Hay otro aspecto, por otro lado, que es también terrible y es esa intuición, de que los jefecillos del PP en el fondo no quieren putear al parado obligándole a trabajar ocho horas al día por una limosnaa, sino que éste, orgulloso, decida no ir y ahorrarse así su prestación. Porque todo lo que quede en caja, será más que tienen para repartirse entre ellos y sus amiguetes. Ni siquiera son ya señoritos persiguiendo tener siervos de nuevo. Lo que desean es la pasta contante y sonante. Y si puede ser, bien blanqueada.
En suma: la sensación es de que vivimos en un estercolero, que todo huele mal y está podrido. Que estamos, ya lo he dicho mil veces, en guerra contra el Estado y sus representantes. Guerra soterrada, sí. Guerra perdida ideológicamente, seguro. Pero guerra. Y el día que un centenar o un millar (no hace falta más) de personas desesperadas comiencen a acuchillar a (más) trabajadores que vendieron preferentes amparándose en la obediencia debida, a políticos o infantas que no sabían nada o que sólo pasaban por allí, a golfos y canallas nombrados a dedos con el único propósito de ganar votos y seguir tejiendo una red clientelar cada vez más insostenible, muchos de esos baladores que hoy dicen que el paro es una ayuda, guiados en su senda por los medios de comunicación bien-pensantes, dirán que qué barbaridad, que qué terroristas, que la violencia está mal, que caca caquita… no sabrán, como no lo saben, que lo que está en juego es su propia supervivencia. Que si no son militantes, serán botín o víctimas. Y como ya advirtió Breno a los romanos: Vae victis. ¡Ay, de los vencidos! 

Los 300 metros

Vuelvo de viaje y al leer los periódicos atrasados me entero de que el gobierno quiere que los escraches se hagan a 300 metros de las casas de los afectados. Es decir, que la voz de la ciudadanía no perturbe la vida idílica de sus señorías, no sea que piensen, no sea que comiencen a sentir compasión.
Sería menos deleznable si en torno a esa noticia y  en el mismo periódico, no se vieran otras como la ley ad hoc para que el consejero del Santander, Alfredo Sáenz, pueda seguir ejerciendo; como la Ley de Costas que permitirá construir casi sobre el mar; como la nueva ley del Ayuntamiento de Madrid para que aquellos pensionistas que cobren poco más de 400 euros de pensión tengan que costearse parte de la teleasistencia; como las inefables excusas del PP sobre el caso Bárcenas. Sería menos deleznable, en suma, si no se pudiesen comparar esos 300 metros con la distancia mínima, con el roce de amantes, con el ayuntamiento carnal (por decirlo con el clásico) que el poder mantiene con banqueros, grandes empresarios y sinvergüenzas en general.
El debate queda, entonces, donde lleva enquistado desde hace años: ¿qué clase de democracia es ésta en la que el poder se acuesta con el dinero y aleja a donde no pueden ser escuchados a aquellos que pagan su sueldo? ¿qué esperan que haga toda esa gente cuando, después de probar todos los caminos pacíficos, se de cuenta de que se le está no sólo ignorando, sino lo que es peor, despreciando? ¿De verdad saben lo que es, lo que supone en la práctica, vivir con cuatrocientos o seiscientos euros en en una España en la que la energía y el combustible no dejan de subir y en la que muchas familias sobreviven con un sólo sueldo? ¿En serio consideran que sería ilícito que toda esa gente, harta un día, queme, destroce, arrase, insulte, golpee, amanece?
Esos 300 metros que el Gobierno desea poner entre los supuestos representantes del pueblo y éste muestran, mejor que cualquier otro dato o imagen, el abismo (no se puede hablar ya de brecha) que hay en la actualidad entre la minoría que legisla y la mayoría que padece y llora a causa de los efectos de esas leyes. Esos 300 metros son una frontera, una raya marcada con sangre en el suelo. De un lado políticos, enchufados y maleantes. De otro los que aún mantienen el humilde sueño de tener un techo y poder comer tres veces al día. Esos rojos. Esos terroristas. 

Los 300 metros

Vuelvo de viaje y al leer los periódicos atrasados me entero de que el gobierno quiere que los escraches se hagan a 300 metros de las casas de los afectados. Es decir, que la voz de la ciudadanía no perturbe la vida idílica de sus señorías, no sea que piensen, no sea que comiencen a sentir compasión.
Sería menos deleznable si en torno a esa noticia y  en el mismo periódico, no se vieran otras como la ley ad hoc para que el consejero del Santander, Alfredo Sáenz, pueda seguir ejerciendo; como la Ley de Costas que permitirá construir casi sobre el mar; como la nueva ley del Ayuntamiento de Madrid para que aquellos pensionistas que cobren poco más de 400 euros de pensión tengan que costearse parte de la teleasistencia; como las inefables excusas del PP sobre el caso Bárcenas. Sería menos deleznable, en suma, si no se pudiesen comparar esos 300 metros con la distancia mínima, con el roce de amantes, con el ayuntamiento carnal (por decirlo con el clásico) que el poder mantiene con banqueros, grandes empresarios y sinvergüenzas en general.
El debate queda, entonces, donde lleva enquistado desde hace años: ¿qué clase de democracia es ésta en la que el poder se acuesta con el dinero y aleja a donde no pueden ser escuchados a aquellos que pagan su sueldo? ¿qué esperan que haga toda esa gente cuando, después de probar todos los caminos pacíficos, se de cuenta de que se le está no sólo ignorando, sino lo que es peor, despreciando? ¿De verdad saben lo que es, lo que supone en la práctica, vivir con cuatrocientos o seiscientos euros en en una España en la que la energía y el combustible no dejan de subir y en la que muchas familias sobreviven con un sólo sueldo? ¿En serio consideran que sería ilícito que toda esa gente, harta un día, queme, destroce, arrase, insulte, golpee, amanece?
Esos 300 metros que el Gobierno desea poner entre los supuestos representantes del pueblo y éste muestran, mejor que cualquier otro dato o imagen, el abismo (no se puede hablar ya de brecha) que hay en la actualidad entre la minoría que legisla y la mayoría que padece y llora a causa de los efectos de esas leyes. Esos 300 metros son una frontera, una raya marcada con sangre en el suelo. De un lado políticos, enchufados y maleantes. De otro los que aún mantienen el humilde sueño de tener un techo y poder comer tres veces al día. Esos rojos. Esos terroristas.