«La musa de Góngora y el ángel de Garcilaso han de soltar la guirnalda de laurel cuando pasa el duende de San Juan de la Cruz, cuando
El ciervo vulnerado
por el otero asoma».
Hemos estado leyendo sobre Lorca y el Flamenco en un librito maravilloso de Félix Grande, sobre Lorca y los gitanos, sobre Lorca y el duende.
Hemos estado leyendo el romancero y los poemas del cante jondo. Y hemos estado hablando, y mucho, sobre esos sonidos negros que Manuel Torre intuía o veía en todo lo que tiene duende.
Hemos estado dedicando unos cuantos días al arte y a la vida ¿Se puede invertir mejor el tiempo?
Imagino a Jorge Manrique herido. A Goya, «maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa«, pintando «con las rodillas y los puños con horribles negros de betún«; Imagino a El Greco, a San Juan y Santa Teresa, al propio Lorca de la elegía a Sánchez Mejías, a Machado entregado a la escritura de «Campos de Castilla». A Camarón un segundo antes de cantar una siguiriya. Y a Coltrane, y a Thelonius y Charlie Parker y a Dylan antes del primer acorde de «Idiot Wind» o de «Like a Rolling Stone». Y entiendo que hay una jerarquía, un asunto por encima – o por debajo o por encima y por debajo – de la técnica y el barroquismo. Un asunto oscuro y abismal («no tiene abismo», decia Sabato de las novelas que no le emocionaban). Un asunto que es mitad luz y mitad sombra, mitad cielo y mitad infierno, mitad vida y mitad muerte.
Y pienso en el Tao y en el dios Abraxas, cuyo número era el 365 porque era el dios de la Vida, con lo que de bueno y malo ésta tenga.
Y recuerdo: «La musa de Gonzalo de Berceo y el ángel del Arcipreste de Hita se han de apartar para dejar paso a Jorge Manrique cuando llega herido de muerte a las puertas del castillo de Belmonte».
Y entiendo: esas líneas son más que una concepción del arte, lo son de la vida y para la vida.
Y eso es lo más importante.