Los detectives salvajes – Roberto Bolaño

Hace ya algunas semanas que terminé de leer «Los detectives salvajes». Como siempre, tomé notas. Muchas notas. Pero pasa el tiempo y esas notas están dentro del libro, el cual me dejé olvidado en una casa ajena y a mí se me acumulan las ganas de hablar de este libro y ya no aguanto más y allá vamos.
Ocurre que «Los detectives salvajes» es una de esas obras que todo escritor contemporáneo debe leer. No porque sea imprescindible, sino porque la han hecho imprescindible. Vamos, que uno se presenta en según qué sitios diciendo que es escritor, pero que no ha leído esta novela y las mandíbulas del resto se desencajan: de risotadas y de asombro.
Y lo curioso es que la novela de Bolaño es realmente buena, pero tiene uno la sensación de que la han desgastado, de que a fuerza de incordiarnos con ésta y otras obras del autor chileno, se les coge cierta tirria. Pero en fin, merece la pena superar la pereza inicial, la que a mí me tuvo un par de años con «Los detectives salvajes» encima de la mesa del estudio, mirándola con desconfianza, y sentarse a leer esta obra.
Cuenta «Los detectives salvajes» – en un lenguaje tan combativo y arriesgado como la fábula que narra – la historia de dos poetas que no ejercen de tal, que si alguna vez escribieron unos versos ya nadie los recuerda: Ulises Lima y Arturo Belano.
El libro, dividido en tres partes, comienza con el diario de García Madero, quien da cuenta de su encuentro, en los últimos meses de 1975, con los realvisceralistas, un grupo de poesía de vanguardia y agitadores liderado por Belano y Lima. En esta primera parte, denominada «Mexicanos perdidos en México» se recoge el comienzo de la obsesión de Belano y Lima por el personaje de Cesárea Tinajero, auténtica fundadora de los realvisceralistas – en los años treinta – y poeta de obra desconocida y al parecer mínima. En esta primera parte, también se narra la vida bohemia, de poetas típicamente jóvenes, que llevan los realvisceralistas, viviendo casi de prestado y sin otro trabajo que vagabundear por el D.F., leer libros, criticar al establishment de la poética y follar. Sobre todo, follar.
La segunda parte, que es la que supone el grueso de la novela, se titula «Los detectives salvajes» y se hila a través de los testimonios de distintas gentes que a lo largo de veinte años van cruzándose con Belano y Lima, quienes han dejado México y se dedican a vagabundear por medio mundo, ya no en busca de Cesárea, sino más bien en busca de sí mismos. En estos testimonios, la historia de los distintos narradores tiene más importancia y ocupa más espacio que la de Belano y Lima, dos fantasmas a los que se persigue, pero a los que no se ve y a los que sólo se escucha a través de la voz de otros.
Esa mezcla de historias, con algunos personajes – la inglesa Mary Watson, la poeta y periodista Xóchitl García – y algunos relatos – el de Hugo Montero, el de Iñaki Echavarne y su duelo en la playa- realmente memorables, consigue dar a la historia una agilidad y variedad que la vuelve amena a través de sus más de 600 páginas, si bien, en algún momento puede llegar uno a preguntarse – a mí me pasó – dónde carajo quiere ir Bolaño.
Pues bien, la respuesta es fácil: Bolaño no quiere ir a ningún sitio. No hay final. No hay propósito. Como en la vida, la historia transcurre por inercia, sin objetivo o con uno que no está del todo claro. 
De hecho, la tercera parte es un regreso al pasado, al mes de enero de 1976. Se titula «En el desierto de Sonora» y de nuevo está contada a través del diario de García Madero, a quien podríamos considerar autor del libro – a uno de los personajes, único estudioso en el mundo de los realvisceralistas, el narrador de la segunda parte le pregunta por García Madero y el estudioso dice no conocerlo -. 
En esta última parte hace su aparición Cesárea Tinajero, a la que se persigue como un espectro – de nuevo los detectives cazafantasmas – a través de un laberíntico desierto, por el que también deambula Alberto, chulo de Lupe, una prostituta de quien se acaba enamorando García Madero.
Al final, Cesárea hace su aparición de un modo heroico – que no contaré -, dejando la imagen de una mujer que fue más incomprendida aún como persona, que como poeta.
Se trata de una obra con atractivo, que ha marcado a toda una generación: los personajes de escritores al estilo Lima-Belano crecieron como la espuma después de este libro, pero desgraciadamente, sus creadores no poseían el talento de Bolaño. 
Un Bolaño al que, por cierto, también se reconoce en los arranques de erudición de algunos autores actuales, que si el chileno se entretenía recordando la métrica grecolatina o el modo de medrar de los escritores noveles, ahora se entretienen con largas peroratas sobre la narrativa contemporánea y sus posibilidades. Una técnica que viene de hace tiempo – pienso en Mann y sus largas páginas sobre el tiempo y la novela -, pero que cuenta cada vez con más adeptos dentro del mundillo literario (me temo que no tanto entre los lectores).
Otro elemento que Bolaño pone en liza y que también es recurrente hoy en día entre los autores jóvenes, es el recurso a la cultura más o menos popular. Así, por las páginas de «Los detectives salvajes» pasan, hablando o no: Octavio Paz, Felix de Azúa, Carlos Monsiváis, Hugo Gutierrez Vega, Michel Bulteau, Manuel Maples, y muchos otros. 
En suma, conviene leer «Los detectives salvajes», porque su prosa es fresca y su descaro enorme y porque posee la calidad literaria que no han poseído, luego, muchos de sus tristes imitadores. 

Tags: No tags