Cien años de soledad – García Márquez

Tenía una deuda pendiente con “Cien años de soledad”.  Unos diez años atrás me acerqué a ella y fui incapaz de pasar de la tercera o cuarta página. Aquel universo paradisiaco que es la creación de Macondo, no me atrajo. De modo que – convencido de que en unos años podría disfrutar de una novela que todo el mundo aclamaba –  la dejé.
Ahora, he conseguido por fin leer este libro y también comprender a qué se debe tanto aplauso hacia una obra que, por supuesto, me ha parecido magistral. Sospecho que parte del éxito de la misma se debe, precisamente, a que su mezcla de elementos la hace apta para tipos muy variados de lectores, de manera que puede satisfacer igual a aquel que busque la pura evasión – y que encontrará en Macondo una bella vía de escape – que al que busque en los libros algo más profundo a lo que, quizás, podríamos llamar sabiduría. O simplemente, vida.
Iniciada con una voz a modo de cuento, con una inocencia que busca envolver al lector en el sabor y el olor de ese estado primigenio, anterior a toda maldad – ese naturalismo previo a la culturización y que tanto recuerda al mito del buen salvaje de Rousseau -, “Cien años de soledad” es un monumento fabulado, una maquinaria perfecta que va avanzando y modificando – imperceptiblemente, ahí está parte del mérito – su lenguaje a medida que las circunstancias de los personajes van siendo más complejas.
Impregnada, por supuesto, con ese realismo mágico del que es matriz, García Márquez nos presenta aquí un mundo en que – sobre todo al principio, y cada vez con menos fuerza – lo mágico forma parte de lo real, como un elemento más y perfectamente asumible de esa realidad. Igualmente, y como parte de esa “magia”, el tiempo parece no avanzar, manteniéndose en suspensión. Una cualidad de los tiempos antiguos a la que después hará referencia Úrsula, la matriarca del clan Buendía, quien se quejará de que los días ya no duran tanto como antaño. Se trata de un mundo verosímil, con lógica en sí mismo y que no requiere, por lo tanto, ratificación con eso que llamamos la “realidad empírica”.
En este arranque – que podíamos limitar en las 100 primeras páginas del libro – los personajes se mueven más como tipos de una mitología nueva y, a la vez, arcaica, que como personajes de una novela del siglo XX. Alejados de todo psicologismo, se perfilan como tipos de personalidades que no hace falta explicar al lector porque son universales – éste, qué duda cabe, es uno de los grandes logros de García Márquez-: los personajes se comportan de manera casi mitológica, como si no pudieran comportarse de otra manera. Sometidos, como en las tragedias griegas, a su destino fatídico. 
En ese inicio de la novela, también destaca el valor dado a la palabra como creadora – “el límite de mi lenguaje es el límite de mi mundo”, según Wittgenstein – : “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.  O como se señala más adelante: “Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaron los valores de la letra escrita”. 
En esa creación de un lenguaje nuevo para describir ese mundo que nace – reciente, bebé -, García Márquez desarrolla una prosa luminosa, que ataca por los cinco sentidos y en la que uno tiene que obligarse a parar, no para contemplarla, sino porque de tan preciosista y a la vez natural que es – rara vez ambas cualidades coinciden – uno se podría pasear por ella cómodamente, sin detenerse a contemplar sus magníficos hallazgos expresivos ni la estructura verbal que hace posible, precisamente, esa naturalidad.  Se trata de un lenguaje de una gran variedad cromática, exuberante, y de una gran fuerza rítmica, muy alejado de la prosa ramplona a la que nos hemos ido acostumbrando en las últimas épocas y que narra como si no hubieran sido escrito libros como éste.
Esa prosa, junto con la edificación de un mundo mitológico al comienzo de la novela, devuelve al adulto el gusto por aquellas primeras lecturas sin prejuicios de la juventud. En esto, tiene mucho que ver ese inicio en donde no parece caber la tragedia y hasta los dolores son blandos, nada exagerados. Y también esa fábula de la construcción del mundo donde al principio – como en u nuevo paraíso terrenal – nadie trabaja, nadie sufre y, ni siquiera, como se destaca varias veces, nadie muere. 
