La Montaña Mágica – Thomas Mann

He aprovechado unos días de vacaciones para terminar de leer «La Montaña M´gica» de Thomas Mann que empecé allá por el 29 de febrero, en Londres. Se trataba de uno de esos libros «que hay que leer» – por lo que supuso para la novelística del siglo XX – y que yo no había aún leído.
«La Montaña Mágica» cuenta la historia de Hans Castorp, una historia «ni breve ni larga, sino hermética», es decir, ajena al tiempo o no tocada por éste, si bien, esto no impide que, precisamente, las reflexiones acerca del tiempo sean una de las que más páginas llenan en esta novela que en edición de bolsillo y a un tipo de letra nada generoso, roza las mil. 
Hans Castorp, protagonista de la historia, es un joven burgués algo indolente que, antes de comenzar a trabajar por primera vez en su vida, llega a un sanatorio en Davos con el propósito de visitar a su primo, Joachim, que está allí reposando y, a su vez, reposar él durante tres semanas.
Desde el principio, se percibe la importancia que el entorno toma para la narración: Castorp sale de la municipalidad alemana industrial y burguesa para subir hasta una montaña donde se habla con cierto desdén de la llanura de la que él procede y que ignora unas normas de conducta que, en seguida, al joven Castorp, de natural indolente, le parecen naturales y perfectas.
Esas normas de conducta no son otras que comer cinco veces al día y pasarse la vida casi por completo en postura horizontal.
Durante el período que Castorp pasa en el sanatorio y que se extenderá desde las tres semanas previstas hasta los siete años, va conociendo a una serie de personajes, entre los que tienen especial importancia Settembrini y Naphta, que irán haciéndole crecer espiritualmente. La postura de Castorp, predispuesta al aprendizaje, hace que entre los dos pedagogos, Settembrini – un italiano humanista, hijo de la ilustración y el romanticismo y defensor de las ideas democráticas capitalistas – y Naphta – medievalista jesuita que mezcla en su teoría la escolástica con el comunismo – se entable una continua batalla verbal por ganarse el alma del joven.
Mientras, además de esas influencias, Castorp se dedica a estudiar fisiología, botánica, astronomía y, en general, a formarse para luego poder «gobernar» – como él se refiere a sus pensamientos – sobre su espíritu y sus sueños.
Otro personaje en apariencia principal, aunque más por sus efectos que por sus palabras, es Clawdia, la mujer que enamora a un Castorp que ve en ella el reflejo de un niño – en un amor homosexual no explicitado pero claro – de quien se enamoró puramente en su infancia.
La novela, además de la historia de Castorp, va dejando caer en diversas páginas un resumen enciclopédico del saber de la época, así como las ya mencionadas reflexiones de Mann en torno al tiempo real y el tiempo narrativo. Reflexiones, estas últimas, que están en la base de todas las hechas desde el momento.
Además, las ideas del momento – pangermanismo, comunismo, humanismo demócrata e incluso el antisemistismo – se dejan también ver en la obra de Mann, prefigurando un collage no completo, pero si importante de las tendencias de centroeuropa antes de la Primera Guerra Mundial. Hay que señalar, eso sí, que esas ideas se desarrollan en un ambiente exquisitamente alto-burgués que no se asoma, ni por un momento, a los pozos proletarios que alimentaban la industria alemana del momento y que, desde luego, quedan muy lejos de la España de aquella época.
Al final, las discusiones entre Naphta y Settembrini desembocan en un final trágico, que puede servir de parábola respecto a la histeria que dominaba todo el sanatorio de Berford y también toda la Europa contemporánea.
La libertad que Hans Castorp ha logrado en esas últimas páginas se ve resquebrajada por la irrupción salvaje y mortal de la Primera Guerra Mundial.
«La Montaña Mágica» no es, en todo caso, una historia al uso en la que vayan sucediéndose los hechos espectaculares, imprevistos o fantasiosos – si eliminamos la aparición de Joachim -. En realidad, se trata de una novela en la que se puede decir que «no pasa nada». Ocurren muchas cosas, sí, pero ninguna de ellas son del tipo al que nos tiene acostumbrado la novela moderna. Todo sucede de acuerdo a las normas de ese ambiente alto-burgués y ni hay crímenes, ni hay altas pasiones ni hay oscuros vicios o divertimentos.
Se trata, en suma,de la historia de formación de un joven en un contexto que se hace significativo por su final: la guerra. En ese sentido, es también la novela del choque de la alta burguesía con la realidad, por un lado, y del propio Hans Castorp y su vida metafísica con la materia, por otro.
Se hace, por ello, una novela dura de leer. No tanto por el número de páginas – hay best-sellers que también rozan las mil páginas y la saga de «Juego de Tronos» seguramente las supere – sino por lo que se cuenta en esas páginas: una novela de ideas en las que se resume gran parte de las disputas filosóficas y científicas de la época. 
En cualquier caso, se trata, como decía al principio, de una de esas novelas que hay que leer: tanto por su importancia per se, como por su valor como ejemplo de toda una corriente literaria que alcanzó grandes cimas – valga el juego de palabras – a lo largo del siglo XX y cuya influencia está hoy un poco difuminada.  
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