Así como las veis ahora, aquí y allá
solitarias, cabizbajas, tristes de tan quietas,
cuesta creer que fueran en su día
orgullosas torres de metal más preciosas que el oro.
Hendían entonces los cielos con furia
subiendo, trayendo, llevando y dejando,
cual férreo brazo de un titán que desconociese
la fatiga, la duda, el miedo o el arrepentimiento.
Cuando dejaron de darles lo que comían
—el cemento, las vigas, las maderas y el ladrillo—
enfermaron de quietud y ensimismamiento
palidecieron de orín y enmudecieron de pena.
Como animales sorprendidos por un cataclismo
fósiles apresurados reducidos a su esquema
también podría mostraros yo en ellas
la angustia reunida en un puñado de hierro.