escritor

Poesía

El sofá

 

Habíase una caja de acuarelas

y un pincel blanco desgastado,

una gran goma con sabor a nata

y varios sacapuntas de colores.

Con seis jugaba a las carreras,

cruzaban la mesa dejando atrás

olor a carboncillo y restos de madera

en espiral. Alcé los ojos y la vi

hundida en el sillón viendo la tele.

 

Una brisa estrecha visitó

de estaciones la casa familiar.

El tiempo se había ido como pierden

los ancianos peso frente al televisor.

 

Y yo ocupado en comprender

de qué sirven los dedos si no logran

que del vómito surjan la médula y la espina

y blando como ella me sumerja en el sofá

a ver el último programa.

La sirena

 

No importa que al estío le crecieran

quebradas las raíces, el sabor

a yerba es más dulce que la madera de árboles

de fronda cerebral, sólida atmósfera

de hojas grises y ramas eléctricas.

 

Fíjate en el pozo que abriste para abrevar

en el que te observo descubierta de escamas

y agua dulce. No fue fácil hallarte.

 

He oído hablar de ti. Dicen

que la rueda dentada del tiempo

te aplastó cuando arrastraba un carro

de guerra por la playa. Dicen también

que las haces visibles para que las oigamos,

que cuando te peinas

denudas gritos y no mienten.

 

Reptar, subsumar, multirreplicar,

todas propiedades no conmutativas.

No hay vuelta atrás, esta marea

no resuelve prisioneros. Te quedaste en tierra

y no quieres ser arena, lo comprendo.

 

Que así sea. No me importa que los mares

se hagan sangre al rozar los rompientes.

Te quiero así y por eso, porque no soy

como ellos, porque me avergüenzo de serlo

y quiero, te abrazo y me ahogo en tu pozo.

Claudel

 

Si lo tuviera delante, fingido

aroma de manos sin madre,

lo esculpiría hasta alcanzar los años,

las vetas de sangre amarilla.

La bebo ahora

para alejar el sueño

de acordes puntillosos.

 

Ayer lo vi. Avanzaba desnudo sin vientre y sin

espalda, a zancadas de bronce

por el jardín del paseo, cuando ya no hay paseo

a esta luz del día, solo ventanas

de cristales sin cierres.

 

Dormir muriendo, le dije a mi hermano.

Me habló de Dios: las puertas del cielo, decía.

¿Cuánta vida queda, Camille?

La guerra de las salamandras

 

Las almas lunares no desprecian al sol,

solo lo obvian. Por ser tan ciertos

los olores se olvidan y la luz estridente

se vierte en murmullos.

 

Las cuevas descansan.

Los machos pelágicos, dibujando la plena

proyección de la esfera vigía en la playa,

han salido a encadenarse en círculos.

Las hay por millones. Transpiran de noche

a un paso de hacer de frontera su imperio

de arena con agua marina.

 

Y si así fuera,

que el tiempo del homo se haya perdido

en relojes de sol

mientras las salamandras serenas

imponen su tiempo de luna.