Decía Van Gogh en una carta a Theo que quisiera pintar un cuadro que fuera tan consolador como la música. Decía Nietzsche, en una frase de sobra citada, que la vida sin música sería un error. Por eso, en estos días de estrés, angustia, esperanzas, guerra civil sin armas y horas y horas de literatura, nos refugiamos, cada poco, en las buenas canciones. Sin prejuicios. Del blues y el primer rock al último disco de Deluxe, esa maravilla llamada «Atlántico», de Nacho Vegas a Santiago Auserón, el señor del ritmo, el hombre que creó esa maravilla llamada «Río Negro», que no sólo no envejece, sino que crece como un monumento al sonido y a la canción popular.
Mientras corremos a través de las páginas de algunos maestros de la palabra (Unamuno, Héctor Rojas Herazo, Abelardo Castillo, Herman Hesse, Knut Hamsum, Henry Miller) suenan los acordes y la voz de ese gigante llamado Andrés Calamaro, de ese disco prodigioso llamado «Licenciado Cantinas» que firmo Enrique Bunbury, de cualquier canción alentada por ese coloso que fue Camarón.
Al tiempo que rematamos una novela propia y otras cuantas ajenas, escuchamos al viejo Robe, a Elmore James, a Little Walter, a Louis Armstrong a Thelonius Monk, a Iván Ferreiro, a Bob (Dios) Dylan.
Sólo para consolarnos. Sólo para seguir.