Morderse la lengua

Hay que morderse mucho la lengua, a veces, para no estallar contra ciertas estrategias editoriales, contra ciertos críticos que uno ya no sabe si son vendidos o tontos. Hay que morderse la lengua porque, al final, no nos conocemos tanto como para asegurar que no estamos gritando movidos por la envidia, por los deseos insatisfechos, por el afán de vengar en otro nuestros propios sueños frustrados. Hay que morderse la lengua y tragar el veneno, aunque nos haga daño, aunque el hígado se inflame y proteste el páncreas.

Aunque duela, digo, ver como algunos hablan de linealidad como si eso fuera una ventaja o como si no se refiriesen a párrafos monocordes, iguales en su inanidad  aunque duela observar cómo la lengua muerta es elevada a categoría de renovación (que uno se pregunta si no debería hacerse pintor y comenzar a retratar bisontes en la roca); aunque duela la sensación de desamparo e idiocia del paisanaje, que desempolva manuscritos, copia estilos y se afana en subirse a la última ola proveniente del departamento de Marketing de una gran editorial: ansiosos de su trocito de pastel, de sus cinco o seis reseñas, de su porción de palmaditas en la espalda y lamidas de polla.

Y es en esos días de asco cuando hay que volver a leer aquellos tres párrafos de Cortázar que guardamos como quien tiene un tesoro y que aunque se dirigen a la Argentina de hace cincuenta años, bien pueden valer para esta España nuestra de ahora. párrafos que consuelan, anima, ayudan a seguir riendo:

Para qué volver sobre el hecho sabido de que cuanto más se parece un libro a una pipa de opio más satisfecho queda el chino que lo fuma, dispuesto a lo sumo a discutir la calidad del opio pero no sus efectos letárgicos.

***

Era y sigue siendo divertido comprobar cómo estos ñatos creen que basta ser vivo e inteligente y haber leído muchísimo para que el resto sea cuestión de baskerville y cuerpo ocho. Si les hablás de Flaubert te salen con cosas como «la tranche de vie» y no piensan en lo que se quemó Gustavo las pestañas; si son un poco más astutos te retrucan que Balzac o Emily Brontë o D. H. Lawrence no necesitaban tanta gimnasia para producir obras maestras, olvidándose que tanto unos como otros (genio aparte) salían a pelear con armas afiladas colectivamente por siglos de tradición intelectual, estética y literaria, mientras nosotros estamos forzados a crearnos una lengua que primero deje atrás a Don Ramiro y otras momias de vendaje hispánico, que vuelva a descubrir el español que dio a Quevedo o Cervantes y que nos dio Martín Fierro y Recuerdos de provincia, que sepa inventar, que sepa abrir la puerta para ir a jugar, que sepa matar a diestra y siniestra como toda lengua realmente viva, y sobre todo que se libere por fin del journalese y del translatese, para que esa liquidación general de inopias y facilidades nos lleve algún día a un estilo nacido de una lenta y ardua meditación de nuestra realidad y nuestra palabra. ¿Por qué quejarse finalmente? ¿No es maravilloso que debamos abrirnos paso en la confusión de una lengua que, como siempre, no es más que una confusión en nosotros mismos?

***

Pensé paralelamente en la influencia neutralizadora y desvitalizadora de las traducciones en nuestro sentimiento de la lengua. Entre 1930 y 1950 el lector rioplatense leyó cuatro quintos de la literatura mundial contemporánea en traducciones, y conozco demasiado el oficio de trujamán como para no saber que la lengua se retrae allí a una función ante todo informativa, y que al perder su originalidad se amortiguan en ella los estímulos eufónicos, rítmicos, cromáticos, escultóricos, estructurales, todo el erizo del estilo apuntando a la sensibilidad del lector, hiriéndolo y acuciándolo por los ojos, los oídos, las cuerdas vocales y hasta el sabor, en un juego de resonancias y correspondencias y adrenalina que entra en la sangre para modificar el sistema de reflejos y de respuestas y suscitar una participación porosa en esa experiencia vital que es un cuento o una novela. A partir de 1950 en gran público del Río de la Plata descubrió a sus escritores y a los del resto de América Latina; pero el mal ya estaba hecho y mientras por una parte muchos de esos escritores partían de un instrumento degradado por las razones que estoy tratando de entender, por otra parte los lectores habían perdido toda exigencia y leían a un autor uruguayo o mexicano con la misma pasiva aceptación de signos comunicantes con que venían leyendo a Thomas Mann, a Alberto Moravia o a Francois Mauriac en traducciones. Hay por lo menos dos clases de lenguas muertas, y la que manejan esos escritores y esos lectores pertenece a la peor; pero nada lo justifica porque esa muerta es una especie de zombie al revés, y sólo dependería de nosotros que despertara a una vida bien ganada y a pleno sol. Lo malo es que si no hay oreja, como decía Unamuno, si no hay ritmo verbal que corresponda a una economía intelectual y estética, si no hay ese sentido infalible del vocabulario, de las estructuras sintácticas, de los acatamientos y de las transgresiones que hacen el estilo de un gran escritor, si novelista y lector son cómplices metidos en una misma celda y comiendo el mismo pan seco, entonces qué le vachaché, hermano, estamos sonados.

Tags: No tags