Precisamente, la llegada de la muerte – Melquíades es el primero en caer, aunque no desaparecerá hasta el final de la novela -, marca el inicio de lo que podríamos considerar la segunda parte de la novela. La llegada de la muerte es, también, el comienzo de la civilización. Se inicia el contacto con el exterior, llega un gobernador, se implanta la religión católica…Debido a ello, la inocencia natural, roussoniana, se va perdiendo. Así, nace la moral y el mundo se va reglando. Hasta que aparece la consecuencia última y esperable: la guerra. 
Es precisamente el contraste con esa guerra y con esa sociedad cada vez más reglada lo que permite ver que esas cien primeras páginas del libro, en las que todo era inocencia y vida blanda, no eran sino un artefacto destinado a hacer que la explosión de la “realidad” – lo que solemos entender por realidad – en Macondo resuene más.
En ese momento – aún narrando desde fuera, sin describir muy a fondo el corazón de los personajes, que todavía conservan su determinismo mitológico – García Márquez incita al posicionamiento, pero no a la fuerza, sino mediante la presentación de unos hechos más o menos asépticos, carentes, en cualquier caso, de intención moralizante. El Macondo mítico se va llenando así de actualidad.
En ese contexto de guerra, el coronel Aureliano Buendía se va alejando de los ideales que motivaron su lucha y deviene en un hombre de acción, demostrando su parecido con su hermano José Arcadio, prototipo de la dominación y la fuerza natural. Como todo soldado de una idea, Aureliano se comienza a sentir traicionado por la política – el hombre de espada frente a los hombres de toga -, hasta concluir con la siguiente declaración: “apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo”. Con el paso del tiempo – un tiempo que ahora sí avanza con “normalidad” – Aureliano se va convirtiendo en un hombre siempre en lucha, nunca conforme, hasta el punto de ser descrito por el general Moncada de la siguiente manera: “De tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta abyección”. El propio autor omnisciente ratifica: “extraviado en la soledad de su inmenso poder, empezó a perder el rumbo”.
Úrsula, representante del coro de madres que observa desde fuera la tragedia, ve con lucidez que esa guerra no es sino un juego de hombres a los que a veces hay que dar una azotaina, tal y como ella misma hace con el enfebrecido Arcadio.
En ese universo de personajes aún simbólicos, que retienen todavía parte de la fuerza primaria de la fundación de Macondo – es decir, del mundo – Amaranta representaría a la mujer libre, que desea e incluso ama, pero que es incapaz de entregarse. Estaría emparentada, creo yo, en este sentido, con la Marcela de El Quijote, que prefiere la aridez de la libertad a la calidez del amor y la compañía. 
A estas alturas de la novela, uno se da ya cuenta de que ésta transcurre como una maquinaria deliciosamente perfecta, cuyo motor es un lenguaje primoroso que nunca alabaremos bastante. Lo complicado es elaborar una trama con tantos cabos, tan “total” y ambiciosa, y conseguir que fluya con naturalidad. Lo maravilloso, lo sobrecogedor y lo que nos llena de sana envidia, es que García Márquez edifica una novela sobre la creación del mundo y su degeneración – de acuerdo a los ideales del pasado salvaje y puro – en poco más de quinientas páginas y con una naturalidad lingüística que convierte una novela profunda y tremenda en una fábula de lectura fácil y agradable.
Con el avance del libro, la lucha de Aureliano se volverá primero por poder y después “por su propia liberación”. Aunque el precio de tanta guerra sea descubrir que, al final, la liberación no es posible porque la disputa ha terminado con todo sentimiento. En ese contexto, Úrsula describirá más adelante un Aureliano incapaz de amar, al mismo tiempo que nos da su opinión sobre Amaranta, a la que califica de cobarde y sobre Rebeca, a la única que ve valiente y digna sucesora de sí misma. 
La tercera parte, que arrancaría con la madurez de José Arcadio segundo y Aureliano Segundo es la de la irrupción definitiva de la realidad tal y como la solemos percibir en el universo de Macondo. Poco a poco, el pasado mitológico de la población se va olvidando. Hasta el punto de que, crecido el último Aureliano, nadie le creerá cuando hable de las 32 guerras perdidas del Coronel o del vagón lleno de muertos en el que estuvo a punto de perecer su tío abuelo José Arcadio Segundo. “En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando nada ni pasará nunca. Éste es un pueblo feliz”, dice un personaje.
