"Homo homini lupus" o el hombre es un lobo para el hombre

«Homo homini lupus» o el hombre es un lobo para el hombre. 
Escribí esta frase de Tito Macio y popularizada por Hobbes en «Entre dioses y peones» para contradecirla. Uno de los personajes venía a decir que no esa sentencia era falsa, que el hombre no era un lobo para el hombre, sino peor. Porque el lobo sólo mata por necesidad, por instinto, mientras que el hombre, con toda su racionalidad a cuestas, no deja de inventar guerras y matanzas. Trataba de entender, a fin de cuentas, qué lleva al hombre hacia la violencia, concluyendo – aunque no era una respuesta, sino más bien una intuición – que eso que metafísicamente llamamos la maldad no es sino la suma de unas circunstancias sociales, sumadas a una predisposición genética. 
Ahora, enredado en otras cuestiones, me he dado cuenta de que la frase «Homo himini lupus» sí tiene cierto sentido si nos la aplicamos a nosotros mismos, a lo que con nuestro interior vamos haciendo cada uno de nosotros a medida que avanzamos en la vida.
Y es que cada vez tengo más claro que a esa conjunción de circunstancias sociales y genética que llevan al mal no son elementos separados, sino que se enredan entre sí de una manera muy compleja en nuestro interior, en ese lugar que comúnmente se llama alma y que no pasa de ser un sótano donde, entre algunas cosas buenas, se agolpan los deseos, las humillaciones y los rencores. No sólo se trata, pues, de las circunstancias objetivas y de la genética, sino de la gestión que cada cual hace de esas circunstancias en función – precisamente, y ahí comienza el enredo – de esas propias circunstancias (su condición social, su cultura, su bagaje intelectual, su tradición, etc.) y de su genética (tendencia al pesimismo, al optimismo, caracteres depresivos, pulsiones homicidas, etc.)
Lo que me gustaría añadir a lo que dije, lo que me gustaría reeditar hoy, en suma, es que el hombre no es unívoco, no es un ser de una sola cara caminando en una sola dirección, sino un ser en continua lucha consigo mismo. Un ser que si lucha con los demás es porque dentro de sí sufre: con las humillaciones que sufrió, con el rencor que acumuló, con la envidia que las posesiones de otros despertaron en él, con sus traumas, con su infancia herida y sus deseos adolescentes insatisfechos. Lo que hoy quisiera incluir a mayor en «Entre dioses y peones» es que nadie es enteramente bueno ni tampoco enteramente malo. Que si hay que alejar el mal de su altar metafísico – una suprarealidad, algo que no tiene raíz material -, también hay que separarlo de su monocromía: el mal no es sólo negro. Nadie camina en una dirección sin plantearse las otras opciones.
Uno de los personajes se preguntaba por qué el mismo escenario de violencia que lleva a un hombre al crimen lleva a otro a la poesía, a la sensibilidad. Hoy me gustaría haber incidido más en esa pregunta, explicando e indagando en cómo la gestión que cada uno hacemos, mientras crecemos, de todo lo traumático que hay en nosotros es lo que resalta en nosotros un carácter u otro (bueno o malo) mientras, sin embargo, seguimos cargando a cuestas, elijamos lo que elijamos, con todo nuestro bien y todo nuestro mal, pues gestionar bien nuestros traumas no quiere decir que nos libremos de ellos y que no estén dispuestos a tomar el control de nuestro ser en cuanto puedan. Como al revés, convertirse en un asesino no implica que la posibilidad contraria y todas las intermedias no latan aún en el criminal. 
El asesino de mi novela dejaba clara la raíz material de su mal y también sus traumas, sus pasiones deshechas, su fundamento de rencores, pero no dudaba. Y eso que él y yo, entonces, ya habíamos leído a Dostoievski que es el maestro de los asesinos con remordimientos. 
Si ahora volviera a escribir esa pequeña novela añadiría un punto de duda – no mucho, pues se trataba de un caso extremo, de un psicópata entregado a la masacre y sometido a lo peor que hay en su interior – y, sobre todo, incidiría más en la mala gestión de sus traumas, en la mala relación que el asesino tuvo consigo mismo a lo largo de su vida. En como se fue convirtiendo, poco a poco, en un lobo para sí mismo, alimentándose de sus terrores y vomitándolos sobre cualquier atisbo de contención o racionalidad. Esa lucha interna es la que no quedó del todo clara. Esa es mi deuda. Lo haré mejor la próxima vez. 
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