Una pequeña reflexión sobre el entretenimiento

Últimamente, debato mucho con otros y conmigo mismo sobre las formas de la literatura. Especialmente, de la novela. Y hay un concepto que suele salir en casi todas las conversaciones: el de entretenimiento. Parece un dogma que, además de transmitir una reflexión o una visión acerca del mundo, una novela debe entretener.
El convencimiento de que una novela debe educar mientras entretiene procede de una época – el siglo XVIII – marcada por la voluntad desde los gobiernos absolutistas de extender entre la población una educación elemental que contribuyera al progreso del país. Como mucha gente apenas sabía leer y escribir, se suponía que la lectura – incluso oral – de fábulas y novelas de corte moral o filosófico, ayudaría a la educación de esas capas bajas.
Ya en el siglo XVIII tal voluntad de educación partía de una premisa conservadora y llevaba a unos resultados cuando menos dignos de mencionar. Respecto a la premisa, era el poder el que se arrogaba el papel de educador, haciéndolo en los términos y bajo los presupuestos que le interesaban y dejando, por supuesto, cualquier idea revolucionaria o peligrosa para el mantenimiento del Statu Quo al margen de ese proceso educativo. Las reformas en las costumbres que desde la literatura se plantearon – Moratín y su «El sí de las niñas», por ejemplo – contaban con el beneplácito de una buena parte del poder, comenzando por la corona, tan influenciada por el espíritu reformista francés. Por lo que respecta a los resultados, el siglo XVIII es el más flojo de la narrativa española. No sería hasta el siglo siguiente con la llegada del romanticismo primero y, sobre todo, del realismo después que la novela española volviera a despegar. Eso es algo que debemos tener muy presente.
Sin embargo, y después de un siglo XX en el que el avance educativo en Europa – no en España, desgraciadamente – dio lugar a lo que se dio en llamar «novela de ideas», el final del siglo pasado y el comienzo del actual han visto renacer esa concepción del entretenimiento como factor fundamental para considerar como válida una novela. Hasta tal punto que cualquier novela tachada de difícil o aburrida en una crítica literaria cuenta con pocas papeletas para llegar al gran público.
Parece un axioma – y por lo tanto algo indiscutible – que una novela de calidad debe ser una novela pensada para cautivar al pueblo. Una novela popular. Una novela con los suficientes elementos de evasión como para enganchar a un conjunto de personas que «no-quiere-aburrise», sino entretenerse aprendiendo, en el mejor de los casos.
Mi duda, al llegar este punto es si de verdad no se puede discutir ese axioma del entretenimiento. Si en el siglo XVIII, la moralidad y la educación mediante el entretenimiento partían del poder, al menos tenían la coartada de que lo hacían porque, efectivamente, había una masa inculta o directamente analfabeta que no estaba en condiciones de acceder a una cultura de más nivel (tampoco el poder estaba interesado en ello, pero ese es otro tema). Actualmente, sin embargo, y al menos en países como España gran parte de la población vive apartada de la cultura de una manera voluntaria. Dejaron sus estudios, rechazan las películas o las series de televisión con mucha carga reflexiva, apenas se vende ensayo y no digamos ya poesía…Es cierto que, cada vez más, desde el poder vuelve a manifestarse una voluntad destinada a que el público consuma productos culturales – que hagan girar la rueda del comercio – pero no acceda a una cultura de mayor calado. Voluntad visible en hechos que van desde toda el marketing que rodea a las publicaciones literarias en las últimas décadas, donde prima la novela de evasión, hasta la creciente campaña de desprestigio contra la educación pública o los intelectuales, más visible en España que en otros países europeos.

No obstante esto último, no cabe duda de que la gente que actualmente tiene entre 25 y 50 años ha tenido la posibilidad de estudiar, de acceder a una educación pública de cierta calidad y progresar después por su cuenta en el estudio o la lectura de materiales artísticos y culturales de primer orden. De modo que quienes no lo han hecho – circunstancias trágicas y puntuales aparte – ha sido por voluntad propia o sometimiento a un entorno que, como decía más arriba, viene favoreciendo cada vez más el alejamiento de la cultura.

Así las cosas, mi pregunta es: ¿Hasta qué punto está obligado un escritor a ser popular? ¿Hasta que punto debe rebajar la calidad de su discurso para ser entendido por una serie de personas que ha decidido voluntariamente aislarse de la alta cultura? 

Mirando a los grandes nombres del siglo XX, vemos que sólo recientemente el concepto de entretenimiento pasó a formar parte de las cualidades necesarias para engrosar el panteón de los ilustres. Ni Sartre, ni Böll, ni Beckett, ni Onetti ni Cortázar eran entretenidos. Al menos no pretendían ser entretenidos. Desde luego se saca placer de las lecturas de sus libros: placer intelectual y placer estético. Pero leerlos exige un esfuerzo. Cierta gimnasia intelectual.
Sin embargo, actualmente se nos pide que entretengamos, que no aburramos, que nos adaptemos a las necesidades de un público que no quiere realizar ese esfuerzo. Y habría que preguntarse – yo lo hago aquí y ahora – si tal afán no está reduciendo la calidad de las novelas. Si a fuerza de buscar el contacto con un público perezoso los novelistas no se están – no nos estamos – acomodando o, peor aún, pervirtiendo. 
Sé que lo que digo suena elitista. Reconozco que tal cosa me asusta. Desde luego que todo arte debe ser para el pueblo (concepto, por otro lado, cada vez más difuso). Pero a su vez, el arte debe esperar del pueblo un esfuerzo de comprensión. El novelista no puede renunciar a una novela sólo porque su lectura exige interés, dedicación y atención. El novelista no puede traicionarse de esa manera.
También quiero dejar claro, antes de terminar, que creo que toda buena novela debe dejar pasar al lector. Tender un puente que éste pueda cruzar para involucrarse de una manera efectiva en la historia. Ahora bien, hasta qué punto debe bajar ese puente para dejar pasar a lectores orgullosamente amantes del puro entretenimiento es algo que no sabría contestar. Ni soy yo quién para poner un límite. Pero sí considero que cada autor, a título particular, debe hacer una reflexión de hasta que punto está dispuesto a sacrificar su arte ante el altar del entretenimiento, del utilitarismo mercantil. O, por el otro extremo, hasta que punto puede permitirse ser elitista y no dejar pasar a sus páginas nada más que a unos cuantos privilegiados.
¿Existe el término medio en esta situación? ¿Y es ese término medio lo justo? No lo sé. Como decía, creo que debe ser cada autor el que haga una reflexión y decida cómo y para quién plantear su obra. 
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