El retorcido cuerpo de un olivo
sus desgreñadas ramas
su piel labrada, negra
contra el estallido azul del cielo.
O la estrecha sombra de una barca
abandonada a la caída de la tarde,
creciente refugio de una pareja
empujada por la urgencia
del deseo de aprender
el alfabeto de la sal, el álgebra
de la arena el uno en la piel del otro,
su abrazo como el reflejo
de su ropa entremezclada.
O el estrépito de la espuma
hecha añicos al paso de los niños
que invaden las olas
aullando como bárbaros
lanzados al saqueo de Roma.
O el entrechocar de fichas
el naipe arrojado en triunfo
las risas y los juramentos
cuando el dinero cambia de manos:
el vino fuerte, el café amargo
con el que engañamos al tiempo
burlando su imperio
lo que dura un cigarro.
O la charla entre amigos
cuando la noche se hincha
y la luna palidece,
juntos por el placer de estar juntos,
olvidándonos a veces
en las palabras de otro
o encontrándonos de pronto
en la mirada y el abrazo.
Y también esta silla que espera
bajo el peral o la higuera
el libro abierto, tendido boca abajo
estímulo de la curiosidad lectora
de los insectos;
y en fin, el pan y el aceite,
el queso y el vino,
las barcas que van al calamar
y otras muchas cosas
que estuvieron aquí antes
y estarán aquí después
de que yo me vaya, repitiéndose
siempre iguales a sí mismas:
señales que me advierten
en los umbrales del sueño
que tal vez yo también
estuve y estaré más veces,
que fui y seré otros,
que la eternidad es un tejido
hecho de mil cosas pequeñas
y que la muerte, tal vez,
sea una cosa que viene y pasa
lo mismo que yo, sentado
bajo el peral o la higuera
con un libro a medias sobre la hierba
persiguiendo este poema
que se esconde y se muestra
en la casi siesta de una tarde
que repite, fiel, todas las tardes.