Leí «La hojarasca«, el primer libro de García Márquez, en una sola tarde. Es un libro breve, concentrado. Y, sin embargo, enorme. Por supuesto – es algo evidente tratándose de García Márquez – está bien escrito. Pero en «La hojarasca» hay algo que después, a medida que García Márquez fue creando nuevas obras, fue desapareciendo: abismo.
«La hojarasca» es la historia de un entierro. Sólo eso. La historia del muerto – cómo llegó a Macondo, sus decisiones, el odio que le acabó manifestando el pueblo – contada desde el punto de vista de las tres únicas personas que acuden a su entierro es lo que compone el relato, cuyo trasfondo es un pueblo venido a menos tras la partida de las compañías bananeras.
Una obra inmensa, de prosa absorbente, que supura ruina, dolor y piedad. Una obra que uno tiene ganas de volver a leer en cuanto la termina para tratar de dar con el artificio, con el truco empleado por García Márquez para arrastrarlo a uno de esa manera hacia la historia, hacia Macondo, hacia el abismo.
Después de «La hojarasca» leí «Las ciegas hormigas«, la tercera novela de Ramiro Pinilla, con la que ganó el Premio Nadal allá por 1960. Esta obra, contada también de modo fragmentario – algo novedoso en la España de los sesenta – narra el afán de una familia (en realidad, de todo un pueblo) con hacerse con un poco de carbón caído de un barco naufragado a fin de poder combatir el frío del cercano invierno.
La familia protagonista está encabezada (y la palabra es casi literal: el padre actúa como cabeza del cuerpo orgánico en que Pinilla convierte a la familia) por Sabas, un hombre sobrio, trabajador infatigable y áspero en el trato. Cada uno de los hijos e hijas, así como la mujer y la abuela, representa, en cierto modo, un estereotipo, un carácter diferente que se opone (pero sigue) la voluntad del padre.
Los personajes de esta novela se expresan de un modo poco natural, es decir, de una manera de la que jamás lo haría un aldeano de la España de los sesenta, llegando, además, a pensamientos y declaraciones de alta carga espiritual y vital, que siempre rompen la naturalidad del discurso. Esto emparenta a la novela de Pinilla con ese movimiento (hoy olvidado) cuyo nacimiento se suele situar en torno a 1962 y que se llamó la novela metafísica.
También se la puede relacionar con lo que en aquel momento era una incipiente novela social, si bien el enfoque de Pinilla es, en ese sentido, especial, ya que la solidaridad dentro de la colectividad queda reducida, en este caso, al clan familiar, pues hasta el resto de la gente del pueblo es vista aquí como enemiga para la supervivencia de ese clan. Esto no quita que Pinilla deje ver, con claridad, la penuria del pueblo entero y que no se intuya, en esa lucha desesperada, en medio de la noche tormentosa, por lograr un poco de carbón, la miseria a la que las autoridades del momento (y siguiendo así, las de ahora) condenaban al común.
Este navegar entre las aguas de lo metafísico y de lo social no deja de ser curioso ya que, pocos años después, habría bastante gresca entre los representantes de una y otra corriente.
Lo más costoso de esta obra (de unas trescientas páginas) fue pasar de la colorista, rítmica y fecunda prosa de García Márquez, al estilo sobrio, pesado, seco – hablamos de la España de los sesenta. Esto no es, ni mucho menos, una crítica a Pinilla – del autor vasco.
En todo caso, merece la pena acercarse a ambas novelas. Especialmente, a la de García Márquez, una de esas obras que no ha alcanzado toda la fama que se merece pero que, a mi modo de ver, supera en emoción – quizás no en imaginación ni en lírica, pero si en abismo, en negritud, en duende – a «Cien años de soledad».