Un vagabundo toca con sordina – Knut Hansum

Se pasea uno este otoño por los libros de Hamsun como por una tierra conocida y querida. La tierra de Miller, de Gorki. El paisaje de los vagabundos. Un vagabundo toca con sordina cuando llega al medio siglo, dice Hamsun y me pregunto si fue esa debilidad o cierto ego reprimido durante años lo que llevó al escritor noruego a enviarle a Goebbels su medalla del Premio Nobel, a buscar a Hitler y entrevistarse con él, a aclamar en los periódicos a quien, para él, era un liberador y un gran soldado. Y lo hizo él, el vagabundo, el hombre que al final de un libro maravilloso escribió los párrafos que copio abajo, más maravillosos aún, sabios a su pesar.
Un escritor vivo y vivificante, artista por lo que de única tenía su visión del mundo, libre, aunque conservador, es verdad, en muchas de sus actitudes sociales (ciertas palabras sobre los negros en su primer libro ya anunciaban lo que se confirmó medio siglo después). ¿Qué viste en el nazismo, Hamsun?, me pregunto. ¿Por qué te borraste así de la Historia de la Literatura, donde te habías ganado un puesto más que merecido?
No querías ser sabio, querías vivir, experimentar y no llegar a saber nada. Tal vez te pudo la fanfarria de la guerra, la última gran experiencia, la única que te quedaba después de haber viajado a américa, de haber vivido en la alta sociedad, de haberte retirado al campo. Tal vez… qué coño, no lo sé, no sé qué pudo ocurrirte, qué pudiste pensar. Nos quedan tus libros. Olvidaremos tu vida o lo intentaremos. Te seguiremos queriendo como a un viejo loquito…

Aunque no estabas loco, tú mismo quisiste dejarlo claro con tu último libro, aquel “Por senderos que la maleza oculta”. Hiciste lo que hiciste con conciencia y cordura, en uso, como siempre, de tu poderosa libertad. Hiciste lo que hiciste y lo que hiciste fue defender, con tu magnífica palabra, las atrocidades del régimen Nazi. Y me repugna y me digo que ojalá te hubieras quedado en tu cabaña del campo, vagabundeando, sin asomarte ni a la ciudad ni a la política.

Y te odio por demostrarme, una vez más, que no hay héroes ni líderes, que estamos solos. Y que somos, todos, malvados y mezquinos.

Mi inocencia se resquebraja un poco más.

Releo “Un vagabundo toca con sordina”, he leído ya “Bajo las estrellas de otoño”, camino, sin prisa, hacia “la última alegría”. Leo esas traducciones viejas y malas que, dicen los expertos, nunca hay que leer. Y a lo mejor tienen razón, pero últimamente yo también soy un poco vagabundo, también leo sentado en una roca, bajo el frío del otoño y me digo que, tal vez, no te hubiera importado. No tengo mucho dinero y pienso en ti con ternura, Knut, sólo un segundo antes de cerrar el libro y maldecirte.

Por haberme dejado huérfano de nuevo, como cada vez que te leo y me encandilas, para recordarme de inmediato (no tú, ¡yo!) que fuiste un palmero de Hitler, un admirador y un vasallo del mayor criminal de la historia.

Me quedo con tus libros, aunque sean mal traducidos. Te sigo odiando un poco… 

Un vagabundo toca con sordina cuando llega al medio siglo

Entonces toca con sordina. Podría expresar este pensamiento de la manera siguiente: “Cuando se llega demasiado tarde en otoño al bosque en que crecen los frutos… ¡bueno!, se ha llegado demasiado tarde. Y si un día uno se halla en disposición de mostrarse satisfecho y de reventar de alegría ante la vida, no se lo censuréis. Por otra parte, está fuera de duda que se necesita cierto grado de inanidad cerebral para vivir en una satisfacción permanente de sí mismo y de todo. Pero todo el mundo ha tenido buenos momentos. El condenado a quien, sentado en la carreta que le lleva al patíbulo, molesta un clavo en el asiento, cambia de sitio y se encuentra mejor. Es absurdo que un capitán ruegue a Dios que le perdone… como él ha perdonado a Dios. Es pura majaradería. Un vagabundo no encuentra todos los días alimento y bebida, trajes, zapatos, techo y lumbre preparados para sus necesidades, y si le falta esa esplendidez, experimenta un sufrimiento exactamente igual a la privación. Si una cosa no marcha, otra se arregla. Pero si la otra tampoco se arregla, no se trata de perdonar a Dios, sino de aceptar la responsabilidad. Hay que arrimar el hombro al golpe de la desgracia; mejor dicho, el hombro ha de inclinarse a este golpe. Produce algún dolor en la carne y en la sangre, y encanece el cabello; pero un vagabundo no deja de dar las gracias a Dios por una vida que, después de todo, fue muy alegre”.

He aquí como quisiera expresar este pensamiento. En realidad, ¿para qué tantas exigencias? ¿Qué se gana con ello? ¿Todas las cajas de bombones que un glotón puede desear? ¡Bueno! Pero ¿no habéis visto el mundo cada día y oído el murmullo del bosque? Daba su aroma el jazmín con un bosquecillo de lilas, y alguien que yo conozco se estremecía de placer, no sólo por el aroma del jazmín, sino por cualquier cosa; una ventana iluminada, un recuerdo, un pormenor de la vida. Pero cuando le apartaron del bosquecillo de lilas, ya se había cobrado por anticipado el precio de aquel disgusto.

