Metaliteratura y ruido

La mitad (o más) de las palabras que se escriben en literatura son metaliteratura. Este post podría ser, también, metaliteratura. Se llenan libros, periódicos, panfletos, revistas, estanterías, almacenes, barcos para repartir por el mundo escuelas, generaciones, análisis teóricos. La mayoría, fruto de escritores ambiciosos que no se aburren ni se cansan de correr tras la estatua que creen merecer en su pueblo. 
El corolario de que todo el mundo pueda decir lo que quiera es que, efectivamente, lo dice. Cuesta creer que vivimos en una sociedad cuyos individuos tienen una opinión sobre todo, tanto da que sea literatura, que toros, que fútbol, que cocina creativa. Y, por supuesto, todos pretenden que su opinión sea, al menos, respetada, pero sobre todo, escuchada, tenida en cuenta, tomada por la mejor: no discutida. Rascas un  poquito y te sale un cacique. 
En literatura eso ha terminado en un guirigay de periodistas, blogueros, críticos, editores y autores que, visto desde fuera, sonroja. Dicho esto desde un blog que, aunque más centrado en otros temas, también contribuye al tumulto.
Un escritor se quejaba el otro día de que cada vez hay más escritores. «¿Dónde vamos a ir a parar?», se preguntaba. Pero no renunciaba a seguir escribiendo. Nos asombramos, sí. Y nos lamentamos. Pero seguimos adelante. 
Quizás deberíamos ser imaginativos. Tratar de no añadir más información al debate, sino más silencio, más reflexión. 
O quizás deberíamos admitir que, por intuición, elegimos como fenómeno menos preocupante la popularización de la opinión y el arte, si bien sea porque la otra opción, el elitismo, nos remite al casino, el puro, a la partida de las cinco bajo la lámpara de limpios cristales. Pero sin perder de vista que nos levantamos sobre unos prejuicios resbaladizos, inciertos, ya bastante resquebrajados. 
Al final, me digo a menudo, lo que importa es, ante todo, la vida. Entendiendo por esta lo que sucede al otro lado de las listas de los libros más publicados, de las conferencias a las que no asisto, de los autores consagrados a los que no leo. Lo que importa es esa sensación de creciente derrumbe (de asistir a los amenes de una época de bienestar, cultura subvencionada y vida a crédito); el entendimiento nuclear al que conducen algunos buenos libros; las nuevas fórmulas organizativas de la sociedad y las empresas; el agradable calor del amor en invierno; el paisaje en silencio de la sierra de madrugada; los coches enfilando a toda prisa la carretera; el pueblo recordándonos las raíces; el murmullo, lejano, de aquello que creíamos seguro, firme y que hoy ha desaparecido; la sensación de que se ha muerto la eternidad y estamos velándola con una cerilla cada vez más tísica, entre gente pobre y gente desalmada. La certeza de que lo mejor que podemos hacer ahora mismo es callar y leer a Vallejo: 

¡Hay gentes tan desgraciadas, que ni siquiera
tienen cuerpo; cuantitativo el pelo,
baja, en pulgadas, la genial pesadumbre;
el modo, arriba;
no me busques, la muela del olvido,
parecen salir del aire, sumar suspiros mentalmente, oír
claros azotes en sus paladares!
Vanse de su piel, rascándose el sarcófago en que nacen
y suben por su muerte de hora en hora
y caen, a lo largo de su alfabeto gélido, hasta el suelo.
¡Ay de tánto! ¡ay de tan poco! ¡ay de ellas!
¡Ay en mi cuarto, oyéndolas con lentes!
¡Ay en mi tórax, cuando compran trajes!
¡Ay de mi mugre blanca, en su hez mancomunada!
¡Amadas sean las orejas sánchez,
amadas las personas que se sientan,
amado el desconocido y su señora,
el prójimo con mangas, cuello y ojos!
¡Amado sea aquel que tiene chinches,
el que lleva zapato roto bajo la lluvia,
el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas,
el que se coge un dedo en una puerta,
el que no tiene cumpleaños,
el que perdió su sombra en un incendio,
el animal, el que parece un loro,
el que parece un hombre, el pobre rico,
el puro miserable, el pobre pobre!
¡Amado sea
el que tiene hambre o sed, pero no tiene
hambre con qué saciar toda su sed,
ni sed con qué saciar todas sus hambres!
¡Amado sea el que trabaja al día, al mes, a la hora,
el que suda de pena o de vergüenza,
aquel que va, ñpor orden de sus manos, al cinema,
el que paga con lo que le falta,
el que duerme de espaldas,
el que ya no recuerda su niñez; amado sea
el calvo sin sombrero,
el justo sin espinas,
el ladrón sin rosas,
el que lleva reloj y ha visto a Dios,
el que tiene un honor y no fallece!
¡Amado sea el niño, que cae y aún llora
y el hombre que ha caído y ya no llora!
¡Ay de tánto! ¡Ay de tan poco! ¡Ay de ellos!

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