Sobre el asesinato de Gadafi

Uno sueña con venganzas populares. Con pueblos que se levantan contra la opresión y derrocan al tirano. Uno sueña con que ningún sátrapa muere en su cama, sino que es ajusticiado. Uno sueña como si estuviera en el cine. Pero la realidad a veces quita las ganas de soñar. Vemos a Gadafi – dictador criminal y alocado como pocos – apaleado por los libios, ahora dicen que incluso sodomizado. Lo vemos retorcerse de dolor mientras pide clemencia. Y nos preguntamos qué sentido tienen a veces las revoluciones y nos cercioramos de que, rápidamente, un pueblo hermosamente libre puede convertirse en una masa horrendamente asesina si no sabe controlar su fuerza: como el matón de un patio de colegio, como el que da una lanzada a moro muerto. 
En esa agresión a un Gadafi sanguinolento y acabado, ya no hay lucha por la libertad, ya no hay grandeza. Sólo hay venganza – comprensible venganza -, rencor y matonismo. Aunque lo más triste sea, como siempre, sospechar que muchos de los que le humillaron y lo apalearon hasta la muerte eran los mismos que apenas un año atrás, muertos de miedo, cantaban sus alabanzas y reían sus gracias. Conversos de última hora que, como Pablo recién caído del caballo, tienen que ganarse el puesto demostrando que son más papistas que el Papa. 
Uno sueña con revueltas y se despierta conmocionado al comprobar que es verdad lo que los libros de Historia advierten: que cualquier cambio sólo suele suponer quitar una tiranía para instaurar otra, que hasta el más hermoso momento termina manchado por la sangre, que es muy difícil, y rara vez ocurre, que la democracia triunfe y se instale la justicia. Que el hombre, en definitiva, es un ser inigualable en sus defectos cuando se trata de hacer fracasar buenos proyectos. 
Mal empieza la nueva Libia. Veremos como acaba. 
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