Perfilando y 4 fragmentos

La tarea de perfilar una novela – a veces un personaje, un paisaje, un diálogo – es agradecida, pero larga. Uno cree terminado el libro y se aproxima a él con afán de venganza: «Ahora te vas a enterar», le dice. Pero al final, siempre es uno el que se entera. Lees tantas veces los mismos textos que ya no ves ni repeticiones, ni erratas, ni adjetivos poco precisos. Avanzas de memoria y yerras.

Y, sin embargo, qué agradable esa tarea de ir a la caza del error, de dar pequeñas pinceladas que mejoran el cuadro, de terminar de definir un rostro, una escena, un sentimiento. Y, sobre todo, qué placentera la labor de poda, de eliminación de páginas, Qué liberación saber que todo lo que en ellas pudiera haber de erróneo nunca llegará a nadie gracias a que te has dado cuenta a tiempo de que era relleno, de que sobraba.

Llevo un mes corrigiendo una novela de más de 220 folios – calculo unas 450 páginas -, obsesionado por pequeños detalles (por ejemplo: llevo varios días fijándome en todas las mujeres de treinta y cinco, cuarenta años que me cruzo, tratando de averiguar dónde nacen las primeras arrugas, dónde se nota primero el paso del tiempo); tratando de decir todo y, a la vez, no ser obvio; intentando que la narración tenga un ritmo variado, pero siempre fluido; matizando los caracteres de los personajes; luchando con el diccionario de sinónimos; empeñado en que esta primera novela larga me deje un sabor de boca bueno y duradero, del que no tenga que arrepentirme pronto.

4 fragmentos

I

Siempre le caí bien, dice, pero es una persona discreta, no le gusta hablar de los demás, así que menos aún de su familia. Yo procuro no reír cuando oigo eso, y asiento muy serio, como si la creyera. He encendido un cigarro y la miro desde detrás del humo, mientras por las cortinas de su salón entra una luz mortecina, débil, que anuncia la noche que ya está cerca. Se oyen caer las goteras sobre las baldosas del balcón y acelerar un coche en la cercana carretera. Pienso que es gracioso que sea ahora, precisamente ahora, cuando consigo, por fin, entrar en esta casa que tantas veces miré desde fuera – a veces desde muy lejos, desde la cima de algunas de las colinas que rodean San Pedro – y cuyo interior siempre imaginé más cálido, más confortable, muy distinto a este sopor polvoriento que flota entre los muebles, que se acumula en los rincones y en las fotografías que adornan el mueble-bar del salón en el que estamos.
Julia habla. Apago el cigarro

II

Lucio pasó varios días sin hablar. Vio a su madre llorar sobre el cuerpo tiroteado de su padre y no dijo nada. Se le acercó don Bernardo, el cura, a darle consuelo y hablarle del cielo, y no dijo nada. Vinieron a su casa la maestra y Ratón, que le lamió la cara para consolarlo, y él respondió al animal con una caricia, pero no dijo nada.
De lo que pensó durante aquellos días en que no abrió la boca es difícil hablar. Sería más fácil dibujarlo. Quizás poner sobre un lienzo un enorme nudo formado por miles de cabos, todos ellos de color rojo y goteantes de sangre. Tal vez colocar ese nudo sobre un cristal recorrido por una enorme grieta, que lo divide en dos y que amenaza con dejarlo inservible. Acaso colocar ese cristal en medio de un páramo vacío y sin viento donde nada se oye salvo el aullido del miedo. Seguro, dibujar en ese páramo a un Lucio mucho más niño de lo que en realidad es y descubrir que es él quien aúlla. Y al fin, envolverlo todo con una bóveda de sombras que no permita crecer la esperanza. Que no permita siquiera pensar o mencionar la esperanza. Y aún así, no sería exacto y tal vez erremos, porque a veces Lucio pensaba en Xiomara y entonces, cuando nadie lo veía, sí había esperanza y hasta puede que hubiera palabras.

