Poco a poco, las fuerzas van cayendo al suelo y en pie sólo queda un esqueleto cubierto de harapos y dos ojos fijos, insomnes. Poco a poco, los pasos llegan hasta el abismo. El cielo oscurece y las calles se llenan de almas con opulentas bolsas de plástico. ¡Camina! Hacia delante y por detrás la misma frontera de nada. Un límite sin nombre donde aletea y grita el miedo. Donde escupe su ácido aliento la disipación.
Palabras. Alrededor, sólo palabras. Digresiones de madrugada sobre el arte y su alcance, cigarros a oscuras mientras se repasan deudas, mientras se recorre, muy despacio, sin hacer ruido, el pasillo de la casa. Libros que cogen polvo en un cajón, acechando un salto de tu ego o una rendija de necesidad por la que escabullirse hacia la editorial más cercana.
Pero poco a poco se acaba. Se apaga el fuego. Hay un resquicio de horas, un leve hueco de luz. Allí viven Julio Cortázar, Nacho Vegas, Juan Carlos Onetti, Enrique Bunbury, Javier Egea, Thelonius Monk y algunos pequeños deberes que recordar no quiero. Allí donde hay tabaco y vino y benzodiacepinas. Allí, al otro lado de la frontera de niebla, al otro borde del viaje. Unos días. Una semana. Un pequeño grupo de horas para ser libre. En el jardín de la duermevela.