Votar

Hace sol y hay ganas de estar en la calle. Hace sol y después de un invierno largo y deprimente, ¿quién quiere hablar de política? Hemos llegado al punto de saturación: cualquier palabra sobre economía, paro, corrupción, raspa la garganta al salir. Y, sin embargo, cabe preguntarse si acaso no sería ése el plan. Ahogarnos a base de información. Conseguir que la mierda sea tanta que no podamos movernos. 
Hace sol y de lo que menos ganas tiene uno es de atender a consignas, mítines, eslóganes, programas. De ser militante. De tratar de cambiar algo cuando la certeza es la de que estamos en plena espiral conservadora y, a la vez, de derrumbe. Que primero ha de arder todo para luego, tal vez (y sólo tal vez) poder crear algo mejor.
Y sin embargo, está esa otra sensación, ese último gramo de fuerza, ese último rescoldo de esperanza (y de rabia) que grita que tal vez merezca la pena, esta vez sí, votar. Y seguir saliendo a la calle. Y gritar. Y cagarse en los muertos de tanto hijo de puta como ha conseguido colarse, en este país, en un cargo de gobierno o responsabilidad. 
Que tal vez, esta vez sí, podamos conseguir equilibrar el miedo. Y que no esté todo de nuestro lado.

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