III

Al segundo año de matrimonio, ya había hallado en su vida algunos pequeños indicios de insatisfacción. Apenas unas trazas de aburrimiento los domingos por la tarde, cuando Julián se iba a tomar el café con los amigos a uno de los bares del pueblo y ella se quedaba en casa sola, sin saber muy bien qué hacer, alejada ya lo suficiente de sus amigas como para no tener confianza para llamarlas y cansada de hablar con su madre, quien desde que se había casado no dejaba de ir a visitarla. O también aquellos días en que, de vuelta del trabajo, Julián la recibía vestido aún con la ropa del campo, y le pedía que preparase la cena y ella – no tanto cansada como necesitada de un momento de distracción – cocinaba sin ganas alguna receta de fácil elaboración que después servía y que ambos comían en silencio, mientras en la tele daban las noticias. O incluso aquellas mañanas en que, sin que Julián se percatara, lo veía vestirse en la habitación en penumbra: la ropa ciñendo, poco a poco, un cuerpo antaño grácil y entonces ya algo entrado en carnes. Y ya por aquel entonces intuía que algo en su vida crujía, anunciando futuros derrumbes, caídas inevitables en un hastío que, años después, se le haría tan familiar como el tabaco.

IV

Pero el amor a veces es una timba. Y eso no lo enseñan las películas de Hollywood. Uno cree que hay una persona hecha a su medida, pero en realidad, todo está regido por la casualidad y el caos. Elegir un bar y no otro, cruzar por un paso de cebra y tropezarnos con alguien o hacerlo dos calles más adelante y no encontrarnos con esa persona que, en teoría, está hecha para nosotros. Atreverse o no atreverse. Ir perdiendo oportunidades y agarrarse a otras como a un clavo ardiendo Eso es el amor. Y también es una disciplina. La paciencia, la hipoteca, el respeto, las labores del hogar y los portazos. Todo eso también conforma el cuadro del amor. Y no sólo esta languidez y este abandono de las primeras semanas, cuando uno cree que todo es sencillo y, por ello, mágico. Hecho a medida.
Pero no debemos dejarnos engañar por esa sensación, Rebeca. No debemos. O este paraíso se volverá una ruina en unos pocos meses. Pues temo que una vez que se agote la pasión ─ te lo dice este hombre repentinamente entristecido por el sexo consumado, por la alegría eyaculada ─ ya no podamos convivir el uno con el otro. Y es que, me duele decírtelo, no creo que tú seas la persona adecuada para mí. Tu carácter, tu forma de pensar, tu forma de tratar de dominarme,…no sólo es que no me gusten, es que no las soporto. Por eso, cuando ya no te deseé tanto, es probable que tenga que dejarte.
Pero tú ya no me oyes. ¿Verdad? Estás en el baño, lavándote los dientes. Yo apago la televisión. Camino despacio hacia la cama. Me siento cansado y dolorido y estúpido. Como si esta felicidad que has creado en torno a mí no me la mereciera (sé que no me la merezco). Como si ahora que te tengo, no me bastara con ello. Como si necesitase, además, saber que siempre me quisiste. Que incluso cuando me rechazaste, me querías. Que incluso cuando estabas en la cama con otros, me querías. Sí, siento celos retrospectivos. Como los que me entraron el otro día cuando me enseñaste las fotos de una vida de la que yo no formé parte y de la que nada sé salvo lo que ahora me cuentas. ¿Pero qué quieres? Te quise tanto y tú a mí tan poco, que no me basta con saber que ahora me amas. Y por ello, a veces, tengo ganas de pedirte que te vayas, ganas de dejarte, para que veas y comprendas cuánto sufrí yo entonces. Y así vengarme. Y si no lo hago, no es sólo porque aún quiera estar contigo, sino, sobre todo, porque no quiero estar solo de nuevo. Y porque aún te deseo ─ la piel bronceada, los pechos blancos y pequeños, tus piernas redondas,…claro que te deseo ─. Pero como te decía, ese miedo y esa pasión algún día morirán y entonces, tal vez te pida que te marches, lejos y para siempre.
 Rebeca mía, este es el hombre estúpido y egoísta al que quieres. Pero no lo sabes porque te estás lavando los dientes y ya no me oyes.

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