Un relato: El nieto del faraón

Imaginen un futuro no muy lejano. Imaginen un hombre que sale de su casa y monta en algún tipo de vehículo cuyo funcionamiento exacto no podemos precisar. Imaginen que conduce hasta un descampado donde se eleva, como el esqueleto varado de algún animal prehistórico, una abandonada estructura de cemento resquebrajada por la lluvia y la mano infatigable del tiempo.
Imaginen que el hombre abandona el vehículo y lentamente se dirige hacia esa mole abandonada. «El aeropuerto del abuelo», dice. Y, apartando la maleza, empuja una puerta de cristales rotas, accediendo a una terminal de aeropuerto tomada por el abandono y por el olor de los cientos de animales que la han convertido en su guarida.
Desolado, el hombre pasea por las salas que nunca abarrotaron los turistas, se sienta en los bancos que nadie llegó jamás a estrenar, sale al aire de unas pistas sobre las que jamás voló avión alguno. Se siente triste. «Era un sueño tan bello», dice. «Un aeropuerto para los ciudadanos». Y sin embargo, el sueño en seguida había mostrado su corazón de pesadilla: salarios pagados a trabajadores sin tareas, contratos para alquilar halcones que impidiesen a las palomas acerarse al aeropuerto, extenuantes facturas por el mantenimiento de unas instalaciones que, finalmente, habían sido abandonadas a la venganza del tiempo. 
Imaginen ahora que ese hombre recuerda. Tumbado en una de las pistas, con la espalda sobre el duro cemento, rememora el día en que el aeropuerto fue inaugurado. Cómo hizo mofa la prensa entonces de los aviones que no llegaban, de los pasajeros que nunca aparecerían. Qué escarnio de su abuelo, alma máter del proyecto. Qué gritos acerca del dinero despilfarrado. 
Pero a él entonces aquello le había dado igual, pues era sólo un niño y en lo único que reparaba era en las faraónicas instalaciones, en la magnificencia de un edificio construido gracias a la voluntad inquebrantable de su abuelo. «¡Qué poco supieron apreciar tu genio, abuelo!» exclama, «¡Qué injustamente fuiste juzgado!». Su abuelo, incluso, antes de abandonar – forzado por la muerte – el poder, inauguró una ampliación del aeropuerto que suponía dos salas de espera más y una nueva pista. La prensa tachó tal proyecto del último arrebato de un demente. Pero su abuelo parecía siempre tan seguro de que todo saldría bien, que ni él ni los suyos habían dudado nunca de que el aeropuerto tuviera, finalmente, algún uso. Además, los otros, quienes criticaban aquella construcción, eran el enemigo. Y no se podía traicionar a la fe propia apoyando lo mismo que apoyaba el contrario. 
Además, durante un tiempo, el aeropuerto había usado como lugar de concentración de moteros, como espacio para que los jóvenes realizasen fiestas, como punto de encuentro para festivales de música e, incluso, como almacén militar. Entonces, él había llegado a creer que aquellas colosales instalaciones podrían salvarse del abandono, ser útiles, manteniendo así en pie el nombre de su fundador.
Sin embargo, pronto pasó todo aquello. El gasto de mantenimiento era desmesurado. Ninguna administración quería hacerse cargo. Tampoco ninguna entidad privada. Así que el edificio fue abandonado a su suerte. Fue entonces cuando él lo adquirió en subasta pública, por un precio muy bajo. Soñaba con reactivar el aeropuerto, hacer en él algo grande, colosal. Pero se había gastado todos sus ahorros y, sin embargo, había sido incapaz siquiera de comenzar. 
Y ahora, allí estaba, tirado en el suelo en medio de un aeropuerto acosado por las malas hierbas y por los animales salvajes: mole maloliente que, poco a poco, iba sucumbiendo a la humedad de los años y reincorporándose a la naturaleza.
Imaginen que ese hombre se siente triste. Y se pregunta dónde estuvo el error, cuándo se torció el sueño de su abuelo, por qué la suerte les había sido esquiva tanto a su antepasado como a él. 
Imaginen que no quiere aceptar esos restos cadavéricos, que prefiere vivir en la mentira, encerrado en los escasos minutos en los que aquel sueño faraónico e incomprendido fue posible. Imaginen que sólo recuerda los flashes de las cámaras, las sonrisas, los parabienes, sus piernas colgando desde los hombros de su abuelo al pasear por las pistas. Imaginen que ya no sufre. Que ya no existe en ese mundo que solemos llamar «la realidad». 
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