Blonde on Blonde

Cuando tengo algún tipo de enfermedad de esas que agarran de los tobillos o tiran de las lágrimas, siempre vuelvo a Bob Dylan. Cuando quiero saber de qué color es en realidad el mundo o cómo respira el universo en las calles de una gran ciudad, siempre vuelvo a Bob Dylan. Cuando quiero gritar de rabia, o cuando quiero perderme en un universo fantástico donde Faulkner habla de tu a tú con Allen Ginsberg, siempre vuelvo a Bob Dylan. Cuando necesito estremecerme ante una maravilla sobre el arte, el amor y el cinismo como «Visions of Johanna», o recordar que hay mujeres que saben «lo que necesitas» y otras que «saben lo que quieres», enciendo el tocadiscos y pongo «Blonde on Blonde», quizás la obra musical más grande, bella, majestuosa y genial de todo el siglo XX. Un disco en el que, por decirlo con las palabra de Octavio Paz, se celebra y se canta el mundo. Con todo lo que tiene de bueno y de malo. Lo celestial y lo demoniaco. Lo apolineo y lo dionisiaco. Y todo con una producción que dylan dijo que era el sonido del mercurio y que a mí me suena como si alguien hubiera captado el sonido del tiempo y el universo y lo hubiera concentrado en dos vinilos maravillosos. Y lo más sorprendete es que un año antes Bob Dylan había grabado otra cumbre del rock: «Highway 61 Revisited» y sólo un año después grabaría una maravilla folk titulada: «John Wesley Harding». Ante semajantes hechos, ¿qué podemos hacer los mortales? Encender el equipo de música, poner los móviles en silencio, escuchar

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