Y así es: sólo el favor de recibir la vida paga por adelantado todas las miserias de la vida, todas y cada una. No hay razón para creer que uno tiene derecho a recibir más bombones que aquellos que recibe. Un vagabundo se aleja de toda superstición. ¿Qué es lo que pertenece a la vida? Todo. Pero ¿qué es realmente tuyo? ¿La celebridad es tuya? Dinos por qué. No debe uno aferrarse a lo suyo: es demasiado cómico, y un vagabundo se ríe de aquello que es demasiado cómico. Recuerdo a cierto individuo que no podía renunciar a lo suyo: puso leña en la chimenea a mediodía y no consiguió hacerla arder hasta la noche. Y no pudo decidirse a alejarse del calor para ir a acostarse, sino que continuó allí, empeñado en sacarle utilidad, hasta la hora en que los demás empezaron a levantarse. Era un autor noruego, un autor de obras teatrales.

He vagabundeado mucho en otro tiempo, y ahora me siento imbécil y desilusionado. Pero no tengo la perversa creencia senil de ser más sabio que antes. Y además, espero que nunca sabré nada. Es un signo de decrepitud. Cuando le doy gracias a Dios por la vida, no se las doy por la mayor madurez que haya alcanzado con la edad, sino porque siempre tuve la alegría de vivir. La edad no da madurez alguna; la edad no trae más que la vejez.

Knut Hamsun “Un vagabundo toca con sordina”

Los vagabundos ya no hacen novelas

Los vagabundos ya no hacen novelas. Lo pienso tras leer “El caminante” de Hesse (el libro más consolador que he leído en años) y “Un vagabundo toca con sordina”, de ese magnífico literato y perfecto hijo de puta que fue Hamsun. Son libros donde el paisaje duro de los países centroeuropeos y nórdicos toma especial importancia porque los autores, narradores en primera persona, vagabundean por ellos con libertad y lucidez. 
En España apenas tenemos novelas vagabundas. Desde la picaresca hasta hoy, el género es un erial. Y eso que las circunstancias climatológicas favorecen más el vagabundeo literario, el andar de acá para allá. A lo mejor es que, por decirlo con términos de Hesse, somos agricultores, no cazadores-recolectores y necesitamos tener un hogar, un punto fijo. Ese gregarismo explicaría también otras cosas, como nuestra perdida capacidad de crítica individual.
Qué se yo. Esto son sólo ideas al vuelo. Lo importante, lo fascinante, son esos dos libros: “El caminante” y “Un vagabundo toca con sordina”, dos obras que se leen en un tarde cada una (y no una tarde larga), pero que dejan un poso largo, fecundo, de meses y, seguramente, de años. 
“El caminante” son relatos muy cortos, acompañados de poemas y acuarelas. Son pensamientos que nacen del Hesse andarín, pero que tienen que ver con el Hesse metafísico, el que compondrá, poco después de esas letras, “Sidharta”. Bien visto “El caminante” es un blog de entonces, donde, en primeras tomas y notas rápidas, el autor alemán reúne prosa, poesía e imagen. Todo ello influenciado por su particular cosmovisión, pero en esta ocasión con un tono más oscuro, pues se recogen también las percepciones de los días malos, esos en los que la fe se ha perdido y todo es gris. “Días de tormenta” y el relato sobre los árboles (no recuerdo el título exacto; era algo así como “lo que he aprendido de los árboles”) son parábolas cargadas no de verdad o no sólo de verdad, sino sobre todo de esperanza y de consuelo, que es mucho más importante. 
“Un vagabundo toca con sordina” es una narración estilísticamente liviana, muy verbal incluso hoy cuando la geografía y el tiempo han puesto una gran distancia entre nosotros y la Noruega de Hamsun. El vagabundo llega a una granja en la que ha trabajado seis años atrás y donde tuvo un affaire (nunca claramente detallado) con la dueña. Ésta anda cada vez más perdida, como el dueño de la granja, un capitán del ejército al que le ha dado por beber y festejar la vida a diario. El machismo de la época no impide que, acaso por casualidad, el personaje de la mujer del capitán sea el más interesante de la obra: la mujer abandonada que necesita salir del aburrimiento, de la prisión de oro que le han preparado su marido y el mundo. Y lo hace, como Karenina, como tantas otras, a través del sexo, del amor extramarital que (es otro tópico) termina, igualmente, aburriéndola. Porque el mundo es de los hombres y, vaya donde vaya, ella no puede ser más que un objeto, como mucho, un sujeto pasivo. Puede recibir, pero nunca dar o actuar. Hacerlo es indecoroso, indigno de una dama. 
Esa pasión de fondo unida al ir y venir del narrador de la ciudad al campo y a los ajetreos y preocupaciones de sus camaradas obreros (más hacendosos que sus amos, demostrando una alienación y una falsa conciencia en las que, sin duda, Hamsun no creía) conforman esta obra de unas doscientas páginas que, pese a la tragedia que narra (y a la pésima traducción), es amable y tierna. Tanto que uno se pregunta como su autor, Hamsun, pudo hacer después lo que hizo. Pero “aguas profundas son los designios del corazón humano”, dice la Biblia y tal vez eso lo resuma todo.