Esto nos pone delante la pregunta de hasta qué punto la verdad coincide con lo que aceptamos como tal y que, a veces, no es sino un relato manipulado elaborado por los vencedores de la Historia y que hemos ido aceptando como verdadero por comodidad, mientras olvidábamos no sólo de esa cualidad del mundo que podríamos denominar “mágica”, sino lo que, en puridad, sería la “verdadera realidad”. 
Esta tercera parte es, además, la de la confirmación de una tesis que Úrsula había venido intuyendo durante los últimos años de su vida y que aquí se confirma con toda su crudeza: la de la repetición de los tipos (personas) a lo largo de la historia de la familia. Una teoría, la del tiempo circular, que engarza con el eterno retorno de Nietzsche, pero también con muchas religiones orientales, cuyo peso en la narrativa hispanoamericana de mediados del siglo pasado fue muy importante, especialmente a raíz de las obras de Borges.
Sin embargo, aunque los tipos de personas se repiten, el tiempo parece corromperse a medida que avanza. “La historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje”.
En esta tercera parte hay que destacar también la presencia de la compañía bananera y sus prácticas corruptas en relación estrecha con un poder político que se les ha vendido, creando una estructura lamentablemente bien conocida en los países latinoamericanos y que supone un paso más en la profundización del libro en la problemática “real”. 
Ese avance hacia la actualidad va a acompañado, además, por el declive de la familia – cada vez menos nutrida – y por la mayor profundización en la psique de los personajes, de manera que el lenguaje inocente y fabulador del inicio va convirtiéndose en una prosa más reflexiva, dolida y melancólica a medida que avanza la obra, acompañando así a la familia Buendía en su declive, en su hundimiento en el abismo de la desaparición. Los personajes se vuelven más oscuros, más densos y se les percibe cada vez más agobiados por un pasado que, al final, ya no pueden soportar. El último adulto, Aureliano, siente así que carga con todos sus ancestros y sus males a cuestas.
En este final del libro, y a través de la figura del librero catalán, García Márquez nos deja también una importante reflexión sobre la escritura: “su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera”. Una frase que resume perfectamente lo que supuso, a nivel de expresión, el intento del llamado “boom” latinoamericano por modernizar la prosa en castellano: una relación con el lenguaje que partiendo del respeto lo pervertía para llevarlo a nuevas cuotas expresivas.  Lo que, volviendo a Wittgenstein, no hacía sino aumentar la amplitud del mundo del ser humano a través de la ampliación de su lenguaje.
El final del libro, con la desaparición del último descendiente a manos de las hormigas, no es sino la confirmación del declive de la familia y, a la vez, el cierre de la fábula con la victoria de unos animales a los que durante generaciones la potencia móvil de Úrsula había conseguido mantener a raya, pero que finalmente con su perseverancia y su fuerza terminan imponiéndose de nuevo al mundo de los hombres.
Todo el libro no es, al cabo, más que una magnífica parábola del mundo, que se inicia con la creación del paraíso terrenal a mano de los hombres – un Macondo inocente y ajeno a la muerte – y que va fluyendo hasta el descubrimiento del horror de la guerra y el olvido de aquel paraíso primigenio, mediante la creación de estructuras morales, religiosas y legislativas que insertan a Macondo en una “modernidad” que primero parece deslumbrante y que después se oxida, hasta tal punto que la vuelta de los gitanos con sus artificios primigenios vuelve a sorprender a un pueblo que ha olvidado de dónde procede y también los logros de sus antepasados.
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Merece la pena, analizado el libro, preguntarse en qué radica su éxito y qué lección podemos extraer de él aquellos que nos dedicamos a escribir. 
Respecto a su éxito, que dura ya cuatro décadas, sospecho que no se hubiera producido en el caso de que su lenguaje hubiera sido más árido o menos comprensible para un número amplio de lectores. Entre los éxitos de García Márquez – algo que comparte con Vargas Llosa – está la creación de un lenguaje que sin renunciar a la precisión ni a la variedad rítmica y cromática, es accesible para un número amplio de lectores. No estamos aquí ante el lenguaje árido, denso de Onetti ni ante la ironía fina y el lenguaje intelectual del Cortázar de “Rayuela”, ni mucho menos ante la profundidad metafísica de Sábato. Si García Márquez ha aunado éxito de crítica y de público ha sido, en parte, porque su lenguaje ha sido comprensible para ese público, algo que no siempre sucede – y no es una crítica, ni mucho menos – con otros escritores de igual profundidad, pero prosa más elitista.
Dicho esto, la propia historia, que puede ser percibida por un lector medio como una novela de saga casi al estilo de las actuales telenovelas, también facilita su difusión entre un público normalmente refractario a acercarse a los clásicos de la literatura por su complejidad o su densidad de ideas. Opinión ésta que, dicho sea de paso, no se basa en un prejuicio, sino en la lista de los libros más vendidos que año tras año van siendo publicadas por los medios y en las que rara vez aparecen novelas que no sean de mera evasión.
Uniendo ambas cosas, podemos decir que “Cien años de soledad” tiene al menos dos capas de comprensión tanto en la fábula como en el lenguaje que la expresa. Así, habría una primera capa que sería la del lenguaje que fluye naturalmente y que cuenta la historia de una saga familiar, y una segunda capa que sería la del lenguaje técnicamente preciso y de una variedad maravillosa con el que se va desgranando esa parábola sobre la creación del mundo a la que hemos hecho mención más arriba. Cada una de esas capas puede atraer a un tipo de público y serían las causantes de que un número tan amplio y variado de lectores haya podido alabar y disfrutar por igual esta novela.
En lo que se refiere a las lecciones que debemos extraer los que nos dedicamos a escribir, yo destacaría dos. Por un lado, la autoexigencia que demuestra este libro: para hacer una obra como ésta no basta con idearla y sentarse a escribir con regularidad. Hay que pelear cada palabra, cada frase y cada párrafo, para conseguir un conjunto que funciona como un mecanismo perfecto y que lingüísticamente muestra un ritmo y una precisión de las más altas logradas en lengua castellana. Se trata, en suma, de comprobar la diferencia que existe entre un gran libro, como es “Cien años de soledad”, y un libro “entretenido” y aun bien escrito, como hay tantos, pero que no gozan de ese nivel de autoexigencia en el escritor y que, por lo tanto, se quedan en el mero nivel de eficiencia – que según está la literatura tampoco es poco -, sin alcanzar el colosal estilo que llena todo este libro. 
Por otro lado, habría que destacar la originalidad y la falta de complejos de la obra. Escrita en el 67, “Cien años de soledad” sigue siendo atrevida todavía hoy. Eso se debe a que no se trató entonces y no se trata ahora de una novela que siga una moda – aunque seguramente García Márquez sí tenía la sensación de formar parte de una corriente, lo que no resta originalidad a su propuesta -, sino de un hachazo en toda regla sobre la estructura de la novela tradicional que permite ampliar sus horizontes, al tiempo que amplía los del lenguaje. De hecho, el parentesco que une a García Márquez con autores como Cortázar, Fuentes o Sabato es precisamente esa apuesta radical por ampliar los márgenes de la narrativa y del lenguaje que la expresa, algo que deberíamos, sin duda, recuperar.
De hecho, hace unos meses leí escandalizado una crítica a una novela en la que se decía que ésta “pecaba” de experimental, y señalaba el autor de la misma que si acaso pensaba el escritor que habíamos vuelto a los años 60. Personalmente, lo que me preocupa es precisamente que hayamos postergado al olvido las enseñanzas del llamado “boom”, que más allá de las fórmulas concretas elegidas por cada autor, podían resumirse en el compromiso de “autoexigencia” que debe presidir la obra de todo escritor que se precie de tal – exigencia con el lenguaje, exigencia con la elaboración de la fábula – y el intento serio e irrenunciable de agrandar, con cada obra, los márgenes de la novela y del lenguaje que la expresa, no conformándonos con producir un libro en serie más de los muchos que abarrotan nuestras librerías. 
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