Mi García Márquez

Que García Márquez era un gran escritor no lo discute, supongo, ya nadie. Y si alguien osaba hacerlo hasta hace dos días, ahora, con toda la avalancha mediática, seguro que se lo piensa dos veces antes de poner un pero a epítetos como «genio», «inugualable», «enorme», con los que los obituarios se van llenando hasta ser todos casi iguales y practicamente el mismo.
En mi caso, siempre he ido un poco a la contra con García Márquez. El libro de él que más me gusta es el que más despreciado suele ser por la crítica (acaso, por ser el primero): «la hojarasca». Guardo el recuerdo de las cuatro o cinco horas que tardé en leerlo, del tirón, como uno de los momentos más felices de mi vida lectora. Ese primer Macondo polvoriento, duro, lleno de murmullos, odios, ruinas y de la hojarasca dejada por las empresas bananeras en su huida tenía lo que, para mí, no tuvieron después los relatos de García Márquez: eso que Sabato llamó «abismo». Pulsión metafísica si prefieren. Existencialismo.
Obviamente, «Cien años de soledad» fue como un puñetazo en la mesa que no es que la hiciera temblar, es que la partió en dos. Sobre todo, en España. En Latinoamérica muchos trabajaban, desde hacía tiempo, con esa calidad eufónica y esa precisión lingüística que es, para mí, el gran logro de la novela de García Márquez y de toda su prosa. Ya estaban Borges, Onetti y Rojas Herazo; y comenzaban Rulfo, Carpentier, Vargas Llosa y Cortázar, entre otros. En España, sin embargo, la novela malvivía entre intentos vanguarditas de poco calado popular y una novela río, de contenido social, que olía a polilla. En esa situación, como digo, «Cien años de soledad» mandó a la cuneta a todos quienes creían que escribir era lo mismo que juntar letras y les puso delante la maravilla del ritmo, de la eufonía, del colorismo y, sobre todo, de la imaginación. «Cien años de soledad» vertió el Caribe en medio del páramo de Castilla y ya nada volvió a ser igual. Y esa deuda la tendremos siempre con García Márquez.
Esa y la de haber sido un magnífico escritor. Quizás, por popularidad y potencia, el mayor renovador de la prosa en castellano del siglo XX, con una novelística que, al no prescindir de lo popular (es más: al estar sustentada en lo popular), consiguió lo que para otros fue imposible: aunar calidad literaria y lectores. Y ojo: esto lejos de ser una renuncia fue el gran mérito del escritor colombiano, que consiguió escribir del pueblo y para el pueblo. 
Otra cosa distinta es que yo haya dicho (y mantenga) que, como lector, obras como «relato de un náufrago», «crónica de una muerte anunciada», «el amor en los tiempos del cólera» o «del amor y otros demonios», por citar algunos ejemplos conocidos, no me parezcan de tanta calidad como, por poner otros ejemplos: «el Alpeh», de Borges, «Rayuela», de Cortázar, «Juntacadáveres» de Onetti, «Pedro Páramo», de Rulfo o, por poner otro ejemplo colombiano, «En noviembre llega el arzobispo», de Héctor Rojas Herazo. O que entre un escritor claramente peor en el plano estético como es Sabato y García Márquez, gran sacerdote de la prosa, yo elija, pese a todo, a Sabato: tal vez por cercanía temática; tal vez porque la luminosidad de García Márquez acaba pareciéndome demasiado superficial. Tal vez porque no soy tan gran lector. 
En cualquier caso, esto es solo una opinión personal. Y teniendo en cuenta que hablamos de un tipo que, como mínimo, fue uno de los cuatro o cinco escritores más importantes en castellano de los últimos cien años, por calidad y trascendencia, mi opinión sólo puede tener ese valor: el de una opinión. La que se da al socaire de la actualidad. Sin más. 
Por otro lado, si toda la avalancha de elogios hace que se vendan (y, sobre todo, se lean) otros treinta millones de ejemplares de «cien años de soledad», pues bienvenidos sean los elogios. 